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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El rey ciervo (17 page)

BOOK: El rey ciervo
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«¿Por qué engañarme? No es que lo haya olvidado, sino que ya no me permito experimentarlas.» Morgana se analizó desapasionadamente: túnica oscura y lujosa, las joyas de Igraine y las de su predecesora. A Uriens le gustaba verla ataviada como corresponde a una reina. «Algunos reyes matan a sus prisioneros políticos o los esclavizan en sus minas. Si al rey de Gales del norte le place cargar de alhajas a su cautiva y exhibirla a su lado bajo el título de reina, ¿por qué no?» Aun así, sentía en su plenitud el flujo del verano. Hacia abajo, en la ladera, un labriego azuzaba a su buey con exclamaciones. Era la víspera del solsticio.

El domingo un cura llevaría su procesión de antorchas alrededor de los sembrados, entonando salmos y bendiciones. Los aristócratas y los caballeros más ricos, todos cristianos, habían persuadido al pueblo de que, en un país cristiano, aquello era más decoroso que las costumbres antiguas de encender fogatas y convocar a la Diosa con el culto antiguo. No por primera vez, Morgana lamentó no ser sólo una de las sacerdotisas, sin la sangre real de Avalón.

«Aún estaría allá —pensó—, trabajando para la Dama, en vez de ser un náufrago perdido en tierra extraña…» De pronto se volvió para cruzar el jardín en flor, con la mirada baja para no ver los capullos de los manzanos.

«La primavera viene una y otra vez, y la sigue el verano con su fructificación. Pero yo sigo sola y estéril, como esas vírgenes cristianas encerradas entre los muros de los conventos.» Impuso su voluntad a las lágrimas, que últimamente parecían estar siempre a punto de aflorar, y entró. Detrás de ella, el sol poniente extendió su carmesí sobre los sembrados, pero se negó a mirarlo; allí todo era gris y yermo. «Tan gris y yermo como yo.»

Una de las mujeres la saludó diciendo:

—El rey ha vuelto, mi señora, y quiere veros en su alcoba.

—Sí, supongo que sí —dijo Morgana, más para sí misma que para la mujer. Un fuerte dolor de cabeza le oprimía la frente; durante un momento no pudo respirar ni caminar por la oscuridad interior del castillo que, durante todo el frío invierno, se había cerrado en torno a ella como una trampa. Reprochándose tales tonterías, apretó los dientes y entró en la alcoba de Uriens. Lo encontró a medio vestir, tendido en la cama, mientras su criado le frotaba la espalda.

—Has vuelto a fatigarte —dijo Morgana. Y evitó añadir: «Ya no tienes edad para recorrer tus tierras de ese modo.»

Uriens había ido a una población cercana, para mediar en una disputa de tierras. Ahora quería que ella se sentara a su lado y escuchara lo sucedido. Morgana ocupó una silla, prestándole atención sólo a medias.

—Puedes irte, Berec —dijo a su criado—. Mi señora me traerá la ropa. —Y cuando el hombre se fue pidió—: ¿Me frotas los pies, Morgana? Tienes mejores manos que él.

—Claro. Pero tendrás que sentarte en la silla.

Uriens tendió las manos para que su esposa lo ayudara a levantarse. Morgana le puso un escabel bajo los pies y se arrodilló a su lado para restregar los pies flacos y encallecidos, hasta que la sangre subió a la superficie, dándoles nuevamente un aspecto de vida. Luego le masajeó los dedos torcidos con aceites de hierbas.

—Tienes que encargar a tu criado que te haga botas nuevas —le dijo—. Las viejas, con ese desgarro, te harán una llaga aquí. ¿Ves la ampolla?

—Pero las viejas me van tan bien… Y las botas nuevas son siempre duras —protestó él.

—Haz lo que gustes, señor.

—No, no, tienes razón, como siempre. Mañana ordenaré al zapatero que venga a tomarme las medidas para un par.

