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Authors: Gene Deweese

Tags: #Ciencia ficción

El renegado (2 page)

Cuando se aquietó el campo atmosférico contaminado que rielaba levemente, las compuertas comenzaron a cerrarse.

Pero la nave continuó su avance; el piloto no veía o ignoraba la señal de aterrizaje que estaba pintada sobre la cubierta.

—¿Qué demonios hace? —masculló McCoy mientras la nave se deslizaba por entre las torres de control de operaciones de la cubierta, en dirección al ascensor de las lanzaderas—. Si se mete ahí detrás, donde todavía hay gravedad…

—No se preocupe, Bones —le respondió Kirk mientras miraba rápidamente a los dos alféreces que se encontraban junto a los controles del rayo tractor de aterrizaje—. Estamos preparados por si sucede algo así.

Pero no ocurrió… no del todo. Segundos antes que Kirk decidiera que era el momento de hacerles una señal a los alféreces para que se hicieran cargo del aterrizaje, los reactores frontales despertaron finalmente a la vida y anularon el movimiento de avance.

Sin embargo la nave todavía se movía, según advirtió Kirk al cabo de un instante, aunque ahora lo hacía lateralmente. Frunció el ceño y comenzó una vez más a hacerles la señal a los alféreces, pero, antes que pudiera concluir el gesto, una última serie de impulsos detuvo completamente la nave, con una de las alas de afilada punta casi tocando la pared situada bajo el pasillo que llevaba a la galería de observación frontal. Con leves golpecitos y algunos crujidos, posó sobre la cubierta el tren de aterrizaje que acababa de asomar, sus llantas se hincharon ligeramente cuando Scotty restableció la gravedad un instante después que se posara.

En el momento en que Kirk y los otros comenzaron a bajar por la escala que llevaba desde la galería a la cubierta del hangar, una de las puertas de la nave se retiró hacia el interior y se deslizó suavemente a un lado. Por la abertura descendió una escalerilla y Kaulidren salió del oscuro interior. Ataviado con un uniforme de color gris oscuro, no completamente militar, permaneció de pie y observó en silencio a los tres oficiales que se le acercaban. Cuando llegaron a su posición, descendió rápidamente los escalones; evitó de manera inequívoca cogerse a la barandilla, como si quisiera demostrar que no le había afectado el cambio abrupto de gravedad cero a 1-g. Los cuatro hombres perfectamente afeitados que salieron tras él, vestidos con uniformes similares, pero de color más claro, no se adaptaron tan rápidamente y se aferraron a la barandilla hasta acabar de descender. Uno de ellos, que llevaba en la mano una caja metálica parecida a un maletín con lo que semejaba ser una anticuada cerradura electrónica, casi perdió pie en el primer escalón.

—Bienvenido a bordo de la
Enterprise
, primer ministro Kaulidren —declaró Kirk, quien inclinó ligeramente la cabeza en una especie de breve reverencia que, según sus informes, era la forma correcta de saludar. Kaulidren, sin embargo, en lugar de devolverle la reverencia, dio un paso al frente y le tendió la mano derecha.

—Estamos en una nave de la Federación —declaró sin rodeos—. Observaremos las costumbres de la Federación.

«Es costumbre de la Federación emplear los transportadores», pensó Kirk, pero mantuvo la sonrisa en los labios al estrechar la mano del primer ministro. El apretón, según descubrió, era tan firme y denotaba tanta práctica como el de cualquier almirante. Los otros cuatro ofrecieron debidamente sus manos cuando Kaulidren les presentó colectiva y anónimamente como sus «consejeros», pero la forma de estrechar las manos era poco acogedora e incluso incómoda.

—Mi primer oficial, el comandante Spock —anunció Kirk cuando el último de los cuatro hubo retrocedido para flanquear a Kaulidren—, y mi oficial médico jefe, el teniente comandante Leonard McCoy.

Kaulídren le dio la mano a cada uno por turno, pero luego volvió a mirar a Spock.

—Es usted vulcaniano, si no me equivoco, comandante.

—Está usted en lo cierto, primer ministro —replicó Spock.

—Eso es bueno —comentó Kaulidren, asintiendo con la cabeza—. Tengo entendido que los vulcanianos son famosos por su lógica y su imparcialidad.

—Lo son —intervino Kirk, que hizo caso omiso del fruncimiento de perplejidad que comenzaba a formarse en el entrecejo de McCoy—. Está usted notablemente bien informado, primer ministro.

—Aunque hayamos preferido mantenernos independientes de la Federación, hemos intentado asimilar cualquier información que ustedes han querido compartir con nosotros. En cualquier caso, me siento animado por la presencia del comandante Spock. Esas cualidades de lógica e imparcialidad serán muy necesarias si queremos resolver nuestros problemas actuales.

—Por supuesto, prestaré mi asistencia para cualquier cosa que me sea posible, primer ministro —le aseguró Spock. —Eso no hace falta decirlo —replicó Kaulidren, y volvió a mirar a Kirk—. Ahora bien, me han dicho que las computadoras de ustedes, duotrónicas, creo que se llaman, son capaces de recibir la información de nuestros sistemas comparativamente primitivos.

