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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El rey ciervo (15 page)

BOOK: El rey ciervo
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8

T
ras separarse de Arturo y Ginebra, Morgana se echó una capa encima y salió precipitadamente, sin preocuparse de la lluvia. Caminó sola por las altas fortificaciones; al pie de la colina se amontonaban las tiendas de los caballeros, reyes menores e invitados. Pese a la lluvia, los estandartes y las banderas flameaban alegremente. Pero el cielo estaba oscuro, con densos nubarrones que casi alcanzaban a tocar la cumbre del cerro. El Espíritu Santo podría haber escogido un día mejor para descender sobre su pueblo…, y especialmente sobre Arturo.

Oh, sí, Ginebra no le daría paz hasta que se hubiera puesto en manos de los curas. ¿Y qué pasaría con el juramento hecho a Avalón?

Sin embargo, si el destino quería que Gwydion ocupara un día el trono de su padre… nadie podía escapar de su destino.

Tuvo la sensación de que, a su alrededor, el mundo se tornaba gris y extraño, como si se encontrara entre las brumas de Avalón; sentía un extraño zumbido en la cabeza.

En el aire parecía haber un terrible clamor que la ensordecía. Eran las campanas de la iglesia, llamando a misa. No podía ir a sentarse tranquilamente allí, escuchando con amable atención sólo porque las damas de la reina tenían que dar ejemplo a los demás. Los muros la sofocarían: el humo del incienso y los murmullos de los curas acabarían por enloquecerla. Era mejor quedarse allí, bajo la lluvia clara. Por fin recordó cubrirse el pelo con la capucha; las cintas del peinado ya estaban mojadas. Cuando se las quitó le mancharon los dedos de rojo; qué mal teñidas estaban, para ser tan caras.

Pero la lluvia amainaba y la gente empezaba a caminar entre las tiendas.

—Hoy no habrá justas —dijo una voz tras ella—. De lo contrario os pediría una de esas cintas que os estáis quitando para llevarla al combate como prenda de honor, señora Morgana.

Ella parpadeó, tratando de dominarse. El hombre era joven y esbelto, de pelo y ojos oscuros; tenía un aire familiar, pero no llegaba a recordarlo.

—¿No me reconocéis, señora? —le reprochó—. Sin embargo, me dijeron que, hace un año o dos, apostasteis una cinta por mí contra quienes creían invencible a Lanzarote.

Nunca había conocido el resultado de aquella apuesta.

—Claro que os recuerdo, señor Accolon; pero no olvidéis que aquella fiesta de Pentecostés concluyó con el brutal asesinato de mi madre tutelar.

De inmediato él se puso contrito.

—Perdonadme por traeros a la memoria una ocasión tan triste. Y supongo que tendremos muchas justas y combates antes de partir; ahora que no hay guerra en el país mi señor Arturo quiere asegurarse de que sus legiones aún están en condiciones de defendernos.

—¿Echáis de menos los días de batallas gloriosas?

El joven tenía una sonrisa simpática.

—Combatí en Monte Badon —dijo—. Fue mi primera batalla y estuvo a punto de ser la última. Es mejor medirse con amigos para que las señoras hermosas se entretengan y nos admiren.

Mientras charlaban se habían acercado a la iglesia; el tañido de las campanas casi ahogaba su voz, agradable y musical. Morgana se preguntó si sabría tocar la lira. De pronto volvió la espalda a las campanas.

—¿No vais a misa, señora?

Con una sonrisa, bajó los ojos hacia las muñecas de Accolon y deslizó un dedo por una de las serpientes que allí se enroscaban.

—¿Y vos?

—No sé. Quizá para ver a mis amigos… No, creo que no. Habiendo una señora con quien charlar.

Morgana dio a su voz un tinte de ironía.

—¿No teméis por vuestra alma?

—Oh, mi padre es religioso por los dos. Ahora que no tiene esposa, debe de estar estudiando el terreno para su próxima conquista, a pesar de sus años.

