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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (8 page)

—A Wray —respondió Stephen; y mientras hablaba, oyeron a alguien en la
Surprise
gritar que se acercaba una lancha.

Entre la confusión que siguió, escucharon claramente la palabra
carta.

—Killick, corre a cubierta para ver si ha llegado el correo —ordenó Jack.

Ambos se quedaron inmóviles esperándole con el tenedor en la mano. Stephen estaba ansioso por saber qué efecto habían producido en Diana la primera carta que había escrito y las que le había enviado desde Brasil y el sur del Atlántico, mientras que Jack deseaba con impaciencia saber la opinión de Sophie acerca de la visita de Samuel.

—No, señor —dijo Killick al regresar—. Trajeron solamente una carta, una carta del capitán Pullings para Mowett. Los suecos se detuvieron junto al barco donde él viajaba como pasajero y, puesto que permanecieron allí media hora para pasar el rato, el capitán Pullings escribió rápidamente esa carta al señor Mowett. Dicen que después de dejar a los norteamericanos harán escala en Inglaterra en el viaje de regreso, y que si tenemos cartas que enviar, las llevarán con mucho gusto.

—¿Crees que merece la pena escribir? —preguntó Stephen.

—Creo que no —contestó Jack, que había interrumpido bruscamente su carta-serial a Sophie el día que Sam había llegado—. Ya estamos a poco más de mil leguas de nuestro país y es probable que lleguemos antes que ellos, ya que ese barco sueco no es más que una gata de popa alta ¿sabes? No es que esté precisamente ansioso por llegar —añadió en voz más baja y luego ordenó—: Killick, pregúntale a Mowett si quiere tomar café con nosotros.

El primer teniente llegó al mismo tiempo que la humeante cafetera, y su rostro radiante iluminó el camarote. Incluso en circunstancias normales, su rostro dibujaba una franca y agradable sonrisa, pero en ese momento irradiaba felicidad, y los dos hombres sonrieron a pesar de su tristeza.

—¿Qué ha pasado, mi querido James Mowett? —preguntó Stephen.

—Van a publicar mis poemas, señor. Van a recopilarlos en un libro —añadió y soltó una alegre carcajada.

—Pues te felicito —dijo Jack mientras le estrechaba la mano—. ¡Killick! Killick, trae una botella de coñac de Nantes.

«Eso es justo lo que iba a hacer», dijo Killick para sí mismo. Por supuesto, lo había oído todo, y aunque no era frecuente que un oficial de marina publicara un libro de poesías, sabía cómo debía celebrarse el acontecimiento.

Mowett explicó que había confiado el manuscrito a su amigo Tom Pullings, quien había encontrado a un excelente editor, un tipo estupendo que quería publicarlo y ponerlo a la venta el 1 de junio, el glorioso 1 de junio. Ese generoso caballero amaba la poesía y la Armada y había hecho a Mowett, a través de Tom, una magnífica oferta: sólo tendría que pagar el coste de impresión, el papel, la publicidad y una pequeña cantidad para que la prensa diera su opinión, y la mitad de los beneficios sería para él. También había dicho que Murray, una editorial de mucha menos categoría que la suya, había vendido cinco ediciones del libro de Byron en nueve meses, y eso que el libro de Byron no era tan largo. Tom había aceptado la oferta al instante, porque a la ocasión la pintan calva. El caballero pensaba que el libro quedaría muy bien en cícero y en octavo y que podría encuadernarse por media guinea. Naturalmente, él tendría que cederle los derechos de autor de ese libro y de todos los siguientes.

—¿Qué es cícero? —preguntó Jack.

—Sabe Dios, señor —respondió Mowett, riendo alegremente—. Debo preguntárselo al señor Martin, que lo sabe todo sobre libros.

—Vamos a pedirle que celebre con nosotros este triunfo de nuestra fragata y que nos comente los aspectos técnicos de la edición —dijo Stephen.

Cuando Martin era un clérigo sin ningún beneficio eclesiástico, había pasado algunos años de penalidades trabajando duramente como traductor, compilador y corrector de galeradas para varios editores. Sabía mucho de ese negocio y enseguida se percató de que el tipo de quien hablaba Mowett se parecía más a Barrabás que la mayoría de los editores; sin embargo, un momento después de adoptar una expresión grave, se sumó a la celebración y explicó —no sin cierta satisfacción, pues lo había pasado muy mal a causa de las malditas jaretas y otros cabos— que cícero era un tipo de letra con la que podían escribirse seis emes en una pulgada y que las dimensiones de todos los libros, que podían ser de tamaño folio, cuarto, octavo, doceavo y otros más pequeños, resultaban de doblar el pliego original una vez, dos veces, tres veces y así sucesivamente, según el caso. Añadió que los pliegos tenían varios tamaños y nombres, como pliegos alargados, prolongados, apaisados, verticales y muchos otros. Después habló de las dificultades que representaba la distribución, del impenetrable misterio de que unos libros se vendieran y otros no y del papel que desempeñaban los críticos, quienes, según él, eran una mezcla de caballeros, rufianes instruidos, borrachos y tipos fáciles de sobornar.

