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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (72 page)

—¿Abdalmalik necesita tu ayuda sólo contra Toledo, o también contra los enemigos que tiene en la ciudad? —preguntó Ibn Ammar.

—Oficialmente, se trata tan sólo de un pacto de ayuda mutua en caso de ataque —dijo al–Mutamid sonriendo.

Ibn Ammar le devolvió la sonrisa.

—Al–Ma'mún no se atrevería a atacar Córdoba si no contara con aliados dentro de la misma ciudad —dijo Ibn Ammar—. ¿Quién? ¿Abderrahmán, el hermano?

—¿Tú qué crees? — preguntó a su vez al–Mutamid.

Ibn Ammar se levantó y caminó hacia una de las estrechas puertas flanqueadas por delgadas columnas que conducían a la galería de la torre.

—En Córdoba hay muchas grandes familias que podrían elevar las mismas pretensiones al trono que los Banu Djahwar —dijo en tono pensativo—. Probablemente preferirían a un príncipe que tiene su sede muy lejos de allí, en Toledo, que a uno de ellos mismos, que tendría que privarlos de poder para encumbrarse. — Se volvió hacia al–Mutamid—. ¿En quién puede apoyarse Abdalmalik? ¿Todas las grandes familias están contra él?

—La mayoría —contestó al–Mutamid—. Pero tiene a su lado al bazar y a la gente de la calle.

—La gente de la calle siempre está a favor del que más promete, y los comerciantes del bazar siempre están del lado del gobernante si éste es lo bastante fuerte para mantener el orden y la tranquilidad, y si los negocios les van bien —dijo Ibn Ammar—. La cuestión es si Abdalmalik es lo bastante fuerte.

—Ibn Zaydun lo averiguará. Para eso lo he enviado a Córdoba —dijo al–Mutamid con una pizca de consciente dignidad.

—¿Qué opina el hadjib del pacto de ayuda? —preguntó Ibn Ammar, mirando hacia la noche.

—¿Por qué te interesa su opinión? —replicó el príncipe tras una incomoda pausa.

—Es cordobés, hijo de una de las grandes familias de Córdoba. No hay nadie que conozca mejor que él esa ciudad —dijo Ibn Ammar, todavía de espaldas al príncipe.

—Ibn Zaydun no iba a Córdoba desde hacía veinte años —replicó al–Mutamid de mala gana. A continuación, con impaciencia apenas reprimida, preguntó—: Yo quiero saber qué opinas tú, Abú Bakr.

Ibn Ammar se dio la vuelta y lo miró, radiante.

—¡Y tú me lo preguntas! —dijo en un rapto de sincero entusiasmo—. Oh, Muhammad, lo sabes muy bien. No habrías podido sorprenderme con una noticia mejor. Es la oportunidad que esperaba el padre de tu padre, que Dios lo tenga en su paraíso. Serás tú el que haga realidad sus esperanzas. ¡Conseguirás lo que a tu padre siempre le estuvo vedado!

Dio un par de pasos hacia el príncipe, como si el entusiasmo lo empujara hacia él. Deliberadamente había mencionado primero al abuelo, para empequeñecer el papel del padre, aunque sabía que había sido este último quien había abierto el camino hacia Córdoba. Sólo su dinero había hecho posible que Abdalmalik se hiciera con el poder. Pero al príncipe no le gustaba ser comparado con su padre, mientras que, por el contrario, idolatraba a su abuelo.

Al–Mutamid se levantó de un salto y abrazó a Ibn Ammar con impetuosa alegría.

—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Oh, Abú Bakr, lo sabía!

Más tarde, estaban de pie el uno al lado del otro apoyados en el pretil de la torre, contemplando el río que, más allá del parque, brillaba entre las copas de las palmeras.

—Es el mismo río, aquí y allí —dijo Ibn Ammar.

—El mismo río —repitió al–Mutamid, sumido en sus pensamientos—. Pero allí es más caliente. Dicen que allí los veranos son más calurosos.

