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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (73 page)

Durante el examen, Yunus había cedido la palabra casi por completo a Zacarías, y se había dedicado a escuchar a ambos jóvenes, que intercambiaban preguntas y respuestas precisas a través de las cortinas cerradas de la puerta, mostrando una gran compenetración. Sobre todo lo había sorprendido Karima. A los doce años había empezado a interesarse por el trabajo de Yunus, y pronto ese interés había aumentado tanto que Yunus había tenido que darle pequeñas lecciones y familiarizarla con algunos sencillos preceptos médicos. Desde entonces, Karima lo había acompañado muchas veces al consultorio, pero ese día Yunus había descubierto que la muchacha sabía más de lo que él le había enseñado. Debía de haber leído secretamente algunos libros de su biblioteca.

Yunus se había sentido tan orgulloso como sólo puede sentirse el padre de una muchacha hermosa e inteligente.

—Si Zacarías se convierte en tu yerno, nada impide que lo propongas en tu lugar —dijo al–Balia con una mirada de aprobación—. El deseo que tiene el visir de honrarte quedará satisfecho. La comunidad también tendrá su parte. Y el visir puede estarnos agradecido por haberle evitado dar un paso en la dirección equivocada.

Parecía sumamente satisfecho. De pronto Yunus tenía la sensación de que, sin que ellos se dieran cuenta de nada, el nasí había intentado desde un principio conducirlos hacia esa solución.

La audiencia con Ibn Ammar confirmó las sospechas de Yunus. Al–Balia manejaba todos los hilos y, sin que el visir lo notara y con fina diplomacia, llevó también a Ibn Ammar a aceptar todas sus propuestas.

Al comienzo, Yunus se sintió dolido, pero luego se impuso su alegría. Se alegraba por Zacarías. En el camino de regreso, se propuso comunicar sus planes a Karima esa misma noche y pedirle su aprobación. Intentó ordenar las palabras con que se lo diría. Pero cuando llegó a casa y Karima salió corriendo hacia él por el patio, lo abrazó y lo acompañó al madjlis, donde le tenía preparada una pequeña merienda, Yunus volvió a posponer el asunto.

Esa noche escribió en su diario:

Dios sabe que soy un padre egoísta. Ella tiene catorce años y está muy desarrollada para su edad; hace mucho que debería haber empezado los preparativos para la boda. Pero en cuanto está conmigo empieza a dolerme el corazón y contemplo con temor el día en que tenga que marcharse de mi casa. Estaré muy solo sin ella. Quería decírselo en la fiesta del Pésaj, quería decírselo hoy. Que Dios me perdone si espero un par de semanas más. Sólo un breve retraso. Sólo hasta Shavuot.

Etan ibn Eh me acompañó casi hasta casa. Durante la recepción sostuvo una larga conversación privada con Ibn Ammar. Se va de viaje a Coimbra. «También por negocios», según dijo. Eso significa que viaja por encargo de Ibn Ammar. Que Dios lo proteja.

Creo que pospondremos la boda hasta su regreso.

34
SEVILLA

VIERNES 20 DE MAYO, 1070

6 DE SIWAN, 4830 / 6 DE SHABÁN, 462

La avanzada, que se había mantenido a la vista durante toda el viaje, se detuvo de pronto, como si el camino estuviera obstruido por un obstáculo inesperado. Los hombres del grueso de la tropa se sobresaltaron, y como ningún jinete de la avanzada regresaba para comunicar lo que sucedía, como solía hacerse, los que iban en la vanguardia del grueso de la tropa echaron a galopar cada vez más deprisa, arrastrando a los que venían detrás, hasta que finalmente llegaron a toda rienda en un solo y largo grupo al lugar donde la avanzada se había detenido.

