Era la época de las mareas equinocciales y pocos navíos habían levado anclas aquel día. Haciendo un poco el bravucón por los muelles de Calais, espada al cinto y capa recogida al hombro, Guccio había encontrado por fin un patrón de barco que consintió en embarcarlo. Partieron por la tarde y la tormenta se levantó en cuanto dejaron el puerto. Encerrado en un recinto bajo el puente, cerca del mástil mayor (el lugar donde esto se mueve menos, había dicho el patrón) y en un barco de madera adosado a la pared a guisa de litera, Guccio se disponía a pasar la peor noche de toda su vida.
Las olas golpeaban el barco con topetazos de carnero, y Guccio sentía que el mundo se balanceaba a su alrededor. Rodaba del banco al suelo y se debatía largo rato en la oscuridad total, ora chocando contra el maderamen, ora contra los cabos endurecidos por el agua o contra las cajas mal sujetas que caían con estrépito y trataba de aferrarse a invisibles cosas huidizas bajo sus manos. Entre dos resoplidos de la borrasca. Guccio oyó el crepitar de las velas y de grandes masas de agua que se abatían sobre el puente. Se preguntaba si la tripulación entera no habría sido barrida y sería él el único sobreviviente a bordo de un abandonado navío. Lanzado por el viento contra el cielo, para ser proyectado luego hacia los abismos.
—“Seguramente moriré —se decía Guccio—. ¡Qué estupidez acabar así, a mi edad, tragado por el mar! ¡No volveré a ver París ni Siena ni mi familia! ¡No volveré a ver el sol! ¡Por qué no habré esperado un par de días en Calais? ¡Qué estúpido he sido! Si salgo con vida,
per la Madonna
que me quedo el Londres. Me haré descargador, faquín, cualquier cosa, pero jamás vuelvo a pisar un barco.”
Por fin rodeó con ambos brazos la base del mástil, y de rodillas, en la oscuridad, fuertemente agarrado, tembloroso, con el estómago revuelto y completamente calado, permaneció allí aguardando su fin y prometiendo exvotos a Santa María delle Nevi, a Santa María della Scala, a Santa María del Carmine, es decir, a todas las iglesias de Siena que conocía.
Con el alba, la tormenta se calmó. Guccio, agotado, miró a su alrededor. Las cajas, las velas, las anclas, los cabos se amontonaron en espantoso desorden y, en el fondo del barco, bajo el pavimento de tablas, se veía una capa de agua.
Se abrió la escotilla que daba acceso al puente y una voz ruda gritó:
—¡Hola,
signior
! ¿Habéis podido dormir?
—¿Dormir? —respondió Guccio con voz llena de rencor. Poco faltó para que me encontrarais muerto.
Le arrojaron una escalera de cuerda y lo ayudaron a subir al puente. Una ráfaga de aire frío lo envolvió, haciéndolo temblar bajo sus ropas mojadas.
—¿No pudisteis advertirme que habría tormenta? —dijo Guccio al patrón del barco.
—¡Bah, caballero!, es cierto que ha sido mala la noche; pero parecíais tener tanta prisa… Además, para nosotros es cosa corriente. Ahora estamos ya cerca de la costa.
Era un anciano robusto de pelo gris cuyos ojillos negros miraban a Cuccio de manera un tanto burlona.
Tendiendo el brazo hacia una línea blanquecina que surgía de la bruma, el viejo marino agregó:
—Allí esta Dover.
Guccio suspiró y se ajustó la capa al cuerpo.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar?
El otro se encogió de hombros y respondió:
—Unas dos o tres horas, no más, porque el viento sopla del Levante.
Sobre el puente yacían tres marineros, rendidos por la fatiga. Otro, colgado del brazo del timón, mordía un trozo de carne salada sin apartar los ojos de la proa del navío y de la costa de Inglaterra.
