—Muy bien, señor. No encontré la
Norfolk
en el Atlántico, como esperaba, pero al sur de las islas Malvinas recuperé el paquebote que su capitán había capturado, el
Danaë…
—Lo sé. El capitán que viajaba con usted como voluntario… ¿Cómo se llama?
—Pullings, señor. Thomas Pullings.
—¡Ah, sí! El capitán Pullings lo trajo aquí para cargar madera y agua antes de llevarlo a Inglaterra. Llegó a Plymouth en menos de un mes, después de ser perseguido por un barco corsario a toda vela durante tres días y tres noches. Hizo un viaje extraordinariamente rápido. Pero, Aubrey, he oído que a bordo del paquebote había dos cofres llenos de oro y tan pesados que tenían que levantarlos entre dos hombres. No sé si también los ha recuperado.
—¡Oh, no, señor! Una hora antes de que lo apresáramos, los norteamericanos ya habían llevado a la
Norfolk
hasta la última moneda. Pero logramos recuperar algunos documentos secretos.
En ese momento se hizo el silencio, un silencio que al capitán Aubrey le pareció muy desagradable. Se había enterado de que esos documentos significaban en realidad una gran cantidad de dinero —aunque no fueran monedas— cuando se había caído un pequeño cofre de latón que estaba escondido; sin embargo, nadie se lo había comunicado oficialmente: lo había descubierto por casualidad, es decir, había obtenido esa información no como capitán sino como amigo de Stephen Maturin, que era quien custodiaba el cofre y a quien sus superiores en el servicio secreto le habían dicho dónde encontrarlo y qué hacer con él. No le habían explicado a Stephen por qué estaba allí, pero no hacía falta ser una lumbrera para imaginarse que una suma tan grande en forma de billetes y documentos negociables sin nombre sería utilizada para subvertir al menos a todo un Gobierno. Evidentemente, el capitán Aubrey no podía hablar con franqueza del asunto, salvo en el improbable caso de que el almirante estuviera informado de ello y se lo pidiera, pero no le gustaba ocultarlo, pues lo consideraba un acto mezquino, hipócrita y deshonesto. El silencio se iba haciendo insoportable y de repente comprendió que aún duraba porque sir William estaba convirtiendo noventa y siete mil coronas en libras y después dividía esa cantidad entre doce con un lápiz en la esquina de un informe.
—Discúlpeme un momento —dijo el almirante, apartando la vista del resultado y sonriendo—, tengo que ir al
jardín
[3]
.
El almirante entró en la galería. Mientras le esperaba, Jack Aubrey recordó la conversación que había mantenido con Stephen cuando la
Surprise
estaba llegando al puerto. Stephen era muy reservado, en parte por su propio carácter y en parte por su trabajo, y no habló con Jack de aquellos bonos, obligaciones y billetes hasta que se dio cuenta de que el capitán tendría que presentarse en el buque insignia pocas horas más tarde. Entonces, en la intimidad del mirador de popa, le había dicho:
—Todo el mundo ha oído los versos: «En vano luchan los héroes y arengan los patriotas / si el oro pasa secretamente de un granuja a otro». Sin embargo, ¿cuántos saben cómo sigue el poema?
—Yo no, por ejemplo —respondió Jack a carcajadas.
—¿Quieres que te lo diga?
—Sí, por favor.
Stephen cogió uno de los documentos para usarlo como símbolo y, lanzando a Jack una mirada significativa, continuó:
¡Benditos valores! ¡Son el recurso último y mejor
para dar alas más ligeras a la corrupción!
Una sola hoja puede barrer un ejército
O trasladar senados a lugares lejanos
Está preñada de miles y sutilmente hasta lo más
insignificante mueve
Y silenciosamente una reina compra o un rey vende.
—Me gustaría que alguien intentara corromperme —señaló Jack—. Cuando pienso en cómo estará en este momento la cuenta que tengo con Hoares, se me ocurre que podría trasladar cualquier cantidad de senados a lugares lejanos por quinientas libras y la junta directiva del Almirantazgo por otras mil.
—Estoy seguro de que lo harías —afirmó Stephen—. Pero has entendido lo que quiero decir, ¿verdad? Si yo estuviera en tu lugar, hablaría muy poco del desafortunado cofre. Podrías decir que contiene «documentos secretos» de pasada, y eso te permitiría tener la conciencia tranquila. Iré contigo, si puedo, y si el almirante es muy curioso, le haré virar en redondo y se quedará boquiabierto.
Jack había mirado a Stephen con afecto. Aunque el doctor Maturin podía pronunciar discursos en latín y en griego y hablaba media docena de lenguas modernas, ignoraba cómo usar expresiones coloquiales, el inglés de la calle, las jergas y, sobre todo, los términos técnicos que se empleaban en los barcos. En realidad, sospechaba que Stephen aún no diferenciaba estribor de babor.
