Felipe el Hermoso. Lentamente se encaminó hacia la puerta. Sus nueras. Lívidas observaban sus movimientos.
La reina Isabel se había recostado contra la pares, y respiraba agitadamente.
El rey sin volverse exclamó:
—Puesto que dejasteis las limosneras en París, enviaremos a dos escuderos que vayan a buscarlas inmediatamente.
Abrió la puerta, llamó a un guardia y le dio la orden de ir en busca de los hermanos de Aunay.
Blanca no resistió más. Se dejó caer sobre un taburete, vacía de sangre la cabeza, detenido el corazón, y su frente se inclinó hacia un lado, como si fuera a desplomarse al suelo. Juana la sacudió con fuerza para obligarla a recobrarse.
Margarita, con sus pequeñas manos morenas, retorcía maquinalmente le cuello de un títere.
Isabel no se movía. Sentía sobre sí las miradas de Margarita y Juana. Le pesaba su papel de delatora, y de pronto experimentó una gran fatiga. “Seguiré hasta el final”, pensó.
Los hermanos de Aunay entraron presurosos, confundidos, empujándose casi, en su deseo de servir y de hacerse valer.
Isabel extendió la mano.
—Padre mío —dijo—, estos caballeros parecen haber adivinado vuestro deseo puesto que traen colgadas de su cintura las limosneras que queríais ver.
Felipe el Hermoso se volvió hacia sus nueras.
—¿Podéis explicarme por qué esos escuderos se adornan con los regalos que os ha hecho vuestra cuñada?
Nadie respondió.
Felipe de Aunay miró asombrado a Isabel, como un perro que no comprende por qué es apaleado, y luego volvió sus ojos hacia su hermano mayor en busca de protección. Gualterio tenía la boca entreabierta.
—¡Guardia! ¡Al rey! —gritó Felipe el Hermoso.
Su voz erizó los cabellos de todos los presentes y repercutió, insólita y terrible, a través del castillo y de la noche. Hacía diez años, desde la batalla de Mons-en-Pévéle, exactamente, en la que había reagrupado sus tropas y forzado la victoria, que no se le había oído gritar. Nadie recordaba que tuviera tal fuerza en su garganta. Por otra parte, fue la única palabra que pronunció de ese modo.
—¡Llamad a vuestro capitán! —dijo a uno de los hombres que acudieron.
A otros les mandó que se quedaran a la puerta.
Se oyó una fuerte galopada por el camino de ronda, y apareció messire Alán de Pareilles con la cabeza descubierta, terminando de ajustar su uniforme.
—
Messire
Alán —dijo el rey— cuidaos de esos dos escuderos. Calabozo y cadenas. Tendrán que responder ante mi justicia.
Gualterio de Aunay quiso encontrar una salida.
—
Sire
—balbuceó—,
Sire
…
—Basta —dijo Felipe el Hermoso—. Desde ahora os dirigiréis al señor de Nogaret.
Messire
de Pairelles —prosiguió—, las princesas permanecerán bajo vuestra custodia hasta nuevo aviso. Prohíbo que ninguna de ellas salga de aquí. Prohíbo que nadie, ni sus criadas, ni sus parientes, ni aún sus mismos maridos penetren en esta sala o hablen con ellas. Vos me responderéis.
Por sorprendentes que fueran tales órdenes, Alán de Pairelles las escuchó sin pestañear. El hombre que había arrestado al gran maestre de los Templarios no podía asombrarse por nada. La voluntad del rey era su única ley.
—Veamos, caballeros… —apremió a los hermanos de Aunay, señalándoles la puerta.
Al ponerse en marcha, Gualterio dijo por lo bajo a su hermano:
—Oremos, hermano mío, todo está perdido…
Y luego, sus pasos, confundidos con los de los soldados, fueron apagándose sobre las losas.
