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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (11 page)

Los primeros días, días dorados en que casi no soplaba el viento, no los pasaron angustiados, ni mucho menos. Algunas mañanas, cuando la fragata, con las velas fláccidas y cargadas de rocío, se reflejaba en la brillante superficie del mar en calma, Jack se tiraba al agua desde la borda haciendo pedazos la imagen y se alejaba nadando para librarse del ruido provocado por doscientos marineros que corrían a hacer sus tareas o a tomar el desayuno. Luego flotaba acariciando con las manos el infinito y diáfano mar y miraba hacia la bóveda celeste ya iluminada. De pronto el sol aparecía en el horizonte por el este y poco a poco las velas se inundaban de un resplandeciente color blanco y el color del mar adquiría un azul sin nombre, lo que le llenaba de satisfacción.

También le producían satisfacción muchas otras cosas. El mar de los Sargazos quedaba ese año más al este que lo habitual, pero la fragata avanzó muy despacio por su extremo occidental, ligeramente al norte del trópico de Cáncer; Jack miraba entusiasmado cómo Stephen y Martin, desde el chinchorro gobernado por el infinitamente paciente Bonden, escarbaban aquella masa de algas en busca de algún ejemplar y regresaban a bordo radiantes de alegría con una inverosímil colección.

Además, Jack estaba orgulloso de los guardiamarinas. Las circunstancias le habían obligado, en contra de su voluntad, a aceptar sólo a seis guardiamarinas, algunos de los cuales no eran muy eficientes porque viajaban en barco por primera vez. Pero como era un capitán concienzudo y todos los guardiamarinas eran hijos de oficiales de marina, decidió hacer todo lo que pudiera por ellos; no sólo había contratado a un maestro, sino que se había asegurado de que el maestro, el pastor, les enseñaría latín y griego. Sufría mucho por su deficiente educación y deseaba que aquellos muchachos fueran personas instruidas, que supieran diferenciar tan bien el ablativo absoluto del infinitivo como un navío de un bergantín, y por esa razón apoyaba los esfuerzos que hacía el señor Martin dándoles ánimos: algunas veces después de atarles a un cañón con el trasero al aire, pero más frecuentemente invitándoles a un magnífico desayuno en su camarote o enviando a su camareta un pudín de sebo. Tal vez los resultados obtenidos no eran todos los deseados, ya que en situaciones difíciles era prioritario adquirir conocimientos prácticos de náutica, y probablemente no saldrían de la camareta de guardiamarinas de la
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para asombro del mundo entero ni un Bentley ni un Porson, pero Jack estaba convencido de que aquellos guardiamarinas eran los más instruidos de una fragata desde que estaba en la Armada. Durante la guardia de media subía a menudo a la cubierta, llamaba a quien estuviera de guardia y le pedía que diera un paseo con él y al mismo tiempo que declinara un nombre en latín o conjugara un verbo en griego.

Jack pensaba: «¡Qué jóvenes tan estupendos! Tienen los conocimientos básicos de náutica y además saben aplicarlos, sobre todo Calamy y Williamson, que son los más antiguos. Y con tanto latín y griego… creo que ni sus propias familias los reconocerán». Probablemente era cierto, porque además de latín y griego habían conocido bien la naturaleza en las altas latitudes del hemisferio sur: el frío intenso, la falta de provisiones y las primeras etapas del escorbuto. Durante el aprendizaje, Boyle se rompió tres costillas; Calamy se quedó calvo, pero le había vuelto a salir un poco de pelusilla, aunque no tenía un aspecto muy agraciado; Williamson perdió algunos dedos de los pies y los lóbulos de las orejas porque se le habían congelado; Howard había dejado de crecer y la falta de dientes le hacía parecer más viejo; Blakeney y Webber dieron un estirón y cambiaron la voz, aparte de que se ensancharon sus muñecas y tobillos. También aprendieron lo que eran el asesinato, el adulterio y el suicidio, aunque al parecer nada de eso les afectaba, porque todavía eran alegres y frívolos, estaban dispuestos a competir unos con otros subiendo a lo alto de la jarcia como monos, se levantaban tarde por la mañana y descuidaban su trabajo en cuanto encontraban alguna diversión.

Otro motivo de satisfacción para Jack era que la fragata tenía muchas provisiones, ya que la habían cargado hasta los topes en Bridgetown por orden expresa del almirante. El contramaestre, el carpintero y él habían tenido que reflexionar tanto sobre si usar o no unas cuantas brazas de cabo o un par de tablones que ahora le producía una agradable sensación caminar entre fardos, toneles, botes de pintura y de olorosa brea, cabos y velas nuevas y madera recién cortada. Además, había comprado provisiones con su dinero para poder ofrecer de nuevo comidas con cierta solemnidad a sus oficiales, siguiendo la tradición.