—A mí no me lo pareció —respondió Ibn Ammar—. Hay mucha agua, burbujeantes arroyos en todos los jardines, agua fresca, clara, que viene de las montañas.

—¿Conoces el palacio de az–Zahra? — preguntó al–Mutamid.

—He estado allí muchas veces —dijo Ibn Ammar—. Los bereberes que lo saquearon hicieron su trabajo a conciencia. Arrancaron todo lo que podía darles dinero. Pero algunos salones todavía se conservan, y hasta las ruinas son de una belleza incomparable. Los arroyos siguen corriendo por los parques. A veces, los días festivos en que hace buen tiempo, media Córdoba se reúne allí. Llevan la comida en cestos y se sientan bajo las palmeras. Y hay música en cada rincón.

—Podría reconstruirse el palacio —dijo al–Mutamid, lleno de ilusiones.

Una suave brisa empezó a soplar del sur, arrastrando consigo el aroma salado del mar.

—¿Hueles el mar? — preguntó Ibn Ammar. No podía dejar que el príncipe jugara con tanta ligereza con esa idea de Córdoba. Al–Mutamid era demasiado hablador y demasiado dado a sumirse en fantásticos sueños sobre el futuro. Ibn Ammar tenía que hacerle poner los pies sobre la tierra. Pero primero debía aclararse él mismo. Las perspectivas que se abrían a Sevilla con la oferta de alianza hecha por Abdalmalik podían avivar la imaginación hasta del espíritu más sensato.

Córdoba era un objetivo que bien valía cualquier riesgo. Córdoba, la gigantesca ciudad llena de vida, llena de inquieta erudición, la capital del antiguo califato, ante la cual hasta Sevilla palidecía. El centro de Andalucía. Quien gobernaba Córdoba tenía derecho a todo el reino. Al–Mutamid como sucesor de los califas Omeyas, como un nuevo al–Mansur que volvería a unir Andalucía y sometería a los españoles y a los francos escudados al norte, detrás de sus montañas. ¿Podía el joven príncipe de Sevilla hacer realidad ese sueño? ¿Era él el hombre adecuado para esa tarea?

¡Oh, Andalucía!, pensaba Ibn Ammar, mi bella Andalucía. Y entonces recordó una fábula que le contó en Silves su antiguo profesor:

»Cuando Dios separó lo seco de lo húmedo y creó la tierra, Andalucía le pidió un cielo siempre azul.

»Dios cumplió el deseo.

»Andalucía pidió un mar azul, frutas dulces, mujeres hermosas.

»Dios se lo concedió todo.

»–¿Y un buen gobierno? —pidió Andalucía.

»–No —dijo Dios—. Eso sería demasiado. Conténtate con ser un paraíso terrenal».

Pero ¿por qué Dios no iba a apiadarse del país más hermoso que había creado? ¿Por qué iba a entregárselo a esos bárbaros del norte? Quizá al–Mutamid no tenía la talla de un gran soberano, quizá era demasiado blando, demasiado indeciso, demasiado romántico. Pero sus súbditos lo amaban, y su padre le había dejado las arcas llenas y un reino bien ordenado. Además, ¿por qué no iba a crecerse conforme se le fueran planteando nuevas tareas? Córdoba podía ser un buen inicio, un toque de atabales que toda Andalucía escucharía con atención. Había que dar una señal, responder al ataque de al–Ma'mún con tal poder que no quedaran dudas sobre las pretensiones de dominio y la superioridad del reino de Sevilla.

Como de costumbre, el príncipe de Toledo reforzaría su ejército con mercenarios. Había que oponerle un ejército superior. Las tropas de al–Mutamid no eran suficientes. Había que reclutar jinetes del Magreb para reforzar las unidades bereberes, y, como contrapeso a éstos, había que reclutar también mercenarios españoles. Podía reclutárselos en Galicia o, mejor aún, acudirse a Sisnando ibn David y a los otros condes del norte del Mondego, con quienes el padre de al–Mutamid ya había mantenido buenas relaciones. El príncipe tenía que salir de esta primera campaña como brillante vencedor. Había que enviar mensajeros a Ceuta y Coimbra cuanto antes, a la mañana siguiente de ser posible.

