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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (68 page)

En Barbastro, Yunus había decidido desposar a Sarwa, la menor, con su asistente Zacarías. Pero luego la vieja Dada lo convenció de que no eran el uno para el otro, de modo que cuando Sarwa cumplió los catorce años, Yunus le eligió como marido al hijo menor de su vecino ar–Rashidi, el farmacéutico.

El ansia de aprender de Zacarías seguía intacta, y sus deseos de saber aumentaban a la par que sus conocimientos. Cuando cumplió diecinueve años, Yunus lo envío a Bagdad con el dinero suficiente y varias cartas de recomendación, para darle la oportunidad de recibir de uno de los grandes y reconocidos clínicos de esa ciudad la autorización para ejercer como médico. Tras la partida de Zacarías y la boda de Sarwa, sólo quedaba en casa Karima, la pequeña hija adoptiva de Yunus.

Cuando Yunus regresó de su viaje, Karima pasó más de un mes sin querer mirarlo, escondiéndose de él, no hablándole apenas. Yunus tuvo que hacer gala de mucha paciencia y dedicación para volver a ganarse la confianza de la pequeña y hacerle olvidar que la había abandonado durante tanto tiempo. Pero finalmente Karima lo había perdonado y se había convertido en la pequeña princesa de la casa, tan querida y mimada por Yunus y Ammi Hassán, el criado de la casa, que la vieja Dada tenía que esforzarse por encontrar la severidad necesaria para equilibrar el desmesurado afecto y condescendencia de los dos hombres.

Karima fue haciéndose mayor. A los catorce años era ya una muchacha tan llamativamente hermosa que en la calle los hombres se quedaban parados al verla pasar. Ammi Hassán no la perdía de vista, y la seguía como una sombra tan pronto como ella salía de casa.

En Zaragoza, Abú'l–Fadl Hasdai, el administrador financiero del príncipe al–Muktadir, se había convertido al Islam y había desposado a una mujer judía al enterarse de la noticia del asesinato de Josef ibn Nagdela en Granada. Acto seguido, el príncipe lo había convertido en su primer consejero y lo había nombrado Hadjib.

Ibn Ammar participó también del ascenso de su mecenas. Tras su regreso de Barbastro, Abú'l–Fadl Hasdai lo había llevado a su corte, introduciéndolo en el grupo de sus principales colaboradores. Ibn Ammar y su mecenas tenían más o menos la misma edad y sostenían las mismas opiniones políticas, de modo que no tardó en desarrollarse una estrecha relación de confianza entre ambos. Ibn Ammar aprendió mucho del ducho administrador y experto en finanzas que era Abú'l–Fadl Hasdai. Como embajador del hadjib, conoció también las cortes de los príncipes españoles. Trató con don Sancho en Burgos, con Sancho Garcés, el rey de Navarra, y con Ramón Berenguer, el conde de Barcelona. Gozaba de un gran prestigio en Zaragoza, pero, a pesar de ello, añoraba Sevilla. Él era un andaluz del sur. El norte era para él demasiado estricto, demasiado frío en invierno, demasiado triste. Así, envió a Sevilla una conmovedora carta en la que pedía a al–Mutadid que pusiera fin a su destierro. Envió al monarca encendidos poemas ensalzando su victoria sobre los emires bereberes, y en los que volcó todo su talento.

No recibió respuesta alguna.

Esto hizo tanto más estrecha la relación epistolar entre Ibn Ammar y Muhammad ibn Abbad, el hijo del monarca. El príncipe heredero le hacía llegar exaltados poemas y largas cartas, donde ratificaba su vieja amistad y se abandonaba a recuerdos comunes de su juventud. Ibn Ammar le respondía con el mismo entusiasmo; por lo demás, apostaba por el futuro y esperaba con paciencia.