Mientras guardaba la redoma de aceites y le llevaba un par de viejos zapatos deformados, Morgana pensó: «¿Acaso teme que éste sea su último par de botas?» No quería pensar en lo que la muerte del rey significaría. No quería desear la muerte de alguien que sólo había tenido bondades con ella.

—¿Estás mejor así, mi señor? —preguntó, después de ponerle las zapatillas.

—Estupendo, querida, gracias. Nadie sabe cuidarme como tú.

Morgana suspiró. Tenía razón al decir que las botas nuevas también le harían daño en los pies. Tenía que dejar de cabalgar y quedarse en casa, en su sillón, pero no lo haría.

—Tendrías que dejar que Avalloch se ocupara de estos asuntos. Debe aprender a gobernar a su pueblo.

El primogénito tenía la misma edad que ella. Hacía tiempo que esperaba hacerse cargo del gobierno, pero Uriens parecía capaz de vivir eternamente.

—Cierto, cierto… Pero si no voy personalmente pensarán que su rey no se ocupa de ellos. Tal vez lo haga el próximo invierno, cuando los caminos empeoren.

—Es lo que te conviene —le advirtió ella—. Si vuelves a tener sabañones podrías perder el uso de las manos.

Uriens le sonrió con amabilidad.

—La verdad es que soy anciano, Morgana, y eso no tiene remedio. ¿Es posible que haya cerdo asado para la cena?

—Sí —confirmó ella—, y algunas cerezas tempranas. Me ocupé de eso.

—Eres un ama de casa notable, querida —dijo, cogiéndola del brazo para salir del cuarto. «Cree que es un elogio», pensó Morgana.

Los allegados de Uriens ya se habían reunido para cenar: Avalloch, su esposa Maline y los hijos de la pareja; Uwaine, larguirucho y moreno, con sus tres hermanos de leche y el sacerdote que oficiaba de preceptor; abajo, en la mesa larga, los soldados con sus esposas y los criados de más jerarquía. Cuando Morgana indicó a los criados que llevaran la comida, el hijo menor de Maline prorrumpió en gritos y reclamaciones:

—¡Abuela! ¡Quiero en la falda de la abuela! ¡Quiero comer con ella!

Su madre, una joven rubia y pálida, en avanzado estado de gestación, frunció el entrecejo:

—No, Conn; siéntate como un niño bueno y guarda silencio.

Pero el niño ya había llegado a las rodillas de Morgana, que lo alzó riendo. Maline tenía casi la misma edad que ella, pero los nietos de Uriens le tenían cariño. Estrechó al niño y cortó pedazos de cerdo para alimentarlo de su plato. Luego recortó un trozo de pan y le dio forma de cerdo.

—Aquí tienes más para comer. —Luego se dedicó a su cena.

Aún comía poca carne: tan sólo mojaba el pan en los jugos. Terminó pronto, mientras los otros seguían comiendo, y se dedicó a canturrear al pequeño acurrucado en su regazo. Al cabo de un rato se dio cuenta de que todos la estaban escuchando. Entonces calló.

—Seguid cantando, madre, por favor —dijo Uwaine.

Pero ella negó con la cabeza.

—No, estoy cansada. Escuchad… ¿Qué sucede en el patio?

Se levantó, llamando a uno de los criados para que le iluminara el trayecto hasta la puerta. Con la antorcha en alto a su espalda, vio al jinete que entraba en el amplio patio. El criado dejó su antorcha en uno de los soportes de la pared y corrió a prestarle ayuda para desmontar:

—¡Mi señor Accolon!

El joven se acercó; la capa escarlata se arremolinaba tras él como un río de sangre.

—Señora Morgana —dijo, con una profunda reverencia—. ¿O tendría que llamaros madre?

—No, por favor —protestó, impaciente—. Pasa, Accolon. Tu padre y tus hermanos se alegrarán de verte.

—¿Y vos no, señora?

Se mordió los labios, temiendo súbitamente echarse a llorar.

