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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (64 page)

Casi todos los caballeros normandos se están instalando para quedarse en la ciudad, mientras que la mayoría de los señores franceses ya están preparando el regreso. El rey de Aragón ha prometido a todos los nobles que se comprometan a quedarse a vivir en la ciudad y a no ausentarse de ella más de tres meses al año, entregarles en propiedad una casa acorde con su rango, además de eximirlos de prestar servicio con las armas y de pagar impuestos durante veinte años. A pesar de esto, parece ser que muy pocos señores de Francia y Aragón aceptarán la oferta. Sin los normandos sería imposible mantener la ciudad.

Los señores franceses han permitido a algunos comerciantes adinerados de la ciudad que viajen a Huesca y Zaragoza, a fin de darles la oportunidad de conseguir dinero para rescatar a sus familias. Ibn Eh ha recibido el encargo de traer el dinero a Barbastro y llevar las negociaciones del rescate. Le han entregado un documento sellado por el rey de Aragón, que lo acredita como exea oficial, como lo llaman aquí; comprador de prisioneros. Si Dios quiere, mañana nos pondremos en camino.

Habían partido la mañana del cuarto día después de la capitulación, llegando a Huesca al atardecer. Al día siguiente, Yunus e Ibn Ammar habían seguido viaje hacia Zaragoza, mientras que Ibn Eh se había quedado, en espera de que los comerciantes de Barbastro consiguieran las cantidades exigidas para el rescate.

Yunus sacó punta a su pluma y se puso a escribir lo ocurrido en el viaje y durante su estancia en Zaragoza. El jaleo de voces que llegaba de la maslah se abría paso hasta sus oídos, sin que él lo oyera. Ante sus ojos emergían inquietantes imágenes que él sabía que jamás podría olvidar. El rostro gris de un hombre intentando desesperadamente volver a meterse los intestinos por la herida abierta en el vientre. El rostro desencajado de una niña de doce años que cayó en manos de dos arqueros normandos en el patio de la sinagoga. El gesto asustado e impaciente con que un niño pequeño intentaba despertar a su madre de la rigidez que él, en su inocencia, creía un profundo sueño. Los arabescos de sangre, casi pinceladas, sobre la pared blanca de un baño; y, en el frío suelo de mármol, los ojos abiertos que parecían mirarlo en un mudo reproche.

Se sobresaltó cuando Ibn Eh entró en su campo visual, de buen humor, radiante y soltando un suspiro de placer al sentarse a su lado. Yunus no se lo tomaba a mal a su amigo. Sabía lo que sentía Ibn Eh; él también lo había vivido al llegar a Zaragoza: después de nueve meses, por fin un baño, la agradable sensación de limpieza, la deliciosa sensación de que con el polvo, la suciedad y los parásitos uno se ha lavado también todas las malas experiencias de los meses pasados, todos los temores, humillaciones y penurias. Yunus envidiaba a su amigo esos momentos de despreocupado bienestar; sabía muy bien cómo se disfrutaban.

Cuando salieron del establecimiento de baños, Yunus llevó la conversación al tema que le venia preocupando cada vez más desde hacía algunos días: el viaje de regreso a Sevilla. Había hecho algunas averiguaciones. Dos días después del sabbat partía un transporte de armas hacia Medinaceli, y algunos comerciantes residentes en Toledo querían unírsele. Si aprovechaban esa oportunidad, y con la ayuda de Dios, podían estar en Sevilla en tres semanas. La nostalgia que sentía Yunus se hacía tan intensa ante esta idea, que le dolía. Pero Ibn Eh rehuyó su pregunta y más tarde, la noche del sabbat, que pasaron en casa del nasí, el comerciante dio a entender que su misión como comprador de prisioneros en Barbastro aún no había concluido y que pensaba viajar una vez más a la ciudad conquistada. Y, contando con la total atención de los invitados del nasí, entre ellos Ibn Ammar y algunos notables de la comunidad judía de Zaragoza, Ibn Eh se puso a relatar las dramáticas circunstancias de su primer viaje a Barbastro.