Sólo Lope e Ibn Eh conservaron la calma, dejando que sus caballos siguieran avanzando a paso lento. Sabían qué era lo que había detenido a la avanzada. Conocían aquel punto del camino en el que se ofrecía por primera vez a los viajeros procedentes del norte el paisaje del valle del Guadalquivir y la gran ciudad de casas blancas y resplandecientes. Cuando se unieron al grupo, la mayoría de los hombres habían desmontado para contemplar la ciudad desde el borde del camino, protegiéndose los ojos del sol con las manos.

—¿Sevilla? —preguntaron los hombres con respetuosa admiración—. ¿Eso es Sevilla?

—¡Sí, eso es Sevilla!

Faltaba poco para la medianoche. Habían partido de Guarda hacía once días. Sólo once días habían tardado en cubrir el largo trecho cabalgando a marcha forzada y casi sin pausa, ocho, nueve horas al día. Habían atravesado el reino del príncipe de Badajoz como un negro espectro, trescientos jinetes con caballos de reemplazo y asnos cargados con las armas. Habían cabalgado a tal velocidad que los jinetes moros que debían haber advertido de su presencia a los campesinos casi no habían podido seguirlos. No habían sido importunados en ningún punto del recorrido, aunque en Mérida, el emir había puesto en alerta a su guardia cuando cruzaron el enorme puente de piedra del Guadiana.

Se habían reunido en las afueras de Alcántara. Tropas de Braganza, Portocale, Coimbra, Guarda. Ibn Eh había ofrecido buenas cantidades de dinero a los condes, y éstos se habían apresurado en reunir a los hombres de los que podían prescindir. La oferta de Sevilla había llegado en el mejor momento, pues los condes necesitaban mucho dinero para la inminente lucha contra don García, el rey.

El conde había nombrado comandante de la tropa de Guarda al castellán de Sabugal. Lope habría tenido que quedarse en el castillo con el hijo del conde, pero éste decidió lo contrario al enterarse de que el joven conocía al emisario del príncipe de Sevilla e incluso a uno de sus visires. El conde había mantenido una larga charla con Lope, en la que le había encargado que transmitiera un mensaje al visir, y le había entregado dos de sus mejores caballos para que los llevara como regalo para el príncipe.

—Diles que estamos dispuestos a cerrar cualquier pacto contra ese bastardo de Galicia. Diles que siempre hemos respetado nuestros tratados con los reyes moros. Diles que a ellos también les conviene que detengamos a ese bastardo del otro lado del Miño. ¡Díselo!

Cuando llegaron al fondo del valle fueron recibidos por una división de caballería mora y llevados a un amplio cortijo, en el que les habían preparado alojamiento. Nada más desmontar, el jefe de los moros mandó que repartieran dinero entre ellos, dos dinares de oro para cada hombre y bolsas repletas para los comandantes. Una buena forma de recibirlos.

La tarde siguiente Lope e Ibn Eh fueron a visitar a Yunus, el hakim. Cabalgaron apenas una hora hacia el oeste, bordeando las faldas de las montañas, y giraron luego por un estrecho valle transversal. Media milla más allá, el valle se abrió y se encontraron ante una hilera de fincas blancas ocultas entre verdes jardines. Más allá, hacia el final del valle, podía verse una muralla defendida con torres, que cortaba el camino.

—¿El palacio? —preguntó Lope. Ibn Eh le había contado que el hakim había sido nombrado médico de cabecera de uno de los hijos del príncipe, y que le habían entregado en propiedad una finca cercana a una residencia de verano que el hijo del príncipe frecuentaba con su madre.

—Sí —dijo Ibn Eh—. Y parece que la princesa está aquí.

Ante la puerta había dos centinelas. El capitán de la tropa mora había afirmado que la madre del pequeño príncipe se encontraba en su residencia de verano desde hacía dos semanas, de donde Ibn Eh dedujo que, siendo así, tendrían que buscar al hakim en su casa de campo. El hijo del príncipe contaba sólo siete años. La tarea del médico de cabecera consistía en encontrarse siempre lo bastante cerca como para poder ir a verlo en cualquier momento.