—Eres hijo de rey, igual que yo. No tengo que recordarte cómo se acuerdan estos enlaces. No fue decisión mía, Accolon. Mientras charlábamos, yo no tenía idea de que…

Se interrumpió. Él la observó durante un momento; luego se inclinó para besarle la mano, diciendo en voz queda, para que el criado no lo oyera.

—Pobre Morgana. Os creo, señora. Que haya paz entre nosotros, madre.

—Sólo si dejas de llamarme madre —dijo con un intento de sonrisa—. No soy tan anciana. Eso está bien para Uwaine.

Pero cuando entraron en el salón Conn volvió a llamar a gritos a su abuela. Morgana rió sin alegría y se agachó para alzarlo, sintiendo los ojos de Accolon fijos en ella. Bajó los suyos al niño que tenía en el regazo, mientras Uriens recibía a su hijo.

Accolon los saludó formalmente a todos. Luego se volvió hacia Morgana, quien dijo brevemente:

—Ahórrame las cortesías, Accolon. Tengo las manos llenas de grasa.

—Como gustéis, señora. —El joven cogió el plato que una de las criadas le ofrecía, pero no dejó de observarla mientras comía.

«Debe de estar furioso conmigo todavía. Pide mi mano por la mañana y por la noche se entera de que estoy comprometida con su padre; sin duda piensa que sucumbí a la ambición.»

—No —dijo al pequeño—: si quieres quedarte en mi regazo, tienes que estarte quieto y no ensuciarme el vestido de grasa.

«Cuando nos vimos por última vez yo iba vestida de escarlata y era la hermana del gran rey, con fama de bruja. Ahora soy abuela, tengo un niño sucio en el regazo, cuido de la casa y azuzo a mi anciano esposo para que cambie de botas.» Tenía aguda conciencia de cada una de sus canas, de cada arruga de su cara. «¿Qué me importa lo que Accolon piense de mí?» Pero le importaba y lo sabía; se sentía vieja, fea y poco deseable. Acalló otra vez al niño, pues Maline había pedido al recién llegado noticias de la corte.

—No hay grandes novedades —dijo Accolon—. Creo que esos tiempos han quedado atrás. En la corte de Arturo hay tranquilidad. El rey aún cumple penitencia por un pecado desconocido: no prueba el vino, ni siquiera en los grandes festines.

—Y la reina, ¿no da señales de gestar un heredero?

—No, aunque una de sus damas me dijo, antes de los juegos, que en su opinión podía estar embarazada.

Maline se volvió hacia Morgana.

—Vos conocíais bien a la reina, ¿verdad, madre?

—Sí. Y en cuanto a ese rumor… bueno, Ginebra se cree embarazada en cuanto el ciclo se le atrasa un solo día.

—El rey es necio —dijo Uriens—. Tendría que repudiarla y tomar a otra mujer que le diera un hijo. Demasiado bien recuerdo el caos que tuvimos cuando se creyó que Uther moriría sin dejar un hijo varón. Ahora habría que establecer la sucesión con firmeza.

Accolon comentó:

—Dicen que el rey ha nombrado heredero a uno de sus primos, el hijo de Lanzarote. Eso no me gusta, Lanzarote es hijo de Ban de Benwick. No queremos a un extranjero como gran rey.

—Lanzarote es hijo de la Dama de Avalón, de la antigua estirpe real —aseguró Morgana.

—¡Avalón! —repitió Maline, desdeñosa—. Éste es un país cristiano. ¿Qué importancia tiene Avalón para nosotros?

—Más de la que pensáis —señaló Accolon—. Se dice que algunos campesinos no están contentos con una corte tan cristiana; recuerdan que Arturo, antes de su coronación, juró respaldar al pueblo de Avalón.

—Así es —confirmó Morgana—; además, porta la gran espada de la Regalía Sagrada.

—Los cristianos no parecen reprochárselo. Ahora recuerdo algunas noticias de la corte: el rey sajón Edric se ha convertido al cristianismo. Se hizo bautizar en Glastonbury, con todo su cortejo, y juró fidelidad a Arturo en nombre de su pueblo.