Ibn Ammar, aunque con cauta reserva, empezó a adherirse a los planes del príncipe.

Yunus recibió la invitación durante una sesión matutina del Consejo de Ancianos. Ibn Eh también fue invitado. Isaak ibn al–Balia los llevó a un lado al terminar la sesión y les comunicó que Ibn Ammar, el excelentísimo visir del príncipe, había preguntado por ellos dando muestras de la mejor voluntad y esperaba recibirlos en una audiencia privada. Al–Balia ladeó la cabeza y sonrió a Yunus con aquella expresión de segura superioridad que en él era muestra de afecto. Estaba informado de todo. Lo sabía todo sobre todos.

Al–Balia había realizado un fabuloso ascenso. Por recomendación de Ibn Ammar, el príncipe lo había nombrado astrólogo de la corte y tras dos predicciones que se cumplieron con sorprendente rapidez, lo había encumbrado a la posición de nagib de todas las comunidades judías del reino de Sevilla. Gozaba de la confianza del príncipe en una medida nunca antes alcanzada por ningún otro judío.

—El visir ha insinuado en mi presencia la propuesta que quiere haceros en esa audiencia —dijo al–Balia, sin darle mayor importancia—. Supongo que espera que os ponga al corriente.

Yunus asintió torpemente. Desde que al–Balia fuera nombrado nasí, Yunus siempre se sentía extrañamente cohibido en presencia de éste. Lo que le molestaba no era el alto cargo que ostentaba ahora el rabino, ni la arrogancia con que lo llevaba, pues ante Yunus e Ibn Eh siempre mostraba la mayor deferencia, sin olvidar en ningún momento que fueron ellos quienes lo presentaron a Ibn Ammar; lo que molestaba a Yunus era la desfachatez con que al–Balia pretendía, incluso en privado, tomarse como algo serio y científico los embustes astrológicos con los que se había granjeado el favor del príncipe, a pesar de que Yunus sabía muy bien que antes al–Balia había rechazado la astrología como cualquier persona razonable. Un simple guiño de ojos habría bastado, pero el nasí ya no se permitía tales gestos.

—El visir está jugando con la idea de donar un hospital para dar gracias a Dios por su encumbramiento —continuó al–Balia—. Un pequeño gesto para agradar a los ortodoxos. Quiere comprar el viejo funduq de la puerta de los tintoreros y restaurarlo. No será un gran hospital, para no ofender al hadjib; sólo una modesta institución piadosa para la gente que no puede permitirse llamar a un buen médico —miró a Yunus a los ojos—. Supongo que el visir te encargará la dirección de ese hospital.

Yunus sacudió la cabeza, malhumorado.

—¡No es una buena idea! —dijo—. ¡En qué está pensando! ¡Hacer una donación piadosa y confiársela a un judío!

—Supongo que se siente en deuda contigo —dijo al–Balia, encogiéndose de hombros—. Quiere mostrarte su agradecimiento.

—¡Sacará de sus casillas a todos los musulmanes! —dijo Yunus.

—¿Tú qué le recomendarías?

—Que nombre director a un musulmán.

—¿Conoces a algún médico musulmán que puedas proponer para el cargo?

—¿Con cuántos médicos quiere dotar al hospital? —preguntó Yunus después de mencionar dos nombres.

—Con tres o cuatro, por lo que yo sé —dijo al–Balia.

—¿Por qué no un musulmán, un judío y un cristiano? —propuso Ibn Eh.

Al–Balia no le hizo caso. Seguía mirando a Yunus, que caminaba de un lado a otro con creciente nerviosismo.

—Si el visir te lo pide, ¿estarías dispuesto a trabajar en ese hospital a las órdenes de un médico musulmán? — preguntó al–Balia—. El puesto está bien pagado… ¡Un gran honor!