La noticia que esperaba llegó antes de lo previsto. El 28 de febrero de 1069 murió al–Mutadid, el príncipe de Sevilla. La noticia llegó a Zaragoza a mediados de marzo. Pocos días después, Ibn Ammar se puso en camino. En Córdoba lo esperaba una escolta enviada por su principesco amigo. Correos rápidos anunciaron su inminente llegada. Muhammad ibn Abbad, que al subir al poder había adoptado el nombre de al–Mutamid, salió a recibirlo a las puertas de la ciudad y decretó tres días de fiesta para celebrar el reencuentro.

Inmediatamente después, ofreció a su amigo de juventud un cargo público que podía elegir libremente entre cualquiera de los que existían en su reino, incluido el de hadjib, si así lo deseaba. Ibn Ammar le pidió un tiempo para pensarlo. El cargo de hadjib de Sevilla, que, en su condición de doble visir, tenía a su cargo tanto la administración civil como la militar, estaba ocupado desde hacía casi veinte años por Abú'l–Walid ibn Zaydun, un hombre al que Ibn Ammar siempre había admirado. Ibn Zaydun procedía de una antigua familia de la nobleza de Córdoba, y era considerado uno de los más grandes poetas de Andalucía. Ibn Ammar lo había visto de lejos dos o tres veces durante su época de estudiante, en Córdoba, y sus poemas, apasionados y, sin embargo, de una mesura clásica, siempre habían sido un ejemplo para él.

Como todo andaluz, Ibn Ammar también conocía la apasionada historia de amor que había unido al joven Ibn Zaydun con la famosa princesa Wallada, la hija del califa omeya al–Mustakfi, quien había gobernado Córdoba durante el breve lapso de un año y medio. La princesa había sido una mujer extraordinaria, una belleza rubia de ojos azules, que, siguiendo una moda inaudita, llevaba el cabello muy corto y suelto y aparecía en público sin velo. La princesa había sostenido un salón literario en Córdoba, en el que solía encontrarse la juventud dorada de la capital: poetas rebosantes de esperanzas y poetas aristócratas e hijos de las familias más ricas y poderosas de la ciudad. La princesa Wallada había sido la flor de esa ilustre sociedad, y había dado a Ibn Zaydun suficientes pretextos para componer numerosos poemas cargados de dolor y celos. Finalmente, ella lo había abandonado.

Pero Ibn Zaydun no era sólo un gran poeta. Como hadjib del reino de Sevilla, había sido capaz de demostrar a un monarca tan caprichoso como al–Mutadid que sabía tratar con el poder. Gozaba de un gran prestigio en todo el reino. Ibn Ammar no tenía ni el deseo ni la intención de desplazarlo de su cargo.

Cuando al–Mutamid, el joven príncipe, repitió su oferta, Ibn Ammar le pidió el cargo de gobernador de Silves. Era el cargo más importante que podía pedir al príncipe sin ofenderlo y, además, era un detalle diplomático: el palacio del gobernador de Silves era el lugar en el que habían pasado juntos sus mejores años de juventud.

La renuncia a un cargo más importante hizo que Ibn Ammar fuera bien visto tanto por el hadjib como por otros dignatarios de la corte. Al–Mutamid se sintió conmovido, y cuando Ibn Ammar partió hacia Silves, el príncipe lo acompañó con un gran séquito hasta Niebla. Antes de separarse, al–Mutamid le entregó un poema guardado en una costosa cápsula de plata labrada. Se despidieron entre lágrimas.

Ibn Ammar sabía que la separación no sería muy larga.

Lope conoció la vida en las montañas, la nieve y las tormentas de hielo que azotaban las cumbres, y las largas y heladas noches de invierno. Vivió la primavera, con sus avenidas de agua que se precipitaban violentamente por profundas gargantas y empinados precipicios, y con su fresco verdor, que se posaba como un suave velo sobre los prados grises, cubiertos de nieve. Conoció los animales a los que tendía el lazo el viejo Pero: osos, lobos, linces, zorros, martas, armiños. Y aprendió los múltiples métodos con los que podían cazarse: trampas con verjas, lazos, redes, cepos, jaulas. Conoció a los hombres que vivían en las montañas y los bosques: pastores y cazadores, ermitaños extravagantes, montañeses semisalvajes, fugitivos, parias y locos que vivían en cuevas, como animales.