Guccio se sentó junto al viejo marino, al abrigo de una pequeña mampara de tablas que cortaba el viento, y a pesar del día, del frío y del oleaje, se quedó dormido.
Cuando despertó, el puerto de Dover se ofrecía ante su vista con su dársena rectangular y sus hileras de casas bajas, de muros rústicos y techos cubiertos de piedras. A la derecha del desembarcadero se elevaba la casa del “sheriff”, vigilada por hombres armados. En el muelle con sus cobertizos colmados de mercaderías, hormigueaba una bulliciosa multitud. La brisa traía olores de pescado, de alquitrán y de madera podrida. Algunos pescadores transitaban con sus redes y sus pesados remos al hombro. Unos chiquillos empujaban por el suelo sacos más grandes que ellos.
El barco, arriadas las velas, entró en la dársena a remo.
La juventud recupera pronto sus fuerzas y sus ilusiones. Los peligros superados sólo sirven para darle mayor confianza en sí misma y para impulsarla a nuevas empresas. El sueño de dos horas había bastado a Guccio para hacerle olvidar sus temores nocturnos. Poco faltaba para que se atribuyera todo el mérito de haber dominado la tempestad; veía en ello un signo de su buena suerte. De pie sobre el puente, una postura de conquistador, con la mano aferrada a un cabo, miraba con apasionada curiosidad el reino de Isabel.
El mensaje de Roberto de Artois cosido a las ropas y la sortija de plata en el índice le parecían las prendas de un gran porvenir. Iba a penetrar en la intimidad del poder, conocería a reyes y reinas, sabría el contenido de los tratados más secretos. Se adelantaba a los acontecimientos con embriaguez: ya se veía como prestigioso embajador, confidente escuchado de los poderosos de la tierra, ante quien se inclinaban los más altos personajes. Participaría en el consejo de los príncipes… ¿Acaso no tenía un ejemplo en sus compatriotas Biccio y Musciato Guardi, los famosos financieros toscanos, a quienes los franceses llamaban Biche y Mouche,
(“Cervatilla” y “mosca”, pero también, popularmente, “golfa” y “pinta”. N de la T.)
y que fueron durante más de diez años tesoreros, embajadores y validos del austero Felipe el Hermoso? El lograría aún más. Y algún día se narraría la historia del ilustre Guccio Baglioni, que se había iniciado en la vida derribando casi al rey de Francia, en una esquina de París… Ya el rumor del puerto llegaba hasta él como una aclamación.
El viejo marino arrojó una planchada para unir el muelle con el barco. Guccio pagó el pasaje y dejó el mar por la tierra firme.
Como no transportaba mercadería, no tuvo que pasar por la aduana. Al primer chiquillo que se ofreció para llevar su equipaje le pidió que lo condujera a casa del Lombardo del lugar.
Los banqueros y mercaderes italianos de esta época poseían su propia organización de correos y transporte. Formados en grandes “compañías” que llevaban el nombre de su fundador, tenían factorías en las principales ciudades y puertos. Dichas factorías eran a la vez sucursales de banca. Oficina privada de correos y agencia de viajes.
El agente de la factoría de Dover pertenecía a la “compañía” Albizzi. Se alegró de recibir al sobrino del jefe de la “compañía” Tolomei y lo trató lo mejor que pudo. Le dieron con qué lavarse; sus ropas fueron secadas y planchadas; le cambiaron el oro francés por oro inglés y le sirvieron una abundante comida en tanto que le preparaban un caballo.
Mientras comía, Guccio contó, atribuyéndose un papel importante, cuán terrible tormenta había soportado.
Había también un hombre llegado la víspera. Llamado Boccaccio, viajante por cuenta de la “compañía” Bardi. Venía también de París, donde había asistido al suplicio de Jacobo de Molay y con sus propios oídos había escuchado la maldición. Para describir la tragedia se servía de una ironía precisa y macabra que encantó a los comensales italianos. Este personaje, de unos treinta años, era de rostro inteligente y vivo, labios delgados y mirada que parecía divertirse con todo. Puesto que iba también a Londres, Guccio y él decidieron hacer el camino juntos.