Informe del comerciante Etan ibn Eh sobre sus experiencias como exea en la ciudad conquistada de Barbastro:

»Para los desdichados habitantes de Barbastro la peor desgracia está en que, últimamente, se ha puesto de moda en las grandes cortes de la nobleza franca hacerse servir por criados y criadas andaluces, por prisioneros sarracenos, para usar sus palabras. La mayoría de los niños y niñas de la ciudad, de los hombres y mujeres jóvenes, si no son feos físicamente, tienen por delante el destino de ser raptados y llevados a los países francos. Sólo sire Robert Crispin, el comandante de la tropa normanda, ha enviado ya cincuenta jóvenes a Roma como botín de guerra para su señor, el Papa de los cristianos. Los señores franceses harán lo mismo cuando vuelvan a sus países de origen. En Barbastro se derramarán muchas lágrimas, muchos padres llorarán por sus hijos. Sólo los que estén en condiciones de ofrecer mucho dinero pueden tener esperanzas de salvar a sus hijos de ser raptados, pues el corazón de los francos sólo puede ablandarse con oro. Su avidez de oro desborda cualquier imaginación.

»Por encargo de seis comerciantes, dos judíos y cuatro musulmanes, que querían rescatar a sus respectivas mujeres e hijos, negocié con el duque de Aquitania y con el conde de Chalon, y conseguí la autorización para que los comerciantes salieran de la ciudad e intentaran reunir las sumas exigidas. Las sumas eran tan elevadas que sólo los dos judíos pudieron conseguirlas en Huesca; los otros tuvieron que seguir viaje hasta Zaragoza. Yo me dispuse a esperar unos cuantos días, pero entonces fui llamado sorprendentemente al al–Qasr de Huesca, donde me llevaron ante un hombre de distinguido linaje árabe, que había sido uno de los ciudadanos más ricos de Barbastro. Dios se apiade de su dolor, no quiero mencionar su nombre. Cuando hayáis oído mi historia hasta el final, comprenderéis mis razones.

»El hombre del que hablo era uno de los pocos que había conseguido comprar la libre retirada antes de la capitulación de la ciudad. Pero había tenido que dejar en manos de los vencedores a una hija y a una cantante de la que estaba enamorado. Deseaba comprar la libertad de ambas, tan rápido como fuera posible y prácticamente a cualquier precio. Estaba dispuesto a ofrecer una suma de más de dos mil dinares, parte en oro, parte en trajes y telas costosas.

»Me puse en marcha la mañana siguiente. Hice cargar en tres mulas el tesoro de mi mandante, lo mismo que el dinero de los comerciantes judíos. Nunca en mi vida había viajado con semejante cantidad de dinero en efectivo, pero no me quedaba más remedio, pues con los francos sólo se puede negociar si uno les pone bajo las narices el oro acuñado. Afortunadamente, el qa'id de Huesca puso a mis órdenes una división de caballería que me escoltó hasta Barbastro.

»Llegué a última hora de la tarde. La casa de mi mandante había tocado en suerte al conde de Roda, uno de los que pensaban establecerse en la ciudad. Yo lo conocía de los días del sitio. Un hombre joven, poco más de veinte años, cabello negro, recio, ignorante como un campesino. Cuando estuve frente a él, apenas si lo reconocí. Me recibió en el harén de la casa, en las habitaciones privadas del dueño, en las que resultaba evidente que el conde no había modificado ni el más mínimo detalle. Los murales, tapices, alfombras y cojines; todo señalaba el más exquisito gusto andaluz. Y el conde mismo estaba vestido como un andaluz distinguido. Llevaba un traje de mi mandante y estaba sentado en su lecho. Con él había varias mujeres, todas sin velo y con el cabello suelto.