Margarita y Blanca escucharon aquellos pasos que se llevaban sus amores, su honor, su fortuna, su vida entera. Juana se preguntaba si lograría disculparse alguna vez. Bruscamente, Margarita arrojó al fuego el muñeco destrozado.
Blanca estaba a punto de desvanecerse de nuevo.
—Ven, Isabel —dijo el rey.
Salieron. La joven reina de Inglaterra había ganado: mas se sentía cansada y extrañamente conmovida, porque su padre le había dicho: “Ven, Isabel.” Era la primera vez que la tuteaba desde su infancia.
Rehicieron el camino por el corredor de ronda. El viento empujaba desde el este enormes nubes oscuras. El rey pasó por sus habitaciones y tomando un candelabro de plata se fue en busca de sus hijos.
Su enorme sombra se hundió en la escalera de caracol. El corazón le pesaba dentro del pecho, y ni siquiera sentía gotear la cera en su mano.
Hacia medianoche, dos caballeros, que habían tomado parte en la escolta de Isabel se alejaban del castillo de Maubuisson: eran Roberto de Artois y su fiel e inseparable Lormet, a la vez criado, escudero de armas, compañero de ruta, confidente y ejecutor de cualquier faena.
Desde que Roberto había tomado s su servicio a Lormet huido de la casa de los condes de Borgoña por algún asunto “de orca” no se había apartado de él ni un minuto ni un jeme. Era asombroso ver aquel hombrecito regordeta, encorvado y ya encanecido, preocuparse en todo momento por su joven y gigantesco amo y seguirlo paso a paso, secundarlo en cualquier empresa, como había hecho recientemente en la celada tendida a los hermanos Aunay.
Clareaba el día cuando los dos jinetes llegaron a las puertas de París. Pusieron los sudorosos caballos al paso y Lormet bostezó su buena docena de veces. A sus cincuenta años resistía mejor que un joven escudero las largas cabalgatas, pero lo abatía la falta de sueño.
En la plaza de Greve se realizaba la habitual reunión de jornaleros en busca de trabajo. Capataces de los astilleros reales y patronos de barcos circulaban entre los grupos concertando peones, cargadores, y mozos de cuerda. Roberto de Artois atravesó la plaza y tomó por la calle de Mauconseil donde vivía su tía, Mahaut de Artois.
—Verás, Lormet —dijo el gigante—. Quiero que esa perra oiga su desdicha por mi boca. Se acerca uno de los momentos más placenteros de mi vida. Quiero ver la condenada facha que pone mi tía cuando le cuente lo que pasa en Maubuisson. Quiero que vaya a Pontoise y que contribuya a su ruina; que rebuzne ante el rey y que reviente de despecho.
Lormet lanzó un largo bostezo.
—Reventará, monseñor, reventará. Estad seguro de ello —dijo—, hacéis todo lo posible para eso.
Llegaron al espléndido palacio de los condes de Artois.
—¿No es una villanía que ella viva en este gran palacio que construyó mi abuelo? —prosiguió Roberto—. ¡Yo soy quién debería vivir aquí!
—Viviréis, monseñor, viviréis.
—y te nombraré portero, con cien libras al año.
—Gracias, monseñor —respondió Lormet como si ya tuviera el alto cargo y el dinero en el bolsillo.
Artois saltó de su percherón, arrojó las bridas a Lormet y asió la aldaba con la que descargó unos golpes como para tirar la puerta abajo.
Se abrió el claveteado batiente para dar paso a un guardián de elevada estatura. Bien despierto, que llevaba en la mano un garrote como el brazo.
—¿Quién va? —preguntó el guardián, indignado ante tanto alboroto.
Pero Roberto de Artois lo apartó de un empellón y entró en el palacio. Una decena de criados y sirvientes se afanaban en la limpieza matinal de la morada. Roberto, empujando a todos, subió al piso de las habitaciones, y lanzó estentóreo:
—¡Ah de la casa!
Acudió un lacayo, muy asustado con un balde en la mano.
—¡Mi tía, Picard! ¡Necesito ver a mi tía inmediatamente!
Picard, de ralos cabellos y cabeza chata, depositó su balde en el suelo y dijo:
—Está comiendo, monseñor.
—¡Bueno! ¡No me opongo! ¡Comunícale mi llegada, a prisa!
Roberto de Artois iba componiendo rápidamente en su rostro una máscara de pesar y de angustia, mientras seguía al lacayo hasta la habitación.
La condesa Mahaut de Artois, par del reino, ex-regente del Franco-Condado, era una robusta mujer de unos cuarenta y cinco años, de sólida estructura, cuerpo macizo y fuertes caderas. Su rostro bajo la gordura daba impresión de fuerza y voluntad. Tenía la frente alta, ancha y combada, los cabellos aún castaños, los labios con demasiado bozo y la boca roja.
Todo era grande en aquella mujer: sus rasgos, sus miembros, su apetito, su cólera, su avidez, sus emociones y el ansia de poder. Con energía de soldado y tenacidad de legista manejaba su corte de Arrás, como había manejado la de Dole, vigilando la administración de sus territorios, exigiendo la obediencia de sus vasallos, manejando la fuerza ajena y aniquilando sin piedad al enemigo descubierto.
Doce años de lucha con su sobrino le habían enseñado a conocerle bien. Cada vez que surgía una dificultad, cuando los señores de Artois se insubordinaban, cuando una villa protestaba contra los impuestos, Mahaut podía estar segura de que Roberto estaba detrás de ello.
—Es un lobo salvaje, un gran lobo falso y cruel —decía ella—. Pero yo tengo la cabeza más firme y sé que acabará por destruirse a sí mismo, a fuerza de emprender demasiadas cosas.
Hacía meses que apenas se dirigían la palabra y sólo se veían, por obligación, en la corte.
Aquella mañana, sentada ante una mesita puesta a los pies de la cama, Mahaut consumía, tajada tras tajada, un pastel de liebre que constituía el principio de su comida del despertar.
Así Roberto se esforzaba por fingir inquietud y tristeza, ella, al verlo entrar, simuló naturalidad e indiferencia.
—¡Vaya! Os veo muy despierto a hora tan temprana, mi sobrino. ¡Llegáis como la tormenta! ¿A qué se debe tanta prisa?
—¡Tía, tía mía! —exclamó Roberto—. ¡Todo está perdido!
Mahaut, sin cambiar de actitud, se echó tranquilamente al coleto un jarro de vino de Artois, color de rubí, proveniente de sus tierras y cuyo sabor prefería a cualquier otro.
—¿Qué habéis perdido, Roberto? ¿Otro proceso? —preguntó.
—Tía, os juro que no es éste el momento de zaherirnos con ironías. La desdicha que se abate sobre nuestra familia no admite bromas.
—¡Qué desdicha para uno puede serlo para el otro? —dijo Mahaut, con tranquilo cinismo.
—Tía, estamos en manos del rey.
Mahaut dejó traslucir cierta inquietud en su mirada. Se preguntaba qué trampa le estaría tendiendo y el porqué de ese preámbulo.
Con su ademán acostumbrado, se recogió las mangas enseñando un brazo grueso y carnoso. Luego, golpeando la mesa con la mano, llamó:
—¡Thierry!
—Tía, no podría hablar delante de nadie que no seáis vos —exclamó Roberto—. Lo que tengo que deciros concierne a nuestro honor.
—¡Bah! Podéis decir todo delante de mi canciller.
Ella desconfiaba y quería tener un testigo.
Por unos instantes ellos se midieron con la mirada; ella a la expectativa, el deleitándose con la comedia que representaba. “Llámalos, anda, llama a todo el mundo y que se enteren”, pensaba.
Resultaba curioso ver a aquellos dos seres, que tantos rasgos tenían en común, a aquellos dos de la misma sangre que tanto se asemejaban entre sí y tanto se detestaban.
Se abrió la puerta y apareció Thierry de Hirson. Canónigo capitular de la catedral de Arrás, canciller de Mahaut en la administrción de Artois y también un poco amante de la condesa, aquel hombrecito rechoncho, de cara redonda y nariz puntiaguda y blanca, no estaba desprovisto de prestancia y autoridad.
Saludó a Roberto y le dijo, mirándole con los párpados casi cerrados, lo que obligaba a echar la cabeza muy atrás.
—Es raro que nos visitéis, monseñor.
—Al parecer, mi sobrino tiene una gran desgracia que contarme —dijo Mahaut.
—¡Ay de mí! —profirió Roberto, dejándose caer en una silla.
Se tomaba su tiempo; Mahaut comenzaba a dar muestras de impaciencia.
—Tía, en otro tiempo hemos tenido nuestras diferencias —prosiguió.
—Mucho más que eso, sobrino: ruines querellas que terminaron mal para vos.
—Cierto, cierto, y Dios es testigo de que os he deseado todo el mal de este mundo.
Volvía a utilizar su treta favorita: demostrar una sencilla franqueza y confesar sus aviesas intenciones, para disimular el arma que tenía en la mano.
—Pero jamás os hubiera deseado esto —prosiguió—, jamás. Pues vos me sabéis buen caballero y firme en todo lo que atañe al honor.
—Pero,¿qué ha ocurrido? ¡Habla ya! —gritó Mahaut.
—Vuestras hijas, mis primas, están convictas de adulterio y arrestadas por orden del rey. Y Margarita con ellas.
Mahaut no se sobresaltó al instante. No lo creía.
—¿Quién te ha contado ese cuento?
—Lo sé por mí mismo, tía; y toda la corte está enterada. Sucedió a la caída de la noche.
Se regodeaba en hacer consumir a Mahaut contándole el asunto gota a gota y solamente lo que quería.
—¿Y ellas han confesado? —preguntó Thierry de Hirson, mirando siempre por debajo de los párpados.
—No lo sé —respondió Roberto—. Pero los jóvenes de Aunay confiesan en este momento en manos de vuestro amigo Nogaret.
—Mi amigo Nogaret… —repitió lentamente Thierry de Hirson. Aunque fueran inocentes, con él saldrán más negras que la pez.
—Tía —continuó Roberto—, en plena noche he hecho las diez leguas de Pontoise a París para venir a avisaros, pues nadie pensaba en ello. ¿Creéis todavía que me traen malos sentimientos?
En la dramática incertidumbre en que se hallaba, Mahaut alzó los ojos hacia su gigantesco sobrino y pensó. “Tal vez sea capaz de un buen gesto.”
Luego, con acento de enfado, le dijo:
—¿Quieres comer?
Por estas simples palabras comprendió Roberto que había sido verdaderamente herida.
Cogió de la mesa un faisán frío, lo rompió con las manos en dos pedazos y le hincó el diente. Súbitamente, vio que su tía cambiaba de color. Un rojo escarlata invadía su garganta, por encima del escote bordeado de armiño, luego el cuello y la parte inferior de la cara. La sangre se le subía a la cabeza hasta ponerla de color carmesí. La condesa Mahaut se llevó la mano al pecho.
—“¡Ya está!” pensó Roberto. “¡Ahora revienta! ¡Va a reventar!”
Se equivocó. La condesa se puso en pié, barriendo de la mesa el pastel de liebre, los jarros y las fuentes de plata, que cayeron al suelo con estrépito.
—¡Zorras! —aullaba—. ¡Con todo lo que hice por ellas! ¡Con los matrimonios que les arreglé!… ¡Dejarse atrapar como bellacas! ¡Pues bien! ¡Que lo pierdan todo! ¡Que las encierren, que las empalen, que las cuelguen!
El canónigo-canciller no se inmutó. Estaba habituado a los furores de la condesa.