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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (11 page)

La
prima
comenzaba hacia las seis de la mañana, con la
tercia
se designaban las horas de la media mañana. La
nona
era el mediodía y la mitad de la jornada. Las
vísperas
(con distinción entre altas y bajas vísperas) indicaban el final del día hasta la puesta del sol.)

—De prisa, buen hombre —dijo uno de los pasajeros.

—Se hace lo que se puede. Soy viejo, ¿sabéis? Cincuenta y tres cumpliré para San Miguel. No soy fuerte como vos —respondió el barquero.

Vestía unos harapos y parecía complacerse en adoptar un tono quejumbroso.

A corta distancia, hacia la izquierda, se veían unas luces saltarinas sobre el islote de los Judíos y, más lejos, las ventanas iluminadas de palacio. Por ese lado había gran movimiento de barcas.
(Este islote, río abajo en la punta de la
isla de la Cité
, conocido antiguamente por isla de las Cabras, se llamó después
isla de los Judíos
, a raíz de las ejecuciones de judíos parisienses allí efectuadas.

Unido a otro islote vecino y a la isla misma, para construir el Puente Nuevo, forma hoy el jardín de Vert-Galant.)

—Entonces, ¿no vais a ver cómo se asan los Templarios? —prosiguió el barquero—. Parece que el rey irá con sus hijos. ¿Es verdad?

—Así parece —dijo el pasajero.

—Y las princesas… ¿estarán también?

—No lo sé…, sin duda —dijo el pasajero volviendo la cabeza, para der a entender que no le interesaba proseguir la conversación.

Luego se dirigió en voz baja a su compañero.

—Este hombre no me gusta. Habla demasiado.

El otro pasajero se encogió de hombros con indiferencia y después de un momento de silencio, murmuró:

—¿Quién te avisó?

—Juana, como siempre —respondió el primero.

—¡Querida condesa Juana, cuántos favores le debemos!

A cada golpe de remo se aproximaba la torre de Nesle, alta mole negra erguida contra el negro cielo.

El mayor de los dos pasajeros posó la mano sobre el brazo de su compañero.

—Gualterio —murmuró—. Esta noche me siento feliz, ¿y tú?

—Yo también, Felipe me siento a gusto.

Así, hablaban los hermanos de Aunay, Gualaterio y Felipe, mientras acudían a la cita que Blanca y Margarita les habían dado en cuanto se enteraron de que el rey retendría a sus maridos aquella noche. Y la condesa de Piotiers, celestina una vez más, se había encargado de transmitir el mensaje.

Felipe de Aunay a duras penas contenía su alegría. Habíase extinguido su angustia de la mañana y sus sospechas le parecían vanas. Margarita lo había llamado; Margarita lo esperaba; en breve la tendría en sus brazos y se comprometía a ser el amante más tierno, el más feliz y ardiente que pudiera hallarse.

La barca se arrimó al talud sobre el que se elevaba el enorme muro de la torre. La última crecida del río había dejado una capa de limo.

El barquero tendió el brazo a los dos jóvenes para ayudarlos a saltar a la tierra.

—Entonces, buen hombre, recuerda lo convenido. Nos aguardas sin alejarte y sin dejarte ver —dijo Gualterio.

—Toda la vida, si queréis, mi joven señor, puesto que me pagáis por ello —respondió el barquero.

—Con la mitad de la noche bastará —dijo Gualterio.

Le dio una moneda de plata, doce veces el valor del viaje, y le prometió otra para el regreso. El barquero saludó con una profunda reverencia.

Cuidando de no resbalar ni enfangarse demasiado, los dos hermanos salvaron la corta distancia que los separaba de una poterna, a la que golpearon según una señal convenida. La puerta se abrió.

Una camarera que llevaba un cabo de vela en la mano, los hizo pasar, y luego de haber echado el cerrojo, los presidió por una escalera de caracol.

La gran habitación redonda donde los hizo entrar sólo estaba iluminada por los reflejos de un fuego de leños, en luna chimenea de campana, reflejos que se iban a perder en el entrecruzado de las ojivas del techo.

Al igual que en el cuarto de Margarita, flotaba allí un olor a esencia de jazmín que lo impregnaba todo: las telas recamadas de oro que cubrían los muros, los tapices, las rústicas pieles esparcidas sobre los lechos bajos, según la moda oriental.

Las princesas no se hallaban presentes y la criada salió, diciendo que iba a anunciarles su llegada.

Los dos jóvenes se despojaron de sus mantos y acercándose a la chimenea, extendieron sus manos hacia el calor de las llamas.

Gualterio de Aunay era veinte meses mayor que su hermano Felipe, al cual se asemejaba mucho, pero era más bajo, más sólido y más rubio. Tenía el cuello grueso, las mejillas sonrosadas y tomaba la vida de manera festiva. No tenía, como su hermano, accesos de pasión o de desánimo. Estaba casado, y bien, con una Montmorency de la cual tenía y tres hijos.