Pero la principal causa de satisfacción de Jack era, por supuesto, su fragata. Consideraba que nunca había navegado mejor y que los tripulantes nunca habían trabajado tan bien juntos ni con tanto ahínco. Probablemente era la última etapa de su último viaje, pero ya sabía desde hacía mucho tiempo que estaba condenada a muerte; esa idea le había producido una gran consternación, así que ahora valoraba mucho más sus excelentes cualidades y cada día que pasaba abordo.

Como solía ocurrir en la mar, cada día tenía sus particularidades, pero durante el lento avance del principio del viaje, antes de que la fragata encontrara el viento del oeste, todos fueron iguales. Limpiar las cubiertas a primera hora de la mañana, bombear el agua, llevar los coyes a la cubierta, llamar a los marineros a desayunar, limpiar la cubierta principal, llamar a los marineros a los distintos trabajos matutinos, hacer las mediciones de mediodía, llamar a los marineros a comer, repartir grog, llamar a los oficiales a comer con un toque de tambores, llamar a los marineros a los trabajos vespertinos, repartir más grog, pasar revista, disparar los grandes cañones cuyas llamaradas y rugidos atravesaban la penumbra… esa inmemorial secuencia, marcada por las campanadas, se había restablecido muy pronto y se repetía con tanta frecuencia que parecía que nada podría romperla. Ésa era la forma de navegar a la que todos estaban acostumbrados, y como el encargado del avituallamiento de Bridgetown había cumplido con su deber, también su dieta era a la que estaban acostumbrados. Ya no les servían salchichas de delfín con las que intentaban engañar a sus estómagos ni carne de pingüino mal ahumada, sino la habitual sucesión de alimentos: carne de cerdo salada, guisantes secos, carne de vaca salada, más guisantes secos, más carne de cerdo salada… Debido a eso, aunque los días parecían iguales, podían distinguirse de inmediato por el olor que salía de las ollas de la cocina.

Navegar así, muy despacio, bajo un cielo perfecto y hacia el horizonte, que siempre estaba a cinco millas de distancia, nunca más cerca, hacía concebir la falsa idea de que el tiempo era eterno; sin embargo, todos los que estaban a bordo, excepto los locos de Gibraltar y un nativo de aquella región que era muy ingenuo, sabían que no lo era en absoluto. Por lo tanto, ya estaban preparando un gallardete, un espléndido gallardete de seda más largo que la fragata, que izarían cuando su misión finalizara y todos los tripulantes recibieran su paga y pasaran de ser miembros de una comunidad unida por fuertes lazos a individuos aislados. Además, como todos pensaban que tanto si la fragata se quedaba en algún puerto como si la llevaban al desguace debía tener un aspecto digno, pasaban mucho tiempo embelleciéndola. La fragata había sufrido muchos daños al sur del cabo de Hornos, y todo lo que el señor Mowett había obtenido con gran esfuerzo en Bridgetown, además del pan de oro de la mejor calidad y los dos botes de pintura bermellón que Jack había comprado con su propio dinero, no bastaría para dejarla en perfecto estado.

Puesto que la
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tenía mucha categoría y su primer teniente era muy perfeccionista, los trabajos para el embellecimiento y la confección del gallardete hubieran sido largos y difíciles en cualquier circunstancia, pero lo eran mucho más ahora porque en la cubierta había una carga y un largo trozo de arpillera para cubrir los costados. Querían que la fragata pareciera un mercante. La carga consistía en toneles vacíos, que al final podrían romperse y usarse como leña; y los pedazos de arpillera con portas dibujadas y atados entre sí se colocarían sobre las verdaderas portas de forma que se notara que las pintadas eran falsas, en especial cuando se movían con el viento.

Los tripulantes de la
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estaban acostumbrados a las estratagemas del capitán; y les gustaba mucho ese disfraz porque parecía obra de piratas y guardaba relación con la idea del cazador cazado, o por cazar. Aunque esperaban encontrar el
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—un barco corsario con cañones de largo alcance—, a varios cientos de millas de distancia, todos trabajaban día y noche dibujando las portas una y otra vez hasta que les quedaban solamente un poco más anchas y ladeadas, de modo que cualquier depredador con la vista aguda se vanagloriara de descubrir el engaño y se acercara a la fragata sin dudarlo un instante. Por otro lado, no protestaban por tener que bajar cada tarde a la bodega la carga de la cubierta cuando terminaban de pasar revista y hacían zafarrancho de combate.

Ese momento del día era el favorito de Jack, cuando se sentía más orgulloso de la tripulación. Siempre dio mucha importancia a la artillería, e invirtiendo tiempo, esfuerzo y pólvora comprada con su propio dinero había logrado que los artilleros dispararan con tanta precisión como era posible con los cañones disponibles.