Partieron hacia el medio día.
Recordando los consejos de su tío, Guccio hizo hablar a su compañero, quien, por otra parte, no quería otra cosa. El signor Boccaccio parecía haber corrido mucho. Había estado en todas partes, en Sicilia, Venecia, España, Flandes, Alemania y hasta en Oriente, y había salido con bien de muchas aventuras. Conocía las costumbres de esos países, tenía su opinión personal sobre el valor comparado de las religiones, despreciaba bastante a los monjes y detestaba a la inquisición. Al parecer, las mujeres le interesaban en gran manera. Daba a entender que las había frecuentado mucho; y de muchas de ellas, unas oscuras y otras ilustres, sabía gran cantidad de curiosas anécdotas. Poco caso hacía de su virtud, y su lenguaje se sazonaba, al hablar de ellas, con imágenes que dejaban a Guccio meditabundo. Espíritu libre el tal señor Boccaccio y muy por encima del nivel común.
—Si hubiera tenido tiempo —dijo a Guccio— me habría gustado poner por escrito esta cosecha de historias y de ideas recogidas a lo largo de mis viajes.
—¿Por qué no lo hacéis,
signor
? —respondió Guccio.
El otro suspiró como si confesara un sueño incumplido.
—Troppo tardi. Uno no se hace escritor a mi edad —dijo—. Cuando el oficio de uno es ganar oro, después de los treinta años no se puede hacer otra cosa. Además si escribiera todo esto, quién sabe, tal vez correría el riesgo de ser quemado.
Este viaje, estribo contra estribo, a través de una hermosa campiña verde con un compañero lleno de interés, encantó a Guccio. Aspiraba con placer el aire primaveral, las herraduras de los caballos parecían a sus oídos una feliz canción y pensaba tan bien de sí mismo como su hubiera compartido las aventuras de su compañero.
Por la noche se detuvieron en una posada. Los altos en el camino inducen a la confianza. Con un jarro de godala delante, cerveza fuerte aromatizada con jengibre, pimienta y clavo, el señor Boccaccio contó a Guccio que tenía una amante francesa de quien le había nacido un niño el año anterior, bautizado con el nombre de Giovanni.
(Ese niño sería más tarde el ilustre Boccaccio, autor del Decamerón)
—se dice que los niños nacidos fuera del matrimonio son más listos y vigorosos que los otros—hizo notar Guccio sentenciosamente, pues disponía de algunas trivialidades para nutrir la conversación.
—Sin duda alguna. Dios les otorga dones de espíritu y de cuerpo para compensarles por lo que les quita en herencia y respeto —respondió el
signor
Boccaccio.
—En todo caso, este niño tendrá un padre que podrá enseñarle muchas cosas.
—A menos que no le guarde rencor por haberlo traído al mundo en tan malas condiciones —dijo el viajante de los Bardi.
Durmieron en el mismo cuarto. Al amanecer reanudaron la marcha. Jirones de bruma se adherían aún a la tierra. El señor Boccaccio callaba: no era hombre de amaneceres.
Hacía fresco y el cielo se aclaró pronto. Guccio descubría a su alrededor una campiña cuya gracia lo hechizaba. Los árboles todavía estaban desnudos, pero el aire olía a savia y la tierra verdeaba ya de hierba fresca y tierna. Innumerables setos cortaban el campo y las colinas. El paisaje, con sus valles orlados de florestas, el resplandor verde y azul del Támesis entrevisto desde lo desde lo alto de un monte, una jauría seguida por un grupo de caballeros, todo seducía a Guccio. “La reina Isabel tiene en verdad un hermoso reino”, se repetía.