»El conde preguntó el motivo de mi visita, y yo le expliqué mi misión sinceramente y sin rodeos. El conde señaló a las mujeres, sonriendo, y dijo en su dialecto aragonés:

»—Míralas y dime cuáles son las dos que buscas. Si no las encuentras aquí puedes ir a mi castillo, en Roda, donde tengo un mayor surtido.

»Le contesté que no hacia falta ir a Roda, que las dos mujeres se encontraban allí, con él. Mi mandante me las había descrito con tal exactitud que las reconocí de inmediato. Las señalé y dije:

»—Dime el precio y lo pagaré sin regatear.

»—¿Qué puedes ofrecer? —preguntó el conde.

»Respondí que estaba dispuesto a pagar en oro y en ricos trajes y telas.

»—¡Y crees que con eso me puedes impresionar! —replicó él, en tono burlón. Luego se volvió hacia una de las criadas y, señalando un gran arcón colocado junto al lecho, dijo—: ¡Masha! —La muchacha se llamaba Bahdja, pero el conde no sabía pronunciar correctamente su nombre—. ¡Masha, enséñale a este viejo saco judío lo que tenemos en este arcón!

»La criada abrió el arcón y empezó a sacar bolsas llenas de oro y plata, bandejas de plata, copas, jarras y cofrecillos llenos de perlas y piedras preciosas, y fue amontonando todo aquello delante del conde. El montón era tan grande que el conde casi había desaparecido detrás de él. Lleno de orgullo, abrió algunas de las bolsas y cofrecillos para mostrarme su contenido. Luego se volvió nuevamente hacia la criada y le ordenó que trajera los tejidos y trajes que había tomado como botín. La muchacha, Bahdja, fue por lo que le habían ordenado y lo extendió todo sobre el lecho: costosas telas, fardos de valiosos brocados de seda y finísimo lino, y en tal cantidad que me costaba trabajo creer lo que estaba viendo. Comparado con aquello, lo que yo podía ofrecerle era realmente insignificante.

»—Todavía tengo más —dijo finalmente el conde. Y mirándome fijamente a los ojos, añadió con una fría sonrisa—: Pero aunque no tuviera este tesoro y tu oferta fuese mucho mayor, no aceptaría ese negocio, pues no pienso separarme de las dos mujeres que me pides. —Señaló a la primera y continuó—: Ésta es la hija del hombre al que antes pertenecían esta casa y este tesoro. Es muy hermosa, y la he convertido en mi favorita. Confío en que me dará muchos hijos. Su padre es un señor distinguido entre los sarracenos, y sus antepasados, cuando aún tenían el poder para hacerlo, tomaban a nuestras mujeres de la misma manera. Ahora ha cambiado la página y nosotros tomamos a sus hijas.

»Acto seguido, se volvió hacia la otra mujer y dijo:

»—A ella tampoco la entregaré a ningún precio, pues era la amante de ese hombre. Cuando bebía y le apetecía divertirse, la mandaba llamar para que le cantara algo con el laúd. Ahora yo también encuentro placentero divertirme de ese modo. ¡Mira qué hermosa es! —Hizo un guiño a la mujer y, en un árabe chapurreado que seguramente había aprendido de su ama de cría, le ordenó—: ¡Coge tu laúd y canta a este viejo saco judío una de tus canciones!

»La joven obedeció. Se sentó y afinó el instrumento. Vi que los ojos se le llenaban de lágrimas mientras cantaba. Era una antigua canción árabe, no entendí la letra. El conde la entendió aún menos, pero escuchaba atentamente, suspirando en varios instantes y echando traguitos del vino que le alcanzó una de las criadas. Cuando la cantante terminó, se enjugó las lágrimas discretamente. Me di cuenta de que no tenía sentido seguir insistiendo, así que me despedí y me dirigí a los señores que habían ocupado las casas de los dos comerciantes judíos. Tampoco allí tuve demasiado éxito. Los conquistadores habían hecho tal botín, que algunos parecían haber perdido hasta su avidez de oro. Un hombre al que conocí durante el sitio, cuando era sólo un pequeño hidalgo, tenía ahