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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (13 page)

Uno de los agresores lanzó un grito.

—¡Alerta compañeros, alerta!

El recién llegado se había arrojado al centro mismo de la refriega. Su espada refulgía como un relámpago.

—¡Tunos!, ¡canallas!, ¡patanes! —gritaba con su poderosa voz, distribuyendo golpes al azar.

Los forajidos huían como moscas ante sus molientes.

Como uno de ellos quedara al alcance de su mano libre, lo asió del cuello y lo alzó contra el muro. El grupo entero huyó a toda prisa. Se oyó el ruido de la precipitada carrera a lo largo de los fosos y luego reinó el silencio.

Jadeando, vacilante, Felipe se acercó a su hermano.

—¿Herido? —preguntó.

—No —dijo Gualterio, sin aliento, frotándose el hombro—. ¿Y tú?

—Tampoco yo. Es un milagro haber salido con vida.

Al mismo tiempo se volvieron hacia su salvador que venía hacia ellos enfundando su espada. Era muy alto, fornido, potente; las ventanas de su nariz dejaban escapar un soplido de bárbaro.

—¡Y bien, messire! —dijo Gualterio—. Os estamos muy agradecidos. Sin vos, no habríamos tardado en flotar en el río, panza al cielo. ¿A quién debemos el honor?

El hombre se reía de manera estentórea, aunque un poco forzada. Luego la luna de entre las nubes y los dos hermanos reconocieron al conde Roberto de Artois.

—¿Eh? ¡Pardiez, monseñor, sois vos!… —exclamó Felipe.

—¿Eh? ¡Por el diablo, jovencitos! —respondió el hombre—. ¡También y os reconozco! ¡Los hermanos de Aunay! —exclamó—. Los más apuestos mozos de la corte. ¡Voto al diablo que no lo esperaba!… Pasaba por la orilla, oí el ruido que hacíais, y me dije: “Algún pacífico burgués está en apuros” Hay que reconocer que París está infestado de pillos. Lo que es ese Ployebouche como preboste… ¡Mejor sería llamarlo Ployecul!…
(Juego de palabras harto comprensible para ser traducido) (Nota de la autora)
¡Más se preocupa de lamer los escarpines de Marigny que de sanear la ciudad!

—¡Monseñor —dijo Felipe—, no sabemos como agradeceros…

—No tiene importancia —dijo Roberto de Artois, que trastabilló—. ¡Ha sido un placer! El impulso natural de todo gentilhombre es acudir en socorro de los desvalidos. Pero la complacencia es mayor si se trata de señores de nuestro conocimiento. Estoy encantado de haber conservado a mis primos Valois y Poitiers sus mejores escuderos. Es una pena, sin embargo, que estuviera tan oscuro. ¡Pardiez! Si la luna se hubiera mostrado antes, me habría gustado destripar a alguno de esos bribones. No me atreví a hacerlo por temor a horadaros… Pero, decidme, donceles, ¿qué diablos buscáis en este fangal?

—Nos… paseábamos —dijo Felipe de Aunay.

El gigante estalló en una carcajada.

—¡Os paseabais! ¡Bonito lugar y bonita hora para ello!… Paseabais con el barro hasta las nalgas. ¡Ah, los jóvenes! Siempre la respuesta pronta… Amoríos, ¿verdad? ¡Asuntos de mujeres! —dijo jovialmente, aplastando otra vez el hombro de Felipe—. ¡Siempre con los calzones en llamas! Bella edad la vuestra…

De pronto vio las escarcelas que centelleaban a la luz de la luna.

—¡Ah, pillastres! —exclamó—. ¡Con los calzones en llamas, pero a buen precio! Hermoso adorno, donceles míos, hermoso adorno.

Sopesaba la escarcela de Gualterio.

_Flecos de oro, trabajo fino… italiano, o quizás ingles. Y flamante… No hay paga de escudero que permita tales lujos. ¡No andaban errados los salteadores!

Se agitaba, gesticulaba, sacudía a empellones a los jóvenes. En la penumbra se le veía como un figurón rojizo, enorme, alborotador, licencioso. Comenzaba a atacar los nervios de ambos hermanos. Pero, ¿cómo decir a un hombre que acababa de salvarte la vida que no se entrometa en lo que no le concierne?

—El amor vale la pena, mocitos —prosiguió diciendo, en tanto que echaba a andar en medio de los dos—. Preciso será creer que vuestras amantes son de alcurnia y muy generosas… ¡Ah, estos pillastres de Aunay! ¿Quién lo hubiera creído?

—Monseñor se equivoca —dijo Gualterio fríamente—. Las escarcelas son recuerdos de familia…

—Justamente, de eso estaba seguro —dijo de Artois—. ¡De una familia a quien acabáis de visitar, cerca de madia noche, bajo los muros de la torre de Nesle! Bien, bien, callaremos. Y os lo apruebo, mocitos. ¡Hay que guardar el buen nombre de las damas con quienes uno se acuesta! Id en paz. Y no salgáis más de noche con toda vuestra joyería encima.

Soltó otra carcajada, aplastó a ambos hermanos, uno contra otro en un amplio abrazo y los dejó plantados allí mismo, inquietos, contrariados, sin darles tiempo de reiterarle su gratitud. Franqueó el puentecillo sobre el foso, y se alejó por los campos en dirección de Saint Germain-des-Prés. Los hermanos de Aunay remontaron hacia la puerta Buci.

—Más nos valdría que no contara a la corte dónde nos encontró —dijo Gualterio—. ¿Crees que será capaz de mantener cerrada la bocaza?

—Claro está que sí —dijo Felipe—. No es mal sujeto. La prueba es que sin su bocaza, como dices, y sin sus manazas, no estaríamos aquí. No seamos ingratos; por lo menos tan pronto.

—Además, también nosotros hubiéramos podido preguntarle qué hacía él por estos parajes.

—Juraría que andaba tras alguna buscona. Ahora debe de encaminarse hacia el burdel —dijo Felipe.

Se equivocaba. Roberto de Artois sólo había dado un rodeo por el Pre-aux-Clercs. Al poco rato, volviendo a la ribera, andaba por las ceercanías de la torre de Nesle.

De Artois emitió el mismo silbido corto que presidió a la batahola.

Seis sombras, como antes, se separaron de la pared, más una séptima que se alzó de una barca. Pero ahora las sombras mantenían una actitud respetuosa.

—Buen trabajo —dijo de Artois—. Sucedió como y lo había pedido. Toma, Carl-Hans —agregó, llamando al jefe de los bribones—, repartíos esto.

Le arrojó una bolsa.

—Monseñor, me propinasteis un fuerte golpe en el hombro —dijo uno de los salteadores.

—¡Bah! Estaba incluido en la paga —respondió de Artois riendo—. Desapareced, ahora. Si vuelvo a necesitaros, os avisaré.

Luego subió a la barca, que lo aguardaba y que se hundió bajo su peso. El hombre que asía los remos era el mismo barquero que condujera a los hermanos de Aunay.

—Entonces, monseñor, ¿estáis satisfecho? —preguntó.

Había perdido el tono quejumbroso, parecía diez años más joven, y no escatimaba sus fuerzas.

—¡Completamente, mi viejo Lormet! Has desempeñado tu papel a las mil maravillas —dijo el gigante—. Ahora sé lo que quería saber.

Se echó hacia atrás en la barca, extendió las monumentales piernas y dejó que su gran zarpa pendiera sobre el agua negra.

Segunda parte: Las princesas adulteras
I.- La banca Tolomei

Maese Spinello Tolomei adoptó una expresión altamente reflexiva y luego, bajando la voz, como si temiera que alguien estuviera escuchando detrás de la puerta, dijo:

—¿Dos mil libras de adelanto? ¿Os conviene esta cantidad, monseñor?

Su ojo izquierdo estaba cerrado; su ojo derecho brillaba, inocente y tranquilo.

Auque hacía años que se había establecido en Francia, no había podido desprenderse de su acento italiano. Era un hombre grueso, con doble papada y tez morena. Sus cabellos grises, cuidadosamente recortados, caían sobre el cuello de su traje fino de paño, bordeado de piel y estirado en la cintura sobre su vientre en forma de pera. Cuando hablaba, alzaba sus manos regordetas y puntiagudas, y las frotaba suavemente, una contra otra. Sus enemigos aseguraban que el ojo abierto era el de la mentira y que mantenía cerrado el de la verdad.

Aquel banquero, uno de los más poderosos de París, tenía modales de obispo. Al menos en este momento en que se dirigía a un prelado.

El prelado era Juan de Marigny, hombre joven y delgado, elegante, el mismo que la víspera, en el tribunal episcopal formado ante el portal de Notre Dame, se había hecho notar por sus posturas lánguidas antes de enfurecerse contra el gran maestre. Hermano de Enguerrando de Marigny y arzobispo de Sens, de quien dependía la diócesis de París, intervenía de cerca en los asuntos del reino.
(En la división de jurisdicciones eclesiásticas establecida en la alta Edad Media, París sólo figuraba como obispado. Por esto no aparece entre las veintiuna “metrópolis” del imperio enumeradas en el testamento de Carlomagno. París dependía y siguió dependiendo hasta el siglo XVII de la archidiócesis de Sens. El obispo de París era sufragáneo del arzobispo de Sens; es decir, que las decisiones y sentencias pronunciadas por el primero podían tener recurso ante el segundo.

París no fue arzobispado hasta el reinado de Luis XIII.)

—¿Dos mil libras? —preguntó a su vez.

Fingió arreglar sobre sus rodillas la preciosa tela de su veste violeta, para ocultar la feliz sorpresa que le causaba la cifra dada por el banquero.

—Por mi fe, que esa cifra me conviene bastante —respondió fingiendo indiferencia—. Preferiría, pues, que las cosas quedaran arregladas lo antes posible.

El barquero lo acechaba como un gato acecha a un hermoso pájaro.

—Podemos hacerlo ahora mismo —respondió.

—Muy bien —dijo el joven arzobispo—. ¿Y cuándo queréis que os traiga los…?

Se interrumpió pues había creído oír ruido detrás de la puerta. Todo estaba tranquilo. Sólo se percibían los rumores habituales de la mañana en la calle de los Lombardos, los gritos de los afiladores de cuchillos, de los vendedores de agua, de cebollas, berros, requesón y carbón de leña… “¡Leche, comadres, leche…!” ¡Tengo queso fresco de Champagne!… ¡Carbón! ¡Un saco por un denario!… A través de las ventanas de tres ojivas, construidas según la moda de Siena, la luz iluminaba suavemente los ricos tapices de los muros con motivos guerreros, los muebles de roble encerado, el gran cofre reforzado con hierro…

—¿Los… objetos? —dijo Tolomei concluyendo la frase del obispo—. Como mejor os convenga, monseñor, como mejor os convenga.

Se había acercado a una larga mesa de trabajo, colmada de plumas de ganso, de pergaminos enrollados, de tablillas y esténciles. Sacó dos bolsas del cajón.

—Mil en cada una —dijo—. Tomadlas ahora mismo si así lo deseáis. Estaban preparadas para vos. Tened a bien, monseñor, firmarme este recibo…

Tendió a Juan de Marigny una hoja de papel y una pluma de ganso.

—De buena gana —dijo el arzobispo tomando la pluma sin quitarse los guantes.

Pero al firmar tuvo una leve vacilación. En el recibo estaban enumerados los “objetos” que debería entregar a Tolomei, para que el los negociara: material de iglesia, copones de oro, cruces preciosas, armas raras, cosas todas ellas provenientes de los bienes de los Templarios y guardadas en su archidiócesis. Aquellos bienes debían haber ido a parar parte al tesoro real y parte a la Orden de los Hospitalarios. El joven arzobispo, por consiguiente, cometía un desfalco, una malversación monda y lironda, y sin perdida de tiempo. ¡Poner la firma al pie de esa lista cuando el gran maestre había sido quemado la noche anterior!…

—Preferiría… —dijo.