—¿Arturo, rey de los sajones? ¡Qué maravilla! —comentó Avalloch.

—Puede que el rey case a su hija con el hijo de Lanzarote para terminar con todas estas guerras. Y allí estaba Merlín, sentado entre todos los consejeros, como si fuera muy buen cristiano.

—Ginebra debe de estar feliz —comentó Morgana—. Siempre dijo que Dios había dado a Arturo la victoria en Monte Badon por llevar el estandarte de la Virgen, para que pusiera a los sajones bajo el manto de la Iglesia.

Uriens se encogió de hombros, diciendo:

—Yo no confiaría en ningún sajón, aunque llevara mitra de obispo.

—Tampoco yo —se sumó el primogénito—, pero, al menos, mientras recen y hagan penitencia no saldrán a quemar aldeas. Por cierto, ¿qué puede estar purgando Arturo, que parece buen hombre, con una penitencia tan larga? ¿Lo sabéis vos, señora Morgana, que sois su hermana?

—Su hermana, no su confesor. —Notó que su voz sonaba seca y guardó silencio. «Conque Arturo todavía cumple penitencia y ese anciano Patricio tiene su alma en prenda. ¿Qué opinará Ginebra de esto?»

—Contadnos más de la corte —suplicó Maline—. ¿Qué ropa usa la reina?

Accolon se echó a reír.

—No sé nada de prendas femeninas. Dicen que su prima Elaine ha dado a Lanzarote una hija. ¿O fue el año pasado? Y en la corte del rey Pelinor hay un escándalo; parece que su hijo Lamorak fue a Lothian con una misión y ahora habla de casarse con la viuda de Lot, la anciana reina Morgause.

Avalloch rió entre dientes.

—Ese muchacho debe de estar loco. Morgause tiene cincuenta años, al menos.

—Cuarenta y cinco —aclaró Morgana—. Tiene diez más que yo. —Y se preguntó por qué revolvía así el puñal en su herida. «¿Quiero acaso que Accolon comprenda lo anciana que soy, abuela de esta prole?»

—Está loco, en verdad —confirmó aquél—. Canta baladas, luce la liga de la señora y tonterías por el estilo.

—Supongo que esa liga, a estas alturas, ha de servir para riendas de caballo —dijo Uriens.

Accolon negó con la cabeza.

—No. He visto a esa mujer y todavía es hermosa. La madurez le sienta bien. Pero ¿qué puede buscar ella en un muchacho inexperto como Lamorak, que no pasa de los veinte años?

—O un muchacho como él en una anciana —insistió Avalloch.

—Puede que la señora sea experta en la cama —sugirió el padre, con una risa lasciva—. Evidentemente no pudo aprender del anciano Lot, pero sin duda tuvo otros maestros.

Maline protestó, arrebolada:

—¡Por favor! ¿Os parece una conversación decorosa para una familia cristiana?

—Si no lo fuera, hija mía —aseveró Uriens—, dudo que vuestra cintura tuviera ese tamaño.

Morgana intervino con aspereza:

—Si ser cristianos significa no hablar de lo que no nos avergüenza hacer, no quiera la Diosa que yo lo sea jamás.

—Aun así —reconoció el mayor—, no está bien contar chismes sucios sobre la tía de la señora Morgana.

—La reina Morgause no tiene esposo que se ofenda y no tiene que dar explicaciones a nadie —dijo Accolon—. Sus hijos deben de estar muy satisfechos de que se contente con un amante en vez de casarse. ¿No es también duquesa de Cornualles?

—No —dijo Morgana—. Cornualles pertenecía a Igraine; supongo que ahora es mío.

De pronto la invadió la nostalgia por aquella región apenas recordada, con el lúgubre contorno del castillo bajo el cielo, sus acantilados, el ruido eterno del mar. «¡Tintagel, mi hogar! Aunque no pueda volver a Avalón, tengo una patria.»

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