—Con toda probabilidad, sí —le contestó Kirk—. Las duotrónicas, como seguramente sabrá, son notablemente versátiles.

—Sí —asintió Kaulidren mientras recorría la cubierta del hangar con la mirada—. Según tengo entendido, controlan literalmente la totalidad de esta nave.

—Supervisadas por la tripulación —aclaró McCoy.

—Por supuesto. Después de todo, las computadoras son meras máquinas, por complejas que sean. Requieren la constante supervisión humana. Al menos eso pasa con las nuestras, y supongo que todavía es el caso de las suyas.

—Ya lo creo que sí —respondió McCoy con un tono lo bastante enfático como para que una de las cejas de Spock se alzara ligeramente y Kirk le echase una mirada de soslayo.

—Muy bien —comentó Kaulidren mientras señalaba el maletín que aún tenía en la mano uno de sus consejeros—. He traído registros que documentan una pequeña parte de las atrocidades que han cometido los terroristas rebeldes. Espero que la computadora de ustedes sea capaz de verificar su autenticidad.

—Será capaz de verificar que los acontecimientos registrados sucedieron efectivamente, que no son imágenes creadas por computadora —contestó Spock—, pero eso es todo. En cuanto a la identidad y afiliación de los implicados, no es posible hacer ninguna confirmación. En asuntos de esa índole, tendremos que apoyarnos únicamente en sus palabras, primer ministro.

—¿Sugiere usted…? —comenzó a preguntar Kaulidren con el ceño fruncido.

—No sugiero nada, primer ministro. Simplemente constato un hecho.

El fruncimiento desapareció tan rápidamente como se había formado.

—Por supuesto. Acepte mis disculpas, comandante Spock. Me temo que mis tratos con los rebeldes, algunos de los cuales consideré amigos personales en otra época, me han predispuesto a la desconfianza. Sólo les pido que vean los documentos que he traído y escuchen lo que tengo que decirles.

Tras respirar profundamente, Kaulidren se volvió a mirar su nave por encima del hombro. Un sexto hombre —éste algunos centímetros más alto que Kaulidren y todos los demás, que llevaba un uniforme de tono más oscuro y una pistola extraña colgada del cinturón— había surgido de la nave y estaba de pie, firme, en lo alto de la escalerilla, justo ante la puerta que se cerraba en aquel momento.

—Espero que no se sienta ofendido, capitán, si uno de mis hombres se queda de guardia mientras estamos lejos de nuestra nave.

—Por supuesto que no —le respondió Kirk mientras reprimía el fruncimiento que luchaba por formarse en su entrecejo—, pero le aseguro que no es necesario.

—Lo comprendo. Sin embargo, por irracional que pueda ser, me sentiré más cómodo si permanece allí.

—Como usted quiera, primer ministro. Ahora, si tiene la amabilidad de seguirnos, nos pondremos a trabajar.

«Para lo que servirá —pensó escépticamente Kirk mientras abría la marcha en dirección a los turboascensores—, si no confía en nosotros un poco más de lo que ha demostrado hasta ahora.»

Minutos más tarde se encontraban sentados en torno a la mesa de la sala de conferencias. Y Spock insertaba en la computadora las cintas de datos proporcionadas por Kaulidren. Las luces del panel parpadearon cuando la computadora comenzó a analizar los aparatos de Chyrellka y adaptó sus propios circuitos de entrada para leer los datos.

—Según tengo entendido, primer ministro —comentó Kirk en tanto esperaban que se encendiera la pantalla aún en blanco—, Vancadia iba a recibir la independencia dentro de dos años, en el centésimo aniversario del primer aterrizaje por parte de los chyrellkanos.

Kaulidren profirió un bufido.

—Perfectamente cierto. Pero no se contentaron con esperar.

—Sin embargo, según los datos que obran en poder de la Flota Estelar, no había señal alguna de conflicto cuando contactamos con ustedes por primera vez. En cualquier caso, ninguna que nuestros representantes pudieran detectar.

—Es que no había ningún conflicto… entonces.

—No obstante, ahora es obvio que sí los hay. ¿Qué sucedió en ese período de tiempo, primer ministro? ¿Cómo se deterioraron tan rápidamente las relaciones entre ambos mundos?

Kaulidren hizo un gesto brusco hacia la ranura en la que Spock había insertado la cinta de datos.

—Está todo ahí… el terrorismo, los asesinatos, la destrucción.

—Comprendo —insistió Kirk—, pero, ¿explica cómo comenzó todo? ¿Por qué comenzó? Deben existir algunas razones y, si queremos servirle de algo, necesitamos averiguar cuáles son.

Kaulidren frunció levemente el ceño y luego se encogió de hombros.

—Si habla usted con los «rebeldes», quizá ellos puedan explicárselo. Para mí constituye el más absoluto de los misterios. Como usted dice, Vancadia debía obtener su independencia dentro de dos años. Sin embargo, hace tres, aparentemente, decidieron que la necesitaban de inmediato. Su interlocutor era un exaltado que se llama Delkondros.