Yunus se volvió hacia el rabino.

—¿No basta con que me haya incluido en la lista de médicos de la corte? ¿No tengo ninguna posibilidad de escapar de ese honor?

—También sería un honor para nuestra comunidad —dijo al–Balia, inflexible—. Ibn Ammar es el hombre de mañana. Es demasiado listo como para desbancar al hadjib, pero pronto lo sucederá en el cargo. Ibn Zaydun es viejo, y su salud no es la mejor. No puedes rechazar un gesto noble del futuro hadjib sin tener una razón de peso.

—¿Por qué yo, Isaak? Soy un anciano que trata a pacientes ancianos que dependen de mi. ¿Por qué no otro médico judío?

—Ibn Ammar quiere honrarte a ti, Yunus. Si fuera a otro, habría donado una mezquita o una casa de baños.

—¿Por qué no Zacarías? —dijo Ibn Eh con obligado celo.

—¡Sí! ¿Por qué no Zacarías? —aprobó Yunus, esperanzado—. Es buen médico, llegará a ser mejor que yo, reúne todas las condiciones…

—Si, Yunus. Si fuera tu hijo —lo interrumpió al–Balia, impaciente.

—Para mi es como un hijo, es mi asistente desde hace casi diez años, entra y sale de mi casa como si fuera mi propio hijo.

—¡Pero no es tu hijo! — dijo al–Balia, poniendo énfasis en cada palabra.

Se quedaron un momento en silencio. Luego, Yunus dijo en voz baja:

—Pronto será mi yerno. — Al detectar la mirada sonriente de al–Balia, añadió con la cabeza gacha—: Os ruego que guardéis silencio sobre esto. De momento es sólo un deseo que llevo dentro.

En un primer momento, Yunus sintió vergüenza por haber revelado el secreto antes de tiempo, pero pronto recobró la calma. No había nadie en la comunidad que esperara algo distinto a que Karima se casara con Zacarías: la hija adoptiva con el joven al que Yunus había convertido en médico, que era su ayudante en el consultorio y que un día sería su sucesor. Yunus esperaba esa unión desde hacía años, sin haber pensado mucho en ella. Cuando Zacarías regresó de Bagdad, Yunus observó con callada complacencia que el joven no había hecho nada por intentar conseguir otra mujer. Y como ese año Karima había cumplido catorce, Yunus había decidido, sin pensarlo demasiado, dar su bendición a ambos. Estaba convencido de que eran el uno para el otro, y la vieja Dada compartía su opinión. Además, sabía que Zacarías estaba esperando con impaciencia que él le dijera algo, aunque en un primer momento no había estado completamente seguro de si Karima respondería al afecto de Zacarías.

Sin embargo, cuatro semanas atrás los dos jóvenes se habían encontrado en el consultorio, y desde entonces Yunus había tomado la firme decisión de casarlos.

Yunus había tenido que mandar en busca de Karima para que lo ayudara en un caso extremadamente complicado. Un fabricante de clavos de Taryana, musulmán ortodoxo, le traía pruebas de sangre de su mujer desde hacía semanas, exigiendo un diagnóstico sin la presencia de la paciente, pues no quería dejar que su mujer fuera examinada por médico alguno, ni siquiera por una asistenta. A partir de la orina y de la descripción hecha por el musulmán, Yunus había llegado a la conclusión de que la mujer padecía hidropesía. No obstante, la paciente creía que estaba encinta, y esto había hecho dudar a Yunus, pues había dado a luz seis hijos y, sin duda, conocía muy bien los síntomas de un embarazo. Al empeorar el estado de la mujer, su esposo había accedido por fin a llevarla al consultorio, pero con la condición de que la examinara una muchacha.

Karima la había examinado en la sala de operaciones, y había excluido rápidamente la posibilidad de un embarazo. Luego había descubierto que el diagnóstico de hidropesía tampoco concordaba con los síntomas, y que la mujer padecía una enfermedad del útero, muy fácil de confundir con un embarazo.

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