Entonces se abrió el canal de uno de los comunicadores, que transmitía los mismos sonidos, como un eco amortiguado, desde otro punto de la misma sala en la que se encontraba Delkondros. Durante un momento aumentó y disminuyó, como una antena en busca de la dirección correcta, y luego se estabilizó; de él surgió un nuevo sonido, que no era eco de los que llegaban por el otro canal; era algo que raspaba directamente contra el comunicador, como si lo arrastraran por una superficie áspera.
Y luego, la voz de Spock. Era apenas un susurro, pero la dicción precisa y el control total resultaban inconfundibles.
—Sala del transportador —dijo Spock—. Transfiéranos a bordo… ¡ahora!
—¡Hágalo! —confirmó instantáneamente Kirk mientras se volvía hacia la terminal científica—. Teniente Pritchard, siga la operación con los sensores.
—Sí, señor. Transportador activándose…
Por encima de la confusión de voces que les llegaba desde el cuartel general de Delkondros, se oyó el sonido crepitante de un arma de energía. Durante un momento, el volumen del canal del comunicador fue más alto que el otro, pero luego, abruptamente, el comunicador quedó en silencio.
—¡Disparos de láser! —exclamó Pritchard, y profirió un grito ahogado—. Ambos hombres… ¡las lecturas de sus formas de vida han desaparecido! ¡Deben haberles disparado!
—Transportes, transfiéralos directamente a enfermería. ¡Enfermería, llegan heridos, McCoy y Spock, daños desconocidos!
—¡He perdido la señal! —gritó el oficial jefe del transportador.
—¡Los comunicadores —intervino Pritchard—, fueron destruidos por el disparo, fuera de lo que fuese!
—¡Transportador, campo amplio al máximo! —gritó Kirk—. ¡Tráigalos a bordo!
—Trato de hacerlo, pero algo…
—¡El escudo ha sido reactivado, capitán! —exclamó Pritchard.
—¡Incremente la energía de los rayos transportadores!
—No servirá de nada, capitán —le contestó la voz del oficial jefe de transportes—. El campo amplio no es bastante concentrado para permitir…
—¡La fuerza del escudo aumenta! —dijo Pritchard—. ¡Los rayos transportadores ya no tienen suficiente fuerza para penetrarlo, ni siquiera aunque tuviéramos comunicadores en los que centrarlos! A menos que el escudo pueda ser desactivado…
—La antimateria que ese escudo necesita para alimentarse —gritó Kirk—. ¿Puede localizarla?
Pritchard pulsó apresuradamente una media docena de botones y estudió las lecturas.
—Negativo, capitán. El componente subespacial del escudo ha aumentado aún más que el resto. Las lecturas de los sensores no son ahora fiables ni en lo más mínimo.
—Los sondeos que realizó mientras el escudo estaba bajo… ¿le han indicado algo?
—Negativo, capitán. Si la fuente de energía emplea la antimateria, debe tener su propio escudo protector.
Kirk golpeó ambas manos abiertas sobre los brazos de su asiento, en un gesto de frustración.
—Uhura…
—Se perdió todo contacto cuando fueron destruidos los comunicadores, capitán. No he conseguido restablecerlo. No hay respuesta en las frecuencias subespaciales ni estándar.
Durante un momento no hubo más que silencio, Kirk volvió a mirar la pantalla frontal del puente de mando y contempló el círculo de cien kilómetros de rielantes distorsiones que señalaba el área cubierta por el escudo. Ahora emergía más pronunciado, la distorsión era tan fuerte en algunos puntos que parecía translúcida.
Al capitán Kirk le dolía la garganta y sentía un vacío en el estómago.
«Impotentes —pensó con los puños apretados—. Completamente impotentes a pesar de todo. Con o sin escudo, podríamos haber arrasado el planeta, pero no hemos podido salvar a Bones y Spock. Ni siquiera podemos traer sus cadáveres de vuelta a bordo…»
—¿Se ha creído usted ese fraude?— murmuró McCoy con una sacudida de cabeza cuando se cerraron las puertas del turboascensor y quedaron fuera de la vista de Kaulidren y su sombrío séquito agrupado en el puente.
—Si me pregunta, doctor, si he creído que las declaraciones del primer ministro Kaulidren son completamente fieles a la verdad, le diré que no, no lo he creído. En este punto, sin embargo, no tenemos ninguna forma práctica de establecer su valor de forma concluyente.
McCoy profirió un bufido.
—¿Y?
—Sólo sugiero, doctor, que sería ilógico descartarlas completamente.
—Para usted tal vez sea así. En cuanto a mí, me preocuparía más bajar a la superficie de su planeta, especialmente si él nos acompañase. El primer ministro me da más miedo que esos a los que él llama terroristas.
—No puedo estar en desacuerdo con usted, doctor. La objetividad del primer ministro Kaulidren parece, efectivamente, disminuida por su tendencia a la emocionalidad. De todas formas, sus advertencias no pueden descartarse enteramente. Como usted mismo ha declarado con frecuencia, la presencia de emociones no necesariamente invalida…
—¡Si está tan preocupado, Spock, no tiene necesidad de acompañarme! ¡Todavía puedo bajar solo a la superficie!