Lope se quedó tres años con el viejo Pero. Cada primavera llevaban sus pieles al valle para venderlas a los comerciantes. A finales del verano regresaban a las montañas y recorrían sus cotos, marcando cuevas, construcciones, rastros, árboles a cuya sombra se podía dormir y lugares de reposo. Hasta que en diciembre empezaba la caza.

El cuarto invierno, durante una noche extremadamente fría en la que volvieron a su cabaña tan agotados que no encontraron fuerzas para encender el fuego, murió el viejo Pero. Se quedó dormido y no volvió a despertar. A la mañana siguiente, Lope lo encontró tan frío y aterido como a los animales que caían en sus trampas. Lope se quedó dos meses más en el bosque, solo. Cuando se derritió la nieve, enterró al viejo y se encaminó hacia el valle con las pieles, como había aprendido. En otoño entró al servicio de un administrador del conde Pierre von Foix, como cazador de lobos. El conde había establecido grandes recompensas por matar a los animales que bajaban a los valles en las largas y frías noches de invierno. Lope cazó tantos lobos que la gente le puso el sobrenombre de «el Lobo». Dos años después, el conde en persona se fijó en él. Hizo que Lope le demostrara cómo manejaba el arco moro y lo llevó a su corte, primero como cazador, luego como arquero y, finalmente, como lancero de su mesnie. Lope participó en varias campañas y tomó parte en tres combates. Mató al señor de un castillo del vizconde de Carcasona en un combate entre ambos, tomó prisioneros a tres hombres del caballero y consiguió cinco caballos como botín. Inmediatamente después, el conde lo invistió con la espada, nombrándolo caballero de su corte.

A principios del año 1070 murió el conde de Foix como consecuencia de un pequeño arañazo encima del ojo, que le había causado su halcón cetrero. La cabeza se le hinchó y tuvo una muerte extremadamente dolorosa. Apenas estuvo bajo tierra, su hijo se mudó al castillo de Foix. Éste mantenía un largo conflicto con su padre desde hacia años, y al trasladarse al castillo llevó su propio séquito y despidió a la mayoría de los hombres del viejo conde. Lope fue uno de los que tuvo que marcharse. Cuando anunció que se dirigiría a España, se le unieron otros seis hombres, que lo siguieron a través de las montañas, primero hasta Aragón, luego hasta Castilla. Cuatro de ellos entraron al servicio del conde de Carrión, y los otros dos se quedaron en Sahagún, donde el prior del convento de los Santos Facundo y Primitivo estaba buscando gente para una nueva colonia del sur.

Lope siguió adelante. Al principio no había tenido un objetivo determinado, pero al llegar a León tomó casi como si fuera algo obvio la carretera hacia Salamanca, desde donde se encaminó hacia el sureste, rumbo a Guarda. De pronto sentía la necesidad de volver a ver a los suyos, su aldea, sus padres, sus hermanos. Quería saber si aún vivían y qué había sido de ellos. Quería volver a casa.

LIBRO SEGUNDO
QASIDAH
Canción Clásica
(1070–1071)
32
GUARDA

VIERNES 1 DE ABRIL, 1070

17 DE NISSÁN, 4830 / 16 DE DJUMADA, 462

Habían cabalgado seis horas seguidas, desde la salida del sol, y estaban buscando un lugar protegido del viento para hacer el descanso del mediodía cuando vieron al jinete. El sendero era tan estrecho que tenían que caminar en fila india. Lope iba a la cabeza, seguido por los tres judíos que se le habían unido en Salamanca y, cerrando la fila, el infanzón de Braganza con su mozo y los dos hidalgos que los acompañaban.