—Mientras menos se hable de asuntos como éste, mejor —agregó Stephen—. Quisiera…
Entonces se paró en seco. No había dicho que deseara no haber visto esos documentos ni haber tenido ninguna relación con ellos, aunque eso era lo que pensaba. Nunca había aceptado ni un penique de
Brummagem
[4]
por sus servicios y sabía que el dinero, aunque esencial en algunas ocasiones, solía ser perjudicial para el espionaje, y que una cantidad tan desorbitante como aquélla podía causar mucho daño y poner en peligro a quienes tuvieran algo que ver con ella.
—No sé qué me pasa, Aubrey —dijo el almirante al regresar—, pero últimamente hago pis cada media hora. Tal vez sea por la edad y no haya nada que hacer o quizá pueda remediarlo una de esas nuevas píldoras. Me gustaría consultar al cirujano de la
Surprise
mientras reponen las provisiones y pertrechos de la fragata. He oído que es un médico excelente y que le llamaron para atender al duque de Clarence. Pero dejemos eso aparte. Continúe con su relato.
—Pues bien, señor, como no encontré la
Norfolk
en el Atlántico, seguí su ruta hasta el sur del Pacífico. No tuve suerte al llegar al archipiélago Juan Fernández, pero poco después me informaron de que había atacado a nuestros balleneros en las costas de Chile y Perú y en las islas Galápagos. Entonces partí rumbo al norte y recuperé una de las presas, pero cuando llegué a las islas se acababa de marchar. Allí volví a recibir información fiable. Me dijeron que se había dirigido a las islas Marquesas, donde el capitán iba a fundar una colonia y a capturar media docena de balleneros nuestros que pescan en esas aguas, así que me dirigí al oeste. En fin, que navegué sin dificultades durante varias semanas hasta que vi sus barriles de carne flotando y comprendí que estaba justo detrás de ella; pero entonces se desató una terrible tormenta. La fragata tuvo que navegar sin velas en los mástiles durante días y a pesar de eso sobrevivió a la tormenta, pero la
Norfolk
no. La encontré encallada en el arrecife de coral de una isla que ni siquiera aparece en los mapas y que se encuentra a considerable distancia al este de las Marquesas. No le cansaré con detalles, señor; sólo le diré que hice prisioneros a los supervivientes y me dirigí rápidamente al cabo de Hornos.
—Bien hecho, Aubrey. Muy bien hecho. No obtendrá dinero ni gloria por la
Norfolk
, porque su destrucción fue obra de Dios; sin embargo, está destruida, y eso es lo importante. Pero estoy seguro de que recibirá dinero por cada uno de los prisioneros. Por otro lado, ha conseguido esas estupendas presas. Después de todo, su viaje ha sido muy satisfactorio. Enhorabuena. Le invito a una jarra de cerveza.
—Con mucho gusto, señor. Pero debo decirle algo acerca de los prisioneros. Desde el principio el capitán de la
Norfolk
se comportó de una forma muy rara. Dijo que la guerra había terminado…
—No me extraña en absoluto. Es una estrategia como otra cualquiera.
—Sí, pero dijo otras cosas y no habló con franqueza. Me costó comprenderlo hasta que me di cuenta de que, como es natural, intentaba proteger a varios tripulantes que navegaban en la
Hermione
y que habían desertado de la Armada Real.
—¡La
Hermione
! —exclamó el almirante, palideciendo al recordar los incidentes de la fragata. En un trágico motín, los tripulantes mataron al inhumano capitán y a la mayoría de los oficiales, y después entregaron la embarcación al enemigo en la zona española del continente americano—. Perdí en ella a un primo mío muy joven, el hijo de Drogo Montague. Esos condenados criminales le rompieron un brazo y luego casi lo despedazan. Tenía trece años y era un prometedor guardiamarina.
—Tuvimos problemas con ellos, señor, cuando la fragata fue azotada por una tormenta, y nos vimos obligados a matar a varios.
—Eso nos ahorra el trabajo de ahorcarles. Pero aún quedan algunos, ¿verdad?
—¡Oh, sí, señor! Están en el ballenero, y me haría un favor si se los llevara pronto. No disponemos de ninguna embarcación aparte de mi falúa, y los pocos infantes de marina que quedan están exhaustos por haber tenido que vigilarles día y noche.
—Les recogerán enseguida —dijo el almirante, tocando la campanilla—. Será una satisfacción para mí ver a esos malditos cerdos colgados de los penoles. Mañana llegará el capitán de la
Jason
, y con él y usted será suficiente para formar un consejo de guerra.
A Jack se le encogió el corazón. Detestaba que se formaran consejos de guerra y aún más los ahorcamientos. Además, deseaba zarpar en cuanto completara la aguada y cargara las provisiones necesarias para el viaje a Inglaterra; como había pocos oficiales con antigüedad en Bridgetown, había pensado que podría hacerlo al cabo de dos días. Pero no le serviría de nada protestar. El secretario y el primer oficial del buque insignia llegaron a la cabina y enseguida empezaron a recibir las órdenes. Entonces el camarero del capitán entró con la cerveza.