—Yo no estoy «preocupado», doctor. Simplemente, como he dicho antes, me limito a no descartar globalmente las afirmaciones de Kaulidren, y le aconsejaría que mantuviera su mente igualmente abierta al respecto.
—Haré cualquier cosa que satisfaga su lógica vulcaniana de «mente abierta» —masculló McCoy en el momento en que se abrieron las puertas y ambos salieron al pasillo que llevaba a la sala del transportador—. Pero ese tipo no pretende más que agitar las cosas. Creo que hasta usted es capaz de comprender eso, Spock; ¡los dos vimos lo que sus «naves de vigilancia» le hicieron a esa nave que intentaba contactar con nosotros! Incluso aunque Delkondros sólo la haya lanzado para demostrarnos que los de Kaulidren le dispararían… bueno, el caso es que sí le dispararon, y que Delkondros estaba en lo cierto. Quienquiera que la haya derribado, no podía saber si había gente a bordo, no sin sensores. Eso debería de ser bastante concreto para que su lógica lo entendiera.
—Por supuesto, doctor —asintió Spock cuando entraban en la sala del transportador—, pero las pruebas presentadas por el ministro sobre las acciones de los colonos eran…
—¡Pruebas respecto a las cuales sólo podemos aceptar su palabra! Usted mismo dijo que no había forma de saber quiénes eran las personas de esas escenas. ¿Quién puede decir que las atrocidades que él nos enseñaba no eran las cosas que los de su bando les han hecho a los colonos, y no lo contrario?
—Nadie, doctor. Sin embargo, cuando existe la posibilidad, la lógica dicta que uno debe estar preparado para las consecuencias resultantes de que cualquiera de las dos cosas sea la verdad.
—¡Que la zurzan a la lógica, Spock! —McCoy se detuvo junto a la base de la plataforma del transportador para mirar con ferocidad al vulcaniano, que ya se había colocado sobre uno de los círculos—. No se necesita más que los sentidos de un caballo viejo para penetrar en las intenciones de Kaulidren. ¡Por si no lo ha notado, le diré que tiene una idea bastante distorsionada de cómo funciona la Federación! Se cree que somos unos matones como él, y quiere que les hagamos a los colonos el mismo tipo de cosas que, según él, le han hecho estos, sólo que con creces. ¡Es evidente que no va a permitir que una nadería como la verdad se interponga en su camino para conseguir lo que quiere!
—No estoy en desacuerdo con la esencia de nada de lo que ha dicho, doctor —replicó pacientemente Spock.
—¡Le aseguro que tiene una forma muy rara de manifestar su acuerdo con los demás, Spock! Si…
Interrumpió la frase al oír el sonido de alguien que se aclaraba la garganta detrás de él. Era Kyle, el jefe de la sala del transportador.
—¿Preparados, caballeros?
Tras echarle una última mirada ceñuda a Spock, el doctor McCoy subió a la plataforma, dio media vuelta, se colocó en el centro del círculo que estaba junto a Spock y le hizo con la cabeza un gesto de asentimiento a Kyle.
—Preparados, capitán —informó el jefe de la sala de transportes.
—Proceda, señor Kyle —le respondió la voz del capitán Kirk—. Pero esté preparado para sacarles de allí a la primera señal de problemas. Mantenga el transportador centrado sobre sus comunicadores.
—Sí, señor —replicó Kyle—. Activación.
McCoy miró a Spock mientras sacudía la cabeza y suspiraba al ver que el vulcaniano miraba hacia abajo, con los ojos dirigidos discretamente hacia el sensor que llevaba colgado del hombro, preparado para estudiar las lecturas del instrumento en el instante mismo en que se materializaran en la superficie del planeta.
—¿Sólo una precaución lógica, Spock? —preguntó, pero las palabras apenas habían salido de su boca cuando el familiar estremecimiento del campo del transportador desvió repentinamente la atención del médico e hizo que la concentrara en sí mismo.
«A decir verdad —pensó mientras controlaba un estremecimiento—, eso de ser arrojado a través del espacio por esta condenada máquina me angustia más que la posibilidad de peligro que entrañen los colonos, e incluso Kaulidren.»
Era una de las cosas en las que podía estar perfectamente de acuerdo con el primer ministro. Nunca se habituaría al transportador, por muchas veces que pasara por él. La sola idea de dejar de existir durante unos pocos segundos, excepto como patrón energético, le causaba siempre una sensación de… desamparo. Y ésta era una sensación que detestaba visceralmente, en especial cuando había una máquina implicada en el asunto.
Comenzaba a apretar los dientes cuando los rayos energéticos del transportador solidificaron sus garras sobre él y la sala se desvaneció ante sus ojos.