Llegó un momento en el que aquello parecía no acabarse nunca, pero como era bien educado, Mowett logró dominarse y empezó a pensar que si poner en la portada «Por un oficial de alto rango» haría que los críticos le respetaran más o si era mejor poner «Por J. M., oficial de la Armada Real». Por fin dijo:

—Naturalmente, señor, Tom me dijo que le presentara sus respetos y que transmitiera su afecto a todos los oficiales. También me encomendó decirle que había hecho un viaje de regreso sorprendente. Les persiguió a toda velocidad el barco corsario más potente que jamás se haya visto, y aunque el
Danaë
navega con rapidez, como todos sabemos, ¡ja, ja, ja!, tuvo que aumentar la velocidad de una manera asombrosa. Desplegó las bonetas, las arrastraderas, en fin, el conjunto de velas apropiado para ganar velocidad, y, a pesar de todo, el barco corsario habría apresado el suyo si una ráfaga de viento no le hubiera roto el velacho una noche.

—Ese debe de ser el
Spartan
—dijo Jack—. El almirante me habló de él. Es de una sociedad formada por franceses y norteamericanos y especializada en la captura de mercantes que comercian con las Antillas. A los mercantes que vienen hacia aquí los lleva a New Bedford, y a los que van hacia sus países de origen, generalmente cargados de azúcar, les saca el cargamento y lo pasa a una
chasse-marées
[6]
frente a la costa francesa para poder eludir el bloqueo. Suele patrullar a barlovento de las islas Azores.

—Efectivamente. Fue allí donde empezó a perseguir al
Danaë
. Dice Tom que sus hombres eran muy astutos, pues por el velamen, la bandera, los uniformes, las señales y otras cosas el navío se asemejaba mucho a un barco de guerra portugués, tanto que dejó que se acercara hasta estar casi al alcance de sus cañones antes de percatarse del engaño y alejarse. Asegura que parecía un auténtico barco de guerra.

—Pero, ¿los barcos corsarios no son barcos de guerra? —preguntó Stephen.

Jack y Mowett fruncieron los labios en señal de desaprobación, y después de un momento, Jack dijo:

—Bueno, en un sentido estricto podría decirse que sí son barcos de guerra, barcos de guerra privados, pero nadie los llama así.

—Algunos los llaman barcos con patente de corso —dijo Mowett—, y eso suena un poco mejor.

—No sé absolutamente nada sobre los barcos corsarios —reconoció el señor Martin.

—Pues son barcos armados que se utilizan para apresar embarcaciones enemigas. Generalmente sus propietarios son comerciantes y armadores que no pueden continuar sus actividades debido a la guerra, y el Almirantazgo les da un documento autorizándoles para hacer el corso y tomar represalias contra los enemigos. Pueden capturar los barcos de las naciones enemigas que figuren en ese documento, y si después los barcos son declarados presas de ley, incluso pueden quedárselos, como hacemos nosotros. Además, reciben dinero por los hombres que capturan, como nosotros en la Armada, que recibimos cinco libras por cada hombre que esté a bordo de un navío enemigo al principio de la batalla.

—Entonces forman algo muy parecido a la Armada, con la diferencia de que el rey no tiene que darles los botes, es decir, los barcos.

—¡No, no, es muy diferente! —exclamó Jack.

—No se parece en nada —aseguró Mowett.

—A menudo he oído a la gente referirse a los corsarios con frases reprobatorias, como por ejemplo: «Cerdo corsario, vete a otra parte», lo cual demuestra, sin duda, desaprobación —dijo Stephen.

—Perdonen mi torpeza —señaló Martin—, pero si tanto los barcos de guerra públicos como los privados entorpecen las actividades comerciales del enemigo, apresan sus mercantes y lo atacan con autorización del Gobierno, no veo la diferencia entre ellos.

—No se parecen en nada —insistió Jack.

—No. Son muy diferentes —corroboró Mowett.

—Amigo mío —dijo Stephen—, debe usted tener en cuenta que el principal interés de los corsarios son las ganancias, pues viven de los mercantes capturados, mientras que los caballeros de la Armada Real viven de la gloria y desdeñan los botines.

Jack y Mowett se rieron, pero no con tantas ganas como Martin y Stephen, que habían visto a los caballeros de la Armada perseguir veloces mercantes con los ojos casi fuera de las órbitas y todos los músculos tensos.

—Bueno señor —dijo Jack—, reconozco que nosotros nos esforzamos por apresar primero los barcos de guerra del enemigo y a veces lo logramos, aunque sea a cambio de recibir profundas heridas; sin embargo, no se puede decir lo mismo de los corsarios, quienes, como ha dicho el doctor, están interesados principalmente en el metal, es decir, en las ganancias. Algunos se preocupan tanto por ellas que cruzan la línea que separa hacer el corso de la piratería. Eso es lo que les ha dado mala reputación, eso y el tipo de hombres que llevan en sus barcos; sobre todo los que operan cerca de las costas, que simplemente quieren disponer de un grupo de rufianes decididos a abordar los mercantes y derrotar a sus tripulantes.