El jinete avanzaba directamente hacia ellos, bajando por una ladera llana. Al parecer iba solo. Era la primera persona que veían desde la mañana, desde que salieron de la taberna que había junto al vado del río Águeda. Lope recorrió los alrededores con la mirada. Toda la ladera se ofrecía a los ojos, y no se veía a nadie aparte de ese jinete. Aun así, Lope saco el arco de la aljaba y tensó la cuerda.

El hombre estaba desarmado. Era joven, poco más de veinte años; no era mucho mayor que el propio Lope. Llevaba una faja mora alrededor de la cabeza y montaba sobre una silla mora. Cuando llegó a veinte pasos de ellos, detuvo su caballo, desmontó, se acercó a Lope, se arrodilló, besó el estribo de su cabalgadura y dijo:

—Señor, soy un fugitivo, concededme la gracia de vuestra protección.

Hablaba castellano con acento andaluz. Era alto y bien formado, de rostro amplio y proporcionado y fuertes dientes. Iba vestido como un mozo de cuadra, pero no parecía un criado.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Lope.

El forastero hizo una reverencia.

—Vengo de Badajoz, señor. Era criado de un visir del príncipe de Badajoz. Pero me acusaron de haberme acercado demasiado a una de las mujeres de la casa de mi señor. Llevo cuatro días huyendo, señor, casi sin descanso.

No parecía acarrear sobre sus espaldas cuatro días de viaje a marcha forzada. Y su caballo tampoco; además, éste era un animal de inusual nobleza.

—Todo lo que poseo os pertenece, señor. Tomadme como criado, señor. Me llamo Salim.

Seguía arrodillado, cogido del estribo. Lope se inclinó hacia él y lo hizo levantarse tirándole del brazo.

—No necesito un criado. Además, tampoco estoy en condiciones de mantener uno —dijo Lope—. Busca otro señor —añadió, señalando al infanzón.

—Dejad que me quede con vos, señor —suplicó el forastero, abrazándose a la pierna de Lope—. Ya veréis qué útil puedo llegar a ser.

El infanzón se abrió paso hasta ellos y examinó el caballo. Luego llamó a su mozo con un gesto decidido y dijo:

—Caballo y silla me pertenecen.

Nadie hizo ninguna objeción.

—Si estáis buscando un lugar donde acampar, señor —dijo el forastero, con gran diligencia—, al otro lado de la colina, a dos millas de aquí, hay un pozo con agua muy buena.

Lope desconfiaba. Ordenó al forastero que los guiara y mantuvo los ojos bien abiertos. No creía la historia que les había contado. Pero no se veía nada sospechoso, ni pájaros que echaran a volar de repente ni pasos apropiados para una emboscada ni movimiento entre los árboles. Tampoco había nada sospechoso en el lugar de acampada al que los llevó aquel hombre. El fondo de un valle abierto, completamente expuesto a la vista, un pozo encauzado, algunas piedras aisladas.

Al llegar, el forastero se apresuró a coger agua, regó el suelo, desensilló los caballos, frotó a los animales con hierba seca; hizo, en fin, todo lo posible por agradar a sus nuevos amos. Al partir, caminó obedientemente delante de Lope, sin hacer siquiera un intento de recuperar su caballo.

—Creo que deberíamos dejarle montar —propuso Lope, pero el infanzón se negó.

—Este no es caballo para un esclavo moro —dijo—. Estoy seguro de que lo ha robado.

El forastero siguió a pie, sin quejarse. Caminó hasta el atardecer sin mostrar indicios de cansancio. También conocía un lugar seguro en el que podían pasar la noche, al pie de un peñasco desde cuya punta se divisaba toda la región. Entre tanto, toda desconfianza hacia él había desaparecido y, cuando se puso a dar de comer a los caballos, encender el fuego y cocinar, los otros empezaron a envidiar a Lope un criado tan servicial.

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