Cuando le soltaron y pudo volver a moverse, los músculos de sus mandíbulas se relajaron y dejó escapar el aliento con un inaudible suspiro de alivio. Se encontró de pie junto a Spock sobre un suelo de cemento desnudo, cerca de uno de los extremos de lo que parecía ser una gran sala de conferencias improvisada con dos mesas metálicas llenas de abolladuras puestas la una a continuación de la otra para conseguir más espacio. Las sillas, de las que no había dos iguales, parecían restos de salas de espera y líneas de ensamblaje. Aproximadamente unos doce hombres se hallaban de pie al otro lado de la mesa, en el otro extremo del lado izquierdo de la sala, como si desearan mantener la máxima distancia posible entre ellos y el área en la que acababan de materializarse Spock y McCoy. Detrás de los hombres, en una pared lisa de bloques de cemento, había una sólida puerta metálica de incendios cuyos goznes eran lo único que no estaba manchado de herrumbre. En la pared que estaba a doce metros directamente en frente de McCoy y Spock había una puerta corredera abierta a medias, mientras que detrás de ellos, a la mitad de la distancia anterior, había otra puerta de madera, completamente cerrada y con la pintura desconchada.
Por un momento reinó el silencio. McCoy vio por el rabillo del ojo que Spock levantaba los ojos abruptamente del sensor y lanzaba rápidas miradas hacia todas las puertas.
—Yo soy Delkondros —dijo el más alto y obviamente el más musculoso de los hombres mientras comenzaba a conducir a sus compañeros desde el extremo más alejado de la mesa en dirección a los recién llegados.
Una barba completa le ocultaba la parte inferior del rostro y unas pobladas cejas le sombreaban los ojos, pero tenía el cráneo completamente desnudo. Todos los hombres llevaban camisas y pantalones indefinidos y de color oscuro, pero Delkondros y otro de ellos, de aspecto casi tan poderoso como el presidente del consejo, llevaban también lo que parecían ser antiguas armas de proyectiles sujetas a la cintura.
—Estos hombres son todos miembros del consejo de independencia.
McCoy comenzó a avanzar para saludar al hombre, pero la mano de Spock le aferró velozmente para contenerle.
—Las formalidades de nuestro encuentro deberán ser momentáneamente pospuestas, presidente Delkondros —declaró Spock sin hacer caso de la feroz mirada de McCoy—. Tenemos orden de permanecer en contacto constante con la
Enterprise
.
—Al menos podría esperar hasta que… —comenzó McCoy, pero Spock le interrumpió con su característica brusquedad.
—Le sugeriré que no cuestione las órdenes que tenemos, doctor McCoy —replicó Spock, que ya tenía en la mano el comunicador—. Según recordará por nuestras desventuras en Neural, el capitán no da órdenes sin tener buenas y suficientes razones para ello.
McCoy frunció el entrecejo.
—¿Neural? ¿De qué rayos habla usted, Spock?
—No obtendrá ninguna respuesta, comandante Spock —le informó Delkondros con un suspiro, mientras él y los demás se detenían a unos tres metros y medio de distancia—. Esta zona está ahora protegida por un escudo, no puede establecerse ninguna clase de comunicación. —Desplazó la mano hasta hacerla descansar sobre el arma de fuego, pero no la desenfundó. El otro miembro del consejo que iba armado hizo lo mismo.
Con menos disimulo, Spock miró su sensor y volvió a recorrer rápidamente la sala con los ojos.
—No hagan ninguna tontería, ninguno de los dos —les advirtió Delkondros.
—¿Qué cree usted que hace? —le espetó McCoy, que miraba con el ceño fruncido las manos que se movían en torno a las armas—. ¡Hemos bajado aquí para ayudarles!
—Sabemos que eso es lo que ha dicho su capitán, doctor McCoy, pero… —
—¡También es la verdad!
—Tal vez lo sea —admitió Delkondros—, pero, mientras Kaulidren esté a bordo de su nave para poder influir sobre él, no queremos correr riesgo alguno. Ahora, coloquen sus comunicadores sobre la mesa.
—¿Para qué? —protestó McCoy—. Creía haber entendido que de todas formas no funcionarían.
—Mientras el escudo permanezca activado, no lo harán —le contestó Delkondros, que aparentemente intentaba hablar con un tono de disculpa—. Pero la energía necesaria para mantener en funcionamiento el escudo es más de la que podemos permitirnos, y no durará mucho tiempo. Ahora, por favor, caballeros, no pierdan ustedes el tiempo. Sus comunicadores les serán devueltos cuando hayan acabado con la misión que les ha traído hasta aquí.
Durante un segundo más, el doctor McCoy miró con expresión ceñuda al presidente del consejo de Vancadia, luego sacudió la cabeza y profirió un suspiro de irritación. Las sospechas de Delkondros respecto al capitán Kirk eran estúpidas, pero, en el caso de Kaulidren, el asunto era completamente distinto. El primer ministro era, obviamente, el tipo de hombre capaz de intentar absolutamente cualquier cosa. No tendría la más mínima posibilidad de éxito, por supuesto, no con Jim Kirk, y posiblemente tampoco con ningún otro capitán de la Flota Estelar, pero Delkondros no tenía forma de saberlo; y, obviamente, no estaba dispuesto a aceptar la palabra de nadie, al menos no la de ellos. No, si Spock y él querían conseguir algo en aquel planeta, sencillamente habrían de ceder a las paranoicas exigencias de Delkondros.