—¿Qué los objetos no fueran vendidos en Francia? —dijo el banquero de Siena—. Por supuesto, monseñor,
non sono pazzo
, como se dice en mi país, no estoy loco.

—Me refería… a este recibo.

—Nadie más que y lo verá. Redunda tanto en mi interés como en el vuestro. Nosotros, los banqueros, somos un poco como curas, monseñor. Vos confesáis las almas; nosotros, las bolsas, y también estamos obligados al secreto. Y puesto que estos fondos sólo servirán para alimentar vuestra inagotable caridad no diré ni una palabra. Sólo es por si ocurriera alguna desgracia, tanto a mí como a vos, que Dios nos guarde…

Se persignó, y, rápidamente, bajo la mesa hizo los cuernos con los dedos de la mano izquierda.

—¿No os pesará mucho? —prosiguió, señalando las bolsas, como si el asunto ya estuviera zanjado.

—Gracias, mis criados aguardan abajo —respondió el arzobispo.

—Entonces… aquí… os lo ruego dijo Tolomei, señalando con el dedo el lugar donde debía firmar el arzobispo.

Este no podía echarse atrás. Cuando uno se ve obligado a buscarse cómplices, fuerza es que tenga confianza en ellos.

—Por otra parte, monseñor, bien veis por el monto de la suma, que no quiero aprovecharme de vos. Muchas serán las penas y pocos los beneficios. Pero quiero favoreceros porque sois hombre poderoso y la amistad de los poderosos es más preciosa que el oro.

Había dicho esto con un acento bonachón, más su ojo izquierdo seguía cerrado.

“Al fin y al cabo el buen hombre tiene razón”, se dijo Juan de Marigny.

Y firmó el recibo.

—A propósito, monseñor —dijo Tolomei—. ¿Sabéis cómo recibió el rey los lebreles que le mandé ayer?

—¡Ah! ¿Cómo? ¿Procede, pues, de vos ese gran lebrel que no lo abandona nunca y al que él llama “Lombardo”?

—¿Lo llama “Lombardo”? Me alegro de saberlo.

El rey es hombre de ingenio —dijo Tolomei, riendo—. Figuraos, monseñor, que ayer por la mañana…

Iba a contar la historia cuando llamaron a la puerta. Apareció un dependiente para anunciar que el conde Roberto de Artois pedía ser recibido.

—Bien, lo veré —dijo Tolomei, despachando con un ademán al dependiente.

Juan de Marigny puso cara de disgusto.

—Preferiría… no encontrarme con él —dijo.

—Claro, claro… —replicó el banquero, con voz suave—. Monseñor de Artois es un gran charlatán.

Agitó una campanilla. Al poco rato, se movió una colgadura y entró en la pieza un joven, vestido con ajustado jubón. Era el muchacho que a la víspera había estado a punto de derribar al rey de Francia.

—Sobrino mío —le dijo el banquero—, acompaña a monseñor sin pasar por la galería, cuidando de que no se encuentre con nadie. Y llévale esto hasta la calle —agregó, poniéndole las bolsas de oro en los brazos—. ¡Hasta la vista, monseñor!

Maese Spinello Tolomei hizo una profunda reverencia para besar la amatista que el prelado lucía en in dedo. Luego apartó la colgadura.

Cuando Juan de Marigny hubo salido, el banquero de Siena volvió a su mesa, tomó el recibo que el otro había firmado y lo plegó cuidadosamente.

—¡Coglione!
—murmuró—.
Vanesio, ladro, ma sopratutto coglione.
(Vanidoso, ladrón, pero sobre todo majadero)

Ahora su ojo izquierdo estaba abierto. Metió el documento en el cajón y salió a recibir al otro visitante.

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