Preguntaron a una criada, y ésta les mostró el camino. La casa del hakim era la última de la hilera, la más cercana a la residencia principesca. Al acercarse oyeron voces, y cuando llamaron a la puerta, les abrió el enorme criado negro al que Lope ya había visto una vez en Sevilla, muchos años atrás.

El criado saludó alegremente, sorprendido al reconocer a Ibn Eh. Luego miró a Lope sin disimular su desconfianza y se quedó de pie bajo el umbral de la puerta, cerrando el paso.

—Tranquilo, Ammi Hassán —dijo Ibn Eh—. Es un amigo. El hakim lo conoce y se alegrará de verlo.

El criado miró hacia atrás por encima de sus hombros, indeciso, y finalmente los dejó entrar. Cuando sus caballos cruzaron el umbral, el criado dijo a Ibn Eh algo que Lope no llegó a entender. El comerciante se detuvo y, titubeando, dijo:

—En ese caso ve a la casa y avisa de nuestra llegada. Nosotros mismos nos ocuparemos de los caballos.

Lope seguía junto a la puerta. Desde allí no se veía la casa; rosales y jazmines estorbaban la vista. El establo cubierto levantado detrás de la puerta estaba vacío. Lope cerró la puerta al entrar, mientras Ibn Eh amarraba ya su caballo y el criado se alejaba retrocediendo lentamente, como si no se decidiera del todo a dejar que los invitados de su señor se ocuparan ellos mismos de sus caballos.

El criado aún no había llegado a los rosales, cuando de pronto se oyó una voz clara y, un instante después, una muchacha salió de entre los arbustos. Una muchacha envuelta en un vestido blanco como el jazmín, descalza, con la cabeza descubierta y una radiante sonrisa de alegría, que desapareció repentinamente cuando vio los caballos extraños y volvió a brillar cuando reconoció a Ibn Eh. Corrió hacia él como si quisiera abrazarlo. Su cabello subía y bajaba a cada paso, su cabello largo y rizado, negro como el ala de un cuervo sobre su vestido blanco.

—¡Ammi Etan! ¡Ammi Etan! —gritó cogiendo a Ibn Eh de las manos y saludándolo con el precipitado júbilo del reencuentro. Su voz era como una canción.

Lope estaba detrás de su caballo. En un primer momento, ella no lo había visto. Sólo advirtió su presencia cuando Ibn Eh miró hacia él. La muchacha enmudeció y se llevó las manos a la cara en un gesto de recatado sobresalto. Cuando Lope vio sus ojos dirigidos hacia él, la reconoció: era la muchachita de Sevilla, la hija del hakim, que casi lo había sacado de sus casillas con sus curiosas preguntas infantiles. La pequeña había crecido a palmos; era más alta que Ibn Eh. Lope agachó la cabeza para no parecer descortés, pero no dejó de mirarla, y vio que ella tampoco le quitaba la mirada de encima mientras se sacaba de la manga un pañuelo que se llevó a la cabeza en un vano intento de ocultar su rebelde melena negra.

Entonces, como caída del cielo, una negra gorda llegó dando gritos a la hija del hakim, la ocultó rezongando bajo su amplio manto y se la llevó consigo a la casa. Antes de desaparecer entre los rosales, la negra tuvo tiempo de echar a Lope una fulminante mirada de reproche. Lope la había reconocido, e incluso recordado. Dada, así era como la había llamado la pequeña aquella vez. La vieja Dada.

El criado salió de su pasmo, se acercó a Lope y le quitó las riendas de las manos, e Ibn Eh le explicó con un cierto embarazo:

—El hakim todavía está en el castillo. Su hija lo estaba esperando a él; hace mucho que debería haber regresado. —Y, tirando a Lope del brazo, añadió de muy buen humor—: Dios mío, me acaba de decir que es Shavuot, Pascua. Yo ni siquiera lo recordaba.

La casa era más grande de lo que parecía desde fuera. Un edificio sencillo, pintado de blanco, colocado entre dos patios interiores. La vieja Dada recibió a los dos visitantes en la entrada. Se había calmado y los acompañó amablemente al salón, apresurándose luego a prepararles un baño. Lope e Ibn Eh la oían dar instrucciones a los criados con voz sonora y dominante.

La muchacha no estaba allí. Lope no volvió a verla hasta el anochecer, cuando se sentaron a cenar con el hakim bajo la gran palmera del patio interior.

Yunus había llegado poco antes de la puesta de sol. Con sorpresa y alegría, había dado la bienvenida a sus visitantes, abrazando fuertemente a Lope.

—Dios mío, si me hubiera topado contigo en la calle no te habría reconocido. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Te has convertido en todo un hombre. ¿Tanto tiempo ha pasado?

Cuando la vieja Dada sirvió la cena, la acompañaba la muchacha. Ahora llevaba una túnica azul y la cabeza cubierta por una faja que sólo dejaba a la vista su cara, y que ella sostenía de manera tal que también le ocultaba la boca.

—Mi hija Karima —dijo Yunus dirigiéndose a Lope. Al parecer, nadie le había dicho que se habían visto en la puerta.

Ella hizo una ligera reverencia y se sentó en el lugar que le señaló Yunus, algo apartado, fuera de la luz de la lámpara.

—Ya la habías visto antes, cuando era pequeña. ¿Lo recuerdas? —continuó Yunus.

Lope asintió cortésmente.

—No lo he olvidado —dijo.

—Aquella vez la dejaste muy impresionada —dijo Yunus, lanzando una sonriente mirada de reojo a su hija—. Varios años después me seguía preguntando por ti. El ghulam del caballero español. Oh, si, recordaba cada una de tus palabras. ¿Todavía te acuerdas, Karima?

La muchacha asintió en silencio. Lope la miraba furtivamente, pero ella mantenía la cabeza gacha, y la faja de la cabeza caía de tal modo que Lope no le veía la cara.

Durante la cena hablaron del obispo de León, en cuyo séquito Lope había llegado a Sevilla aquella vez. Hablaron de Barbastro. Hablaron también de Ibn Ammar.

—Te pedirá que te pongas a su servicio —dijo Yunus a Lope, sonriendo—. Apenas te reconozca te nombrará arif o comandante de su guardia personal o qué sé yo.

—Ya está informado —dijo Ibn Eh—. Mandé que el mensajero adelantado se lo comunicara. Supongo que ya ha mandado preparar la recepción.

—Su agradecimiento por lo ocurrido aquella vez en Barbastro no tiene límites —continuó Yunus—. Yo sólo lo cosí un poco, y Etan no hizo más que prestarle algo de dinero. Pero tú le salvaste la vida. A ti no te regalará una casa de campo sino un palacio.

—Te casará con una hija del príncipe —superó la oferta Ibn Eh, divertido. Los tres se echaron a reír.

Pero luego Yunus se sumió en una repentina seriedad y dijo, sacudiendo la cabeza:

—Por lo menos no puede nombrarte médico de la corte. —Pero con inesperada resignación, añadió—: Todos envidian mi posición, pero yo ya casi no puedo ir a mi consultorio. Me paso el tiempo buscando los dientes de leche flojos de un niño de siete años. No tengo nada que hacer, más que estar sentado en una finca demasiado grande y cobrando seis veces más de lo que recibía antes trabajando con mis pacientes. ¡Qué vida es ésta!

Observaron en silencio cómo la vieja Dada quitaba la mesa, traía agua para las manos y rellenaba las lámparas. La anciana iba y venía con paso inquieto, como una gata que quiere llevarse consigo a sus cachorros, y Lope comprendió que había llegado la hora de que la hija del hakim dejara solos a los hombres. La miró de reojo y supo de repente que ya no la volvería a ver, y esa idea le produjo una curiosa y desconocida excitación.

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