—¿Dieron alguna explicación para esa repentina… impaciencia?

Kaulidren se encogió de hombros.

—Sólo puedo suponer que se cansaron de esperar. O que Delkondros les metió en la cabeza que no había ninguna necesidad de esperar. Él no era más que uno de los veinte miembros del consejo en aquella época, pero es un hombre muy ambicioso —agregó con una mueca—. O, para concederle el beneficio de la duda, digamos que es muy optimista. En cualquier caso, a las pocas semanas de convertirse en presidente del consejo comenzó a hacer sonar los tambores de la independencia inmediata y a proferir ultrajantes acusaciones contra nuestros administradores coloniales. Luego se inclinó abiertamente por la violencia, por más que varios de los más razonables miembros del consejo la repudiaron. No había forma de razonar con él y al final no nos quedó otra alternativa que declararles proscritos a él y a los miembros del consejo que permanecieron a su lado. Pasaron a la clandestinidad, y desde entonces han dirigido una campaña terrorista contra nosotros.

Kaulidren se interrumpió y echó una mirada de impaciencia hacia Spock y la computadora.

—Los datos están siendo procesados, capitán —comentó Spock—. Parecen genuinos.

Kaulidren profirió un bufido.

—¡Por supuesto que son genuinos! ¿Cree que somos tan estúpidos para tratar de engañar a una computadora de nave estelar? Veamos, ¿puede sacar la grabación en la pantalla?

Spock hizo girar la pantalla de manera que pudiesen verla los que estaban sentados a la mesa. En ella aparecía una imagen congelada: era el interior de una habitación pequeña que tenía un escritorio atestado de papeles, un par de sillas de madera y varios archivadores anticuados. Aparentemente, la cámara había sido montada en lo alto de una pared. Sentado ante el escritorio, con la espalda vuelta hacia una ventana, había un hombre de pelo entrecano vestido con una blusa y pantalones oscuros de corte holgado. Uno más joven, ataviado con ropas más claras, se encontraba de pie frente al primero, con ambas manos apoyadas sobre el escritorio. Ambos estudiaban unos papeles colocados encima de pilas de más papeles. Durante los primeros segundos la imagen se vio con mucho grano y mal definida, pero el foco se afinaba a cada momento que pasaba.

—¿Hay algo que funciona mal? —preguntó secamente Kaulidren—. ¿Por qué no hay movimiento?

—Todavía está procesando —le explicó Kirk—. La computadora permanece en el primer cuadro mientras aclara el resto de las imágenes. En cuanto haya…

La imagen comenzó a moverse y la banda sonora se puso en funcionamiento.

—Ya veo —comentó Kaulidren, mientras hacía un gesto para pedir que quitaran el volumen—. Este es el primer «incidente» del que tenemos registro directo. Se produjeron una docena de ataques antes que pusiéramos todas nuestras oficinas bajo constante vigilancia por cámara. El hombre que está detrás del escritorio… era… nuestro jefe de administración para el distrito colonial del noroeste. El otro era su ayudante, un colono propiamente dicho, pero aparentemente le consideraban un enemigo por haberse asociado con nosotros. O simplemente le consideraron prescindible.

Kaulidren tragó con dificultad y apartó la mirada.

—Ya he visto este «incidente» demasiadas veces, capitán Kirk. La nitidez de imagen que ofrece su computadora sólo consigue hacer que me trastorne aún más.

En la pantalla, los dos hombres hablaban silenciosamente. De pronto, la ventana que estaba detrás del escritorio se hizo añicos. Antes de que nadie pudiese reaccionar, los trozos del cristal se desparramaron por la oficina y un paquete del tamaño y forma de un ladrillo golpeó contra la espalda de la persona que se encontraba detrás del escritorio. Durante una fracción de segundo los dos hombres volvieron la cabeza hacia el objeto, el de más edad con una mueca de dolor.

Luego, sin que ninguno de los dos hubiese llegado a ver de hecho el objeto, ambos dieron un respingo y se dispusieron a huir.

Sólo iniciaron el movimiento. El hombre que se hallaba ante el escritorio consiguió girar en redondo y dar un solo paso largo para abalanzarse hacia la puerta. Simultáneamente, el que se encontraba detrás de dicho mueble se puso en pie de golpe, derribó la silla a sus espaldas e inició un salto que le habría llevado hasta lo alto del escritorio.

Entonces se produjo la explosión.

Acabó en un instante; el cuerpo del hombre de mayor edad apenas había comenzado a describir una voltereta ascendente en el aire, cuando la lente de la cámara se hizo pedazos en el momento en que algo —¿un trozo de la silla que estaba detrás del escritorio?— chocó contra él. Momentos después aparecieron unas pocas imágenes, tomadas éstas desde el pasillo al que daba la oficina; una media docena de personas, que aparentemente formaban un equipo de rescate, retiraba los restos del escritorio y del techo parcialmente derrumbados, sobre los cadáveres.

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