—La última vez que estuve en Londres oí decir a un caballero experto en estadística que el número de corsarios se eleva a cincuenta mil —anunció Stephen.

—Me sorprende usted —confesó Martin—. Es un tercio del número de marinos e infantes de marina juntos.

Jack seguía pensando en sus cosas y de pronto dijo:

—Pero no crea que todos los barcos corsarios son iguales. La mayoría de ellos son magníficos navíos, construidos para navegar a gran velocidad, y con una tripulación excelente, a menudo integrada por marineros de primera y oficiales respetables. Muchos tenientes sin empleo han tomado el mando de barcos corsarios en vez de dejarlos que se pudran en la playa. Conozco a uno, William Foster, un tipo estupendo, que lo hizo. Éramos compañeros en el
Euryalus
. ¿Recuerdas, Mowett, que nos encontramos con él en el canal de la Mancha y que nos rogó que no nos lleváramos a ninguno de sus hombres? Estuvo a punto de hacer una fortuna cuando apresó un mercante de Hamburgo abarrotado de seda y especias, pero siempre ha tenido mala suerte, y por unas cuestiones legales u otras el barco no fue declarado presa de ley por el tribunal competente.

—¡Dios mío! —exclamó Mowett—. Le ruego que me perdone, señor, pero la carta de Tom Pullings me trastornó de tal modo que me olvidé de pedirle que mañana nos honrara con su presencia en la sala de oficiales. Vamos a ofrecer una comida de despedida a los oficiales norteamericanos, bueno… a los que estén en condiciones de asistir.

—Eres muy amable, Mowett —dijo Jack—, pero me parece que el tribunal no suspenderá la sesión por lo menos hasta las tres y no sería muy indicado que tus invitados esperaran hasta entonces. Comeré algo en el buque insignia y me reuniré con vosotros para tomar el postre. Siento no poder atender a esos hombres como es debido.

El tribunal no levantó la sesión hasta pasadas las cuatro, ya que había que ocuparse de muchos asuntos ese día. Cuando el capitán Aubrey y el doctor Maturin regresaban a la
Surprise
en la falúa, se dieron cuenta de que la comida de despedida aún no había terminado y que era una comida muy alegre, pues oyeron a muchos reír y cantar. Entonces comprendieron que tendrían que cambiar su expresión grave y triste. El juicio en sí mismo había bastado para entristecer a Jack, sobre todo porque parecía que al cabo de dos días, el sábado, se empezaría a dictar sentencia, y sólo había una clase de sentencia que dictar. Cuando ya se había levantado la sesión, Goole dijo:

—Hemos adelantado mucho el trabajo hoy, caballeros. El almirante espera que terminemos mañana para que pueda confirmar cuanto antes las sentencias que dictemos y hacer que se cumplan al día siguiente.

—¡Pero si el día siguiente es domingo! —exclamó el joven capitán, que sabía muy bien que todos los hombres juzgados serían declarados culpables y sentenciados a muerte.

—Eso es lo importante —respondió Goole—. Los ahorcamientos en domingo son muy poco frecuentes. Si termináramos de dictar sentencia el lunes, tendrían lugar el martes, y eso es algo muy común, aunque en este caso son muchos los que van a ser colgados; y si esperamos al otro domingo, no tendrían el mismo efecto.

Por otro lado, poco después de que se levantara la sesión, el señor Stone se había encontrado en la desierta toldilla con Stephen —que había estado atendiendo a sus pacientes, primero al almirante y luego al delirante señor Waters, durante mucho tiempo— y le había dicho:

—¡Doctor Maturin! Tengo una noticia muy interesante para el capitán Aubrey. Ya sabe que a la secretaría llegan noticias muy curiosas. Mi informador, un hombre fiable, me ha dicho que el
Spartan
salió hace cinco días de New Bedford a patrullar y que lleva provisiones para tres meses.

Habló en el tono apropiado para un asunto confidencial, y era obvio que deseaba que Stephen supiera que él también,
él también
, estaba relacionado con el espionaje y que no le importaría hablar un poco del tema.

Para repeler el ataque y tener la certeza de que Stone no volvería a cometer la tontería de tomarse libertades con él, Stephen mantuvo su impenetrable reserva y fingió ser estúpido. Era consciente de que en lugares donde en principio estaba a salvo también podía levantar sospechas respecto a doble función y de que mientras más se propagara esa información estaría menos seguro y sería menos útil.

—¡Ah, ya está usted aquí, señor! —gritaron todos cuando el capitán de la
Surprise
entró en la sala de oficiales con una expresión alegre y agachando la cabeza para no golpearse con los baos, como lo había hecho durante tantos años.

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