—¿Perdisteis a vuestra madre, señor Accolon?

—Sí, antes de ser destetado, y también a mis tres madrastras. Mi padre no necesita más herederos, pues tiene tres hijos varones, pero quiere una mujer, aunque su primogénito ya está casado y con un hijo.

—¿Fuisteis el hijo de su vejez?

—De su madurez —corrigió Accolon—. No soy tan joven De no haber sido por la guerra me habría educado en Avalón para el sacerdocio.

—Pero conserváis las serpientes.

Él asintió.

—Y algo de aquella sabiduría, aunque no lo suficiente para mi gusto. —Y agregó con una sonrisa—: Mi padre me dijo que también buscaría esposa para mí. Lamento que no seáis hija de un hombre menos importante, señora.

Morgana sintió que enrojecía como una muchacha.

—Oh, tengo demasiada edad para vos. Y soy hermana del rey sólo por parte de madre. Mi padre fue el duque Gorlois.

Hubo un breve silencio. Luego Accolon dijo:

—En estos tiempos puede ser peligroso lucir las serpientes. Se decía que Arturo había ascendido al trono con el apoyo de Avalón, pero se ha vuelto tan cristiano…

—Cierto. —Por un momento la sofocó la ira—. Sin embargo, aún porta la espada de los druidas.

Accolon la miró con más atención.

—Y vos tenéis la media luna de Avalón.

Morgana se ruborizó. Todos habían entrado ya en la iglesia y las puertas estaban cerradas.

—La lluvia arrecia, señora Morgana. Vais a empaparos. Tenéis que entrar. Pero ¿os sentaréis a mi lado durante el festín?

Ella vaciló, sonriente. Con toda seguridad, Arturo y Ginebra no querrían su presencia en la mesa principal. Accolon seguía esperando su respuesta, con la cara expectante vuelta hacia ella. «Si yo quisiera me besaría, me imploraría el favor de una sola caricia.» La certeza le curó el orgullo. Le dedicó una sonrisa deslumbrante.

—Sí, por supuesto, si podemos sentarnos lejos de vuestro padre.

Y de pronto cayó en la cuenta de que así la había mirado Arturo. «Eso es lo que Ginebra teme. Sabe lo que yo ignoraba: que si alargara la mano podría hacer que él dejara de prestarle atención, pues me ama aún más que a ella. No lo quiero sino como hermano, pero ella no lo sabe y teme que lo seduzca otra vez.»

—Os lo ruego, entrad a cambiaros de ropa —amonestó severamente el joven.

Y Morgana le estrechó la mano

—Nos veremos en el festín.

Durante toda la misa Ginebra permaneció sola, tratando de dominarse. A escondidas, sus dedos vagaban sobre el vientre; por la mañana habían yacido juntos, quizás a principios de febrero tuviera en los brazos al heredero del reino. Miró a Lanzarote, que estaba al otro lado de la iglesia, arrodillado junto a Elaine. Llena de envidia, notó que la cintura de su prima empezaba a hincharse otra vez. «Y ahora Elaine se pavonea junto al hombre que yo amé durante tanto tiempo, con el hijo que yo habría debido tener. Bueno, he de bajar la cabeza durante un tiempo; no me hará daño fingirme convencida de que ese niño heredará el trono… Ah, qué pecado, estoy llena de orgullo.»

La iglesia estaba atestada, como siempre en aquella fecha. Arturo estaba pálido y callado tras haber hablado con el obispo. Arrodillada a su lado, lo encontró desconocido, mucho más desconocido que cuando compartió su cama por primera vez.

«No tendría que haber discutido con Morgana… ¿Por qué me siento culpable? La pecadora es ella. Yo estoy absuelta.»

Morgana no estaba en la iglesia; sin duda no había tenido el descaro de ir a misa sabiéndose descubierta. Incestuosa, pagana, bruja, hechicera.