A medida que pasaban las leguas, aquella reina ocupaba mayor lugar en sus pensamientos. ¿Por qué no agradarle al mismo tiempo que cumplía su misión? La historia de los príncipes y de los imperios ofrecía numerosos ejemplos de cosas más sorprendentes. “Por ser reina, no es menos mujer”, se decía Guccio. “Tiene veintidós años y su esposo no la ama. Los señores ingleses no han de atreverse a cortejarla por temor a disgustar al rey. En tanto que y, mensajero secreto que ha desafiado la tempestad para venir hasta aquí…, doblo la rodilla en tierra, la saludo con un gran vuelo de mi sombrero…, beso el ruedo de su vestido…,”
Ya pulía las palabras con las cuales colocaría su corazón, su astucia y su brazo al servicio de la joven reina de cabellos de oro… “Señora, no soy noble, mas si un libre ciudadano de Siena que vale tanto como cualquier hidalgo. Tengo dieciocho años y es mi
caro
deseo contemplar vuestra belleza y ofrendaros mi alma y mi sangre.”
—Estamos a punto de llegar —dijo el
signor
Boccaccio.
Se hallaba ya en los arrabales de Londres sin que Guccio se hubiera dado cuenta de ello. Las casas se espesaban a lo largo de la ruta. Había desaparecido el buen aroma del bosque: el aire olía a turba quemada.
Guccio miraba en derredor, con sorpresa. Su tío Tolomei le había hablado de una ciudad extraordinaria y sólo veía una interminable sucesión de aldeas compuestas de construcciones de negros muros, callejuelas sucias por donde pasaban flacas mujeres cargadas con pesados fardos, niños andrajosos y soldados de mala catadura.
De pronto, junto con un grupo de gente, caballos y carros, los los viajeros se encontraron frente al puente de Londres. Dos torres cuadradas guardaban su entrada, y entre ellas, por la noche, se tendían cadenas, y se cerraban con enormes puertas. Lo primero que Guccio observó fue una cabeza humana, ensangrentada, clavada en una de las picas que erizaban las puertas. Los cuervos revoloteaban en torno a aquel rostro de cuencas vacías.
—La justicia de los reyes dfe Inglaterra ha funcionado esta mañana —dijo el
signor
Boccaccio—. Así terminan aquí los criminales o los que son llamados de ese modo para desembarazarse de ellos.
—Curiosa Acogida para los extranjeros —dijo Guccio.
—Una manera de prevenirles de que no llegan a una ciudad de florecillas y ternuras.
Este puente era, por entonces, el único tendido sobre el Támesis. Formaba una verdadera calle construida encima del agua, y sus casas de madera, apretadas unas contra otras, albergaban toda clase de tiendas.
Veinte arcos de dieciocho metros de altura, sostenían aquella extraordinaria edificación. Cien años casi habían sido precisos para construirlo, y los londinenses lo mostraban con orgullo.
Un agua turbia remolineaba alrededor de las arcadas; en las ventanas se secaba ropa blanca y las mujeres vaciaban sus baldes en el río.
Comparado con el puente de Londres, el Ponte Veccio de Florencia le parecía a Guccio un juguete; y el Arno, al lado del Tamesis, sólo un arroyo. Lo hizo notar así a su compañero.
—De todos modos, somos nosotros quienes enseñamos todo a los otros pueblos —respondió éste.
Tardaron un tercio de hora en cruzar el puente, tan densa era la multitud, y tan tenaces los mendigos que se les colgaban de las botas.
Al llegar a la orilla opuesta, Guccio vio, a su derecha, la torre de Londres cuya enorme masa blanca se recortaba sobre el cielo gris. Luego, en pos del
signor
Boccaccio, penetró en la ciudad. El ruido y la animación que reinaban en las calles, el rumor de voces extranjeras, el cielo plomizo, el pesado olor de humo que flotaba sobre la ciudad, los gritos que salían de las tabernas, la audacia de las descaradas mujeres, la brutalidad de los escandalosos soldados, todo sorprendió a Guccio.