Tenía demasiadas burbujas y estaba tibia, pero tan pronto como el almirante terminó de dar las órdenes, se la bebió a grandes tragos con evidente satisfacción. Poco después se borró de su ajado rostro la expresión adusta y, tras una pausa en la que se oyó el ruido de las botas de los infantes de marina y el de los remos de las lanchas que zarpaban, dijo:
—La última vez que le vi, Aubrey, fue cuando Dungannon nos invitó a comer en la
Defiance
. En la sobremesa tocamos una composición en
re
menor de Gluck. Desde entonces apenas he ejecutado alguna pieza, aparte de las que he tocado solo. Los oficiales que hay aquí son muy aburridos y aunque muchos tocan la flauta travesera, ninguno lo hace realmente bien. Lo suyo es el arpa. Además, todos los guardiamarinas cambiaron la voz hace tiempo. Vaya, que ninguno sabe distinguir entre una nota musical y la patada de un toro. Tal vez a usted le haya pasado lo mismo en el sur del Pacífico.
—No, señor. Tuve más suerte. El cirujano toca muy bien el violonchelo y hemos tocado juntos hasta la madrugada. Por si fuera poco, el capellán tiene una gran habilidad para lograr que los marineros canten, sobre todo obras de Arne y Händel. Hace algún tiempo, cuando estaba en el Mediterráneo al mando del
Worcester
, consiguió que cantaran el
Mesías
de forma loable.
—Me gustaría haberlo oído —dijo el almirante y, después de llenar de nuevo la jarra de Jack, añadió—: Parece que ese cirujano es una joya.
—Es íntimo amigo mío, señor. Hemos navegado juntos desde hace más de diez años.
El almirante asintió:
—Me encantaría que lo trajera esta noche. Podríamos cenar juntos y tocar un poco de música. Y de paso, si no le molesta, podría hacerme un reconocimiento médico. Aunque… No, tal vez eso no sea muy apropiado. Tengo entendido que las relaciones entre los médicos están sujetas a estrictas normas.
—Creo que su médico tendría que dar el consentimiento, señor. Pero quizá ya se conocen, y no será más que un simple trámite. Maturin está ahora aquí, y si lo desea hablaré con él antes de ir a presentar mis respetos al capitán Goole.
—¿Va a presentar sus respetos al capitán Goole? —inquirió sir William.
—¡Por supuesto, señor! Tiene seis meses de antigüedad más que yo.
—No olvide felicitarle, pues se casó hace poco. Todos pensábamos que ya estaba a salvo a su edad, pero se casó. Su mujer está a bordo.
—¡Oh, no sabía nada! —exclamó Jack—. No dejaré de felicitarle. Entonces, ¿está a bordo su esposa?
—Sí. Es una débil mujercita y vino de Kingston a pasar unas semanas aquí para reponerse de la fiebre amarilla.
Jack tenía en la mente tantos recuerdos de su esposa, Sophie, y deseaba tan vehementemente que estuviera a bordo que no escuchó las palabras del almirante hasta que dijo:
—Debe tratarles con mucha cortesía cuando hable con ellos, Aubrey. Ya sabe lo independientes y estirados que son los médicos; es mejor no molestarles, y menos cuando están a punto de administrarte medicamentos.
—No, señor. Seré tan manso como una paloma.
—Como un cordero, Aubrey.
—Sí, señor. Probablemente les encontraré juntos hablando de temas médicos.
Efectivamente. Cuando Jack entró en la cabina, el señor Waters le estaba enseñando al doctor Maturin unos dibujos muy bien hechos y coloreados de los casos de lepra y elefantiasis más representativos que había visto en la isla. Entonces Jack les dio el mensaje, echó un vistazo a los dibujos y se fue enseguida para hablar con el secretario del almirante antes de hacer la obligada visita al capitán Goole.
El señor Waters puso el último ejemplo de una pierna enferma de un hombre de Barbados en una carpeta y con eso terminó las explicaciones.
—Seguramente ya se habrá dado cuenta de que la mayoría de los médicos son hipocondriacos, doctor Maturin —dijo.
Habló con una sonrisa tan estereotipada que era obvio que tenía preparada la frase. Luego continuó:
—Yo no soy una excepción. Discúlpeme por importunarle, pero tengo un bulto aquí que me preocupa —dijo, poniéndose la mano en el costado—. No he pedido opinión a ninguno de los cirujanos de esta base naval ni a mis ayudantes, pero me gustaría mucho que me dijera de qué tipo se trata.
—Capitán Aubrey, ¿en qué puedo servirle? —le preguntó el secretario, sonriendo.
—Le estaría muy agradecido si me entregara una saca con cartas para la
Surprise
—respondió Jack—. Hace mucho que mis hombres y yo no tenemos noticias de Inglaterra.
—¿Cartas para la
Surprise
? —repitió el señor Stone—. Creo que no hay ninguna, pero voy a preguntárselo a mis ayudantes. Desgraciadamente, no —dijo cuando regresó—. Siento decirle que no hay nada para la
Surprise.