La
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había tenido diferente armamento según las épocas. En una ocasión sólo tenía prácticamente carronadas, cañones cortos y ligeros que lanzaban una bala muy pesada con una pequeña cantidad de pólvora, y puesto que eran veinticuatro de treinta y dos libras y ocho de dieciocho, cada batería disparaba una andanada de 456 libras, mayor que la que disparaba una batería de un navío de línea. A pesar de que las carronadas, llamadas «las demoledoras», no podían lanzar las balas muy lejos ni con mucha precisión, eran eficaces cuando se luchaba penol a penol si no volcaban o provocaban fuego en los costados por su corto tamaño; sin embargo, Jack no las consideraba apropiadas para combatir en medio del océano. Además, en los combates penol a penol prefería abordar a disparar andanadas, y en un combate a distancia, prefería hacer disparos muy precisos y sucesivos con las baterías. En ese momento, la fragata llevaba en la cubierta veintidós cañones de doce libras y en la bodega dos hermosos cañones largos de nueve libras, dos cañones de bronce que le había regalado un turco agradecido y que con tiempo apacible se podían colocar tras las portas situadas bajo la cubierta —las que se usaban en las persecuciones—, o sustituir las dos carronadas del castillo. También llevaba seis carronadas de veinticuatro libras, pero como la hacían escorar mucho cuando había mar gruesa, solían estar guardadas en la bodega. Pero eran los cañones, los auténticos cañones, los que realmente le gustaban a Jack. Con ellos sólo era posible disparar una andanada de 141 libras, pero sabía muy bien que si un quintal de hierro caía en un barco en el lugar adecuado, podía causarle terribles daños; y como muchos otros capitanes, por ejemplo su amigo Philip Broke, estaba convencido de que era cierto lo que Collingwood había dicho: «Si un barco puede disparar con precisión tres andanadas en cinco minutos, ningún enemigo resistirá su ataque».

Mediante duras y largas horas de costoso entrenamiento, había reducido esas cifras a tres andanadas en tres minutos y diez segundos. El entrenamiento era costoso por una razón obvia: en ese asunto, como en muchos otros, el Almirantazgo discrepaba del capitán Aubrey y, de acuerdo con las normas, sólo le entregaba una insignificante cantidad de pólvora aparte de la que ya se había usado en las batallas. El resto tenía que comprarla con su dinero, y al precio que estaba en esos momentos: cada andanada costaba casi una guinea.

Después de dejar atrás los últimos sargazos, las prácticas de cada tarde con los cañones desaparecieron durante algún tiempo, pues los tripulantes sólo los sacaban, simulaban que seguían los pasos para dispararlos y luego los guardaban. Sin embargo, un jueves que Sophie cumplía años, su esposo quería celebrarlo haciendo que el cielo retumbara. Además, como las condiciones atmosféricas eran idóneas porque el viento del suroeste soplaba con fuerza y las olas eran moderadas, esperaba que los tripulantes batieran el récord.

Ese récord, como la mayoría, era en cierta medida artificial. Mucho antes de que el tambor llamara a pasar revista, los tripulantes sabían que iban a disparar de verdad porque habían oído al capitán decir al primer teniente que preparara una balsa con tres barriles de carne vacíos y una bandera; como la simulada batalla no les pillaba por sorpresa, no iban a actuar con espontaneidad, pero se propusieron firmemente intentar batir el récord. Los que manejaban los precisos cañones largos de bronce, por ejemplo, pasaron buena parte de su tiempo libre puliendo las balas de nueve libras con un martillo; debían ser completamente redondas y tener la superficie tan lisa como un cristal porque no quedaba holgura en los cañones cuando se introducían en ellos. Cuando se terminaron los preparativos, es decir, cuando el tambor terminó de sonar y los tripulantes quitaron el disfraz a la fragata, derribaron los mamparos para que quedara un gran espacio sin obstáculos de proa a popa, regaron arena y agua en la cubierta, taparon con trozos de lona mojada las escotillas por donde se bajaba a la santabárbara y ocuparon sus puestos. Los integrantes de las brigadas de artilleros que tenían coleta larga —casi todos, porque en la
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se mantenían las tradiciones— se la doblaron hasta que quedó muy corta y luego la ataron; otros se quitaron la camisa; y otros se cubrieron la frente con un pañuelo para absorber el sudor. Cada uno se colocó en un lugar bien conocido y todos permanecieron en silencio, con el cabo de un motón, un atacador, un lampazo, un estuche con pólvora, un taco, un espeque, una palanca o una bala a mano. Los guardiamarinas se situaron detrás del grupo de cañones que tenían a su cargo; y los tenientes, detrás de sus divisiones. Todos observaron que el cúter azul remolcaba la balsa por el mar y, mientras tanto, se oía el murmullo del viento entre la jarcia; el humo salía de los cuencos con las mechas de combustión lenta y se propagaba por la cubierta.

En medio del silencio se oyeron claramente en el castillo las palabras que Jack dirigió al oficial de derrota:

—Señor Allen, vire veinte grados a babor, por favor.

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