El oficio pareció durar una eternidad, pero al fin se impartió la bendición y la gente empezó a salir. Durante un momento se encontró con Elaine y Lanzarote, que rodeaba protectoramente a su esposa con un brazo, para que no la empujaran. Ginebra alzó la vista para no ver el vientre hinchado de su prima.

—Hacía mucho que no os veíamos en la corte —comentó.

—Ah, es que en el norte hay mucho quehacer —explicó Lanzarote.

—Confío en que no haya más dragones —intervino Arturo.

—No, a Dios gracias. —Lanzarote sonrió—. ¡Dios me perdone por haberme burlado de Pelinor cuando hablaba de ese monstruo! Pero como no quedan sajones que matar, tendremos Que lanzarnos contra los dragones y los bandidos.

Elaine sonrió tímidamente a la reina.

—Mi esposo es como todos los hombres. Prefiere pelear a quedarse en casa, disfrutando de la paz que tanto les costó ganar.

Ginebra preguntó, observando su cuerpo henchido:

—¿Cuándo darás a luz? ¿Crees que será otro varón?

—Eso espero. No quiero niñas —dijo Elaine—, pero será lo que Dios quiera. ¿Dónde está Morgana, que no ha venido a la iglesia? ¿Está enferma?

Ginebra sonrió desdeñosamente.

—Ya sabes lo buena cristiana que es.

—Pero somos amigas. Por mala cristiana que sea, la amo y rezaré por ella.

«Falta le hace —pensó la reina, rencorosa—. Te casó para fastidiarme.» Los dulces ojos azules de Elaine le resultaban empalagosos, falsa su voz. Si la escuchaba un momento más acabaría por estrangularla. Se disculpó para alejarse y Arturo fue tras ella.

—Esperaba que Lanzarote pasara algunas semanas con nosotros —dijo—, pero quiere partir nuevamente hacia el norte. Dijo que, si lo deseas, Elaine puede quedarse para no regresar sola estando tan cerca del parto. Tal vez Morgana eche de menos a su amiga. Bueno, resolvedlo entre mujeres. —La miró con cara triste—. El arzobispo dijo que hablaría conmigo en cuanto acabara la misa.

Quiso retenerlo, sujetarlo con las dos manos, pero las cosas ya habían ido muy lejos.

—Morgana no estaba en la iglesia —observó Arturo—. ¿Le dijiste algo, Ginebra…?

—No le he dicho una palabra para bien o para mal —respondió con voz chillona—. Y no me importa dónde esté. ¡Ojalá sea en el infierno!

Él abrió la boca. Por un momento Ginebra pensó que iba a regañarla; perversamente, deseó su ira. Pero se limitó a suspirar, con la cabeza gacha.

—Ginebra, te lo suplico, no sigas discutiendo con ella. Ya ha sufrido demasiado.

Y luego, como avergonzado de su ruego, se alejó bruscamente hacia el arzobispo.

Dentro del castillo había mucho quehacer. Todo el mundo se dedicó a saludar a los viejos amigos y a intercambiar noticias, de modo que la ausencia del rey paso casi desapercibida. Pero al fin, cuando las evocaciones se desvanecieron, los concurrentes empezaron a murmurar. La comida se enfriaba, pero no era posible dar comienzo al festín si el rey no estaba allí. Ginebra ordenó escanciar vino, cerveza y sidra, sabiendo que, cuando se sirviera la comida, casi todos estarían demasiado borrachos para percatarse de nada. Vio a Morgana sentada a cierta distancia, riendo y charlando con un joven desconocido que lucía las serpientes de Avalón en las muñecas. ¿Pensaría seducirlo con hechicerías, como a Lanzarote y al Merlín?

Cuando al fin entró Arturo, con paso lento y pesado, la invadió la aflicción; nunca lo había visto así, salvo cuando estuvo a punto de morir por una herida. De pronto comprendió que la lesión era esta vez más profunda, en el alma, y por un momento se dijo que Morgana había hecho bien en ahorrarle el conocimiento. No: ella, su devota esposa, había garantizado la salud de su alma y su posterior salvación.

Arturo había reemplazado su atuendo festivo por una túnica sencilla, sin adornos; tampoco llevaba la corona, y el pelo dorado parecía opaco y encanecido. Cuando entró, todos sus caballeros rompieron en aplausos y vítores, que aceptó con una sonrisa. Por fin alzó una mano.

—Lamento haberos hecho esperar. Perdonad, por favor, y empezad a comer.

Ocupó su lugar, suspirando. Los sirvientes comenzaron a pasar con marmitas y bandejas humeantes. Ginebra dejó que uno de los mayordomos le pusiera unos trozos de pato asado en el plato, pero sólo jugó con la comida. Al cabo de un rato se atrevió a mirar a su esposo. Pese a la abundancia de carnes, sólo tenía en el plato un trozo de pan sin mantequilla; en su copa sólo había agua.

—No comes nada.

Su sonrisa fue irónica.

—No es porque desprecie la comida. Ha de estar tan sabrosa como siempre, amor mío.

—Pero no es bueno ayunar en un día de fiesta…

Arturo hizo una mueca impaciente.

—Bueno: si quieres saberlo, el obispo dijo que no puede absolver un pecado tan grave con una penitencia común. Y como era lo que deseabas de mí, pues… —alargó las manos en un gesto de fatiga—. Aquí estoy, en la fiesta de Pentecostés, en camisa y sin atavíos, con mucho ayuno por delante. Pero te he dado el gusto, Ginebra.

Levantó su taza para beber agua, muy resuelto, y ella comprendió que no tenía que decir nada más. Pero no era eso lo que había querido. Ginebra endureció todo el cuerpo para no volver a llorar. Todas las miradas estaban fijas en ellos; ya era bastante escandaloso que el rey ayunara en su fiesta. Fuera, la lluvia golfeaba el tejado. En el salón imperaba un extraño silencio. Por fin Arturo pidió música.

—Que Morgana cante para nosotros. ¡Es mejor que ningún juglar!

«¡Morgana, Morgana, siempre Morgana!» Pero ¿qué podía hacer? Notó que su cuñada ya no llevaba el sayo de color de la mañana, sino algo oscuro y sobrio, como de monja. Sin sus cintas carmesíes no parecía tan ramera. La vio coger la lira y acercarse a la mesa del rey para cantar.

Como Arturo parecía desearlo, había cierta alegría. Cuando Morgana terminó otros cogieron la lira. Se veía mucho movimiento de mesa en mesa, charlas, cantos, brindis.

Cuando Lanzarote se acercó a ellos, Arturo lo hizo sentar a su lado, como en los viejos tiempos. Los criados llevaban grandes bandejas de dulces, frutas y pasteles. Mientras charlaban de naderías, Ginebra se sintió momentáneamente feliz; era corno antes, cuando todos eran amigos y entre todos había amor. ¿Por qué no habían podido seguir así?

Al cabo de un rato Arturo se levantó, diciendo:

—Iré a hablar con los caballeros más ancianos. Todavía tengo las piernas jóvenes, mientras que ellos están muy envejecidos. Pelinor ya no podría combatir ni con el perrillo faldero de Elaine.

—Desde que nos casamos es como si ya no tuviera nada que hacer en la vida —dijo Lanzarote—. Cuando un hombre llega a esa conclusión suele tardar poco en morir. Espero que no sea el caso; amo a Pelinor y espero que nos acompañe durante mucho tiempo. —Sonrió con timidez—. Por primera vez tengo un pariente que me trata como a un hijo, y hermanos no he tenido nunca.

Arturo sonrió por primera vez desde que saliera de las habitaciones del obispo.

—¿Los primos no cuentan, Galahad?

Lanzarote le estrechó la muñeca.

—Dios no permita que olvide eso, Gwydion.

Por un momento Ginebra pensó que iban a abrazarse, pero Arturo dejó caer la mano y se levantó deprisa.

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