—Siempre me pregunto —dijo mientras se calentaba— por qué Blanca me ha tomado por amante e incluso por qué ha tomado uno. Lo de Margarita es fácil de explicar; basta ver a Luis de Navarra con su mirada gacha, sus pies lerdos y su pecho hundido y mirarte a ti, para comprenderlo al instante. Además, hay otras cosas que nosotros sabemos…

Hacía alusión a ciertos secretos de alcoba, al escaso vigor amoroso del joven rey de Navarra y al odio sordo que existía entre ambos esposos.

—Pero lo de Blanca no lo comprendo —prosiguió Gualterio de Aunay—. Su marido es apuesto, más que y… sí. Felipe, no protestes, lo es; Carlos es más guapo, se parece en todo al rey, su padre… La ama y creo que, a pesar de todo lo que diga, también ella lo ama. Entonces ¿por qué? Aprovecho mi suerte, pero no veo la razón. ¿Será porque no quiere ser menos que su prima?

Se oyó un sordo ruido de pasos y cuchicheos en el corredor que unía la torre con el palacio, y aparecieron las dos princesas.

Felipe se adelantó hacia Margarita, pero se detuvo. Acababa de ver en la cintura de su amante la escarcela que tanto lo había irritado aquella mañana.

—¿Qué tienes, mi hermoso Felipe? —preguntó Margarita tendiéndole los brazos y ofreciéndole su boca—. ¿No eres feliz?

—Bien sabes que sí —respondió él fríamente.

—¿Qué pasa, ahora? ¿qué nueva mosca…?

¿Lo haces para molestarme? —preguntó Felipe señalando la escarcela.

Ella rió con voz cantarina.

—¡Celoso mío! ¡Qué tonto eres y cuánto me gustas! ¿No has comprendido que lo hacía por jugar? Pero te la doy, si eso ha de tranquilizarte.

Y desprendió rápidamente la escarcela de su cintura. El joven esbozó un gesto de protesta.

—Mirad este loco —continuó ella—, que se sulfura con la más mínima apariencia.

Y engrosando la voz, imitaba la cólera de Felipe:

—¡Un hombre! ¿Quién es? ¡Lo quiero saber!… ¿Es Roberto de Artois…? ¿Es el señor de Fiennes…?

Nuevamente la risa brotó de su garganta.

—Me la envió una parienta, señor desconfiado, ya que queréis saberlo. Y Blanca y Juana recibieron otro igual. Si fuera presente d amor, ¿te lo podría regalar? Ahora lo es, para ti.

Avergonzado y satisfecho a la vez, Felipe de Aunay admiraba la escarcela que Margarita le había puesto en las manos casi a la fuerza.

Volviéndose a su prima, Margarita agregó:

—Blanca, enseña a Felipe tu escarcela. Y le he dado la mía.

Y al oído de Felipe murmuró:

—Apuesto que dentro de un momento, tu hermano habrá recibido el mismo presente.

Blanca se había recostado en uno de los lechos del rincón más oscuro de la pieza; Guelterio estaba a su lado, rodilla en tierra, cubriéndole de besos la garganta y los manos.

Incorporándose a medias, con voz fatigada y un poco ausente por la espera del placer, preguntó:

—¿No es muy imprudente, Margarita lo que has hecho?

—No —respondió Margarita—, nadie lo sabe, y nosotras no las habíamos llevado todavía. Bastará advertir a Juana. Y además, el regalo de una bolsa ¿no es la mejor manera de agradecer a estos gentiles hombres el servicio que nos hacen?

—Entonces —exclamó Blanca—, no quiero que mi amante sea menos ni vaya menos engalanado que el tuyo.

Y desató su escarcela, que Gualterio aceptó sin muchos miramientos, puesto que su hermano ya lo había hecho.

Margarita miró a Felipe como diciendo: “¿No te lo había anunciado?” Felipe sonrió.

Nunca podría descifrarla ni explicarse su conducta. ¿Era la misma mujer que aquella mañana, cruel u coqueta, se ingeniaba para hacerle morir de celos, y la que ahora, al ofrecerle un regalo de ciento cincuenta libras, se echaba en sus brazos, sumisa, tierna, casi temblorosa?

—Si te amo tanto —murmuró—, creo que es porque no te comprendo.

Ningún otro cumplido podía proporcionarle mayor placer a Margarita. Se lo agradeció hundiéndole los labios en el cuello. Luego se apartó y aguzando el oído dijo:

—¿Oís?, los Templarios. Los conducen a la hoguera.

Con mirada brillante y el rostro animado por una turbia curiosidad, arrastró a Felipe hasta la ventana, una alta tronera tallada como embudo en el espesor de los muros, y abrió la estrecha vidriera.

Un gran rumor de turba penetró en la estancia.

—¡Blanca, Gualterio, venid a ver! —llamó Margarita.

Pero Blanca respondió con un gemido de gozo:

—¡Ah, no! No quiero moverme, estoy muy bien.

Entre las dos princesas y sus amantes hacia mucho que había desaparecido todo pudor y estaban habituados a entregarse, unos delante de otros, a todos los juegos de la pasión. Y Blanca desviaba la mirada y ocultaba su desnudez en los rincones de la sombra, Margarita por lo contrario, experimentaba doble placer al contemplar el amor de los demás, así como ofrecerse a sus miradas.

Por el momento, a ésta última la retenía el espectáculo que se desarrollaba en medio del Sena. Allá abajo, en el islote de los Judíos, cien arqueros dispuestos en círculo mantenían en alto sus antorchas encendidas. Y las llamas, vacilantes por el viento, formaban una concavidad luminosa, en la que se veía con nitidez la enorme pira levantada y los ayudantes del verdugo que apilaban los haces de leña. Más acá de la fila de los arqueros, el islote, destinado por lo general a pasto de ganado, estaba colmado de gente. Muchas embarcaciones, cargadas de personas que querían presenciar el suplicio surcaba el río.

Después de zarpar de la orilla derecha, una barca más pesada que las demás y con hombres armados a bordo acababan de atrancar en el islote. Dos altas siluetas grises, tocadas con extraños sombreros, descendieron precedidas de un monje que portaba una cruz. Entonces el rumor de la turba se convirtió en clamor. Casi al mismo tiempo se iluminó una galería de la torre llamada del Agua, construida en la esquina del jardín del palacio, y en ella se perfilaron algunas sombras. El rey y su consejo acababan de ocupar sus sitios.

Margarita se puso a reír, con una risa larga y aguda que no tenía trazas de terminar.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Felipe.

—Porqué Luis está allí —respondió ella—, y si fuera de día podría verme.

Sus ojos relucían; sus rizos negros danzaban sobre su frente pronunciada. Con rápido movimiento descubrió sus hermosos hombros ambarinos y dejó caer al suelo las ropas, hasta quedar completamente desnuda, como si quisiera, a través de la distancia y de la noche, mofarse del marido a quien detestaba. Atrajo sobre sus caderas las manos de Felipe.

En el fondo de la sala, Blanca y Gualterio yacían uno junto al otro, en indistinto abrazo. El cuerpo de Blanca tenía reflejos nacarados.

Allá abajo, en el centro del río, iba creciendo el griterío. Los Templarios eran atados a la pira a la cual se iba a aplicar el fuego dentro de un momento.

El aira nocturno hizo estremecer a Margarita que se aproximó a la chimenea y permaneció un momento con la mirada fija en las llamas, exponiéndose al ardor de las brasas, hasta que la caricia del calor se hizo insoportable. Las llamas proyectaban reflejos danzantes sobre su piel.

—Arderán, se abrazarán… —dijo con voz jadeante y ronca—. Mientras tanto nosotros…

Sus ojos buscaban en el corazón del fuego infernales imágenes que alimentaran su placer.

Se volvió bruscamente de cara a Felipe, y se ofreció a él, de pie, como las ninfas legendarias se ofrecían a los deseos de los faunos.

En el muro, su sombra se proyectaba, inmensa, hasta las ojivas del techo.

VIII.- “Os cito ante el tribunal de Dios”…

El jardín de palacio sólo estaba separado del islote de los Judíos por un delgado brazo de río. La pira había sido levantada, encarada a la galería real de la torre del Agua.

Los curiosos no cesaban de afluir a ambas orillas del Sena y el islote mismo desaparecía bajo las pisadas de la multitud. Los barqueros hacían su agosto.

Pero la tropa estaba bien alineada. Los guardias deshacían cualquier grupo. Piquetes de hombres armados se hallaban apostados en los puentes y en las bocas de todas las calles que afluían al río.

—Marigny —dijo el rey a su coadjutor, que se hallaba a su lado—, podéis felicitar al preboste.

La agitación que por la mañana se temía que acabara en revuelta, terminaba convertida en fiesta popular, en regocijada apoteosis, en trágica diversión ofrecida por el rey a su capital. Reinaba una atmósfera de feria. Los truhanes se mezclaban con los burgueses que habían acudido con sus familias: las busconas, acicaladas y teñidas, habían abandonado las callejuelas de detrás de Notre Dame, donde ejercían su comercio, y los chiquillos se deslizaban por entre las piernas de la gente para ver el espectáculo desde primera fila. Algunos judíos, apretujados en tímidos grupos y con la divisa amarilla sobre sus mantos, se disponían a contemplar un suplicio que por esta vez no les estaba destinado. Hermosas damas con sobrevestas forradas de piel, deseosas de emociones fuertes se apretaban contra sus galanes y lanzaban intermitentes chillidos nerviosos.

Casi hacía frío; de vez en cuando, una ráfaga estremecía la luz de la antorchas que proyectaban rojos jaspeados sobre el río.

Messire Alán de Pereilles, con la visera del casco levantada y su sempiterna cara de fastidio montaba su corcel delante de los arqueros.

Alrededor de la pira de leña, preparada para la hoguera, que sobrepasaba la altura de un hombre, el verdugo y sus ayudantes, vestidos y encapuchados de rojo, se enfadaban acomodando los haces.

En lo alto de la pira, el gran maestre de los Templarios y el preceptor de Normandía habían sido atados a sendos postes, uno junto al otro. Cubría sus cabezas la infamante mitra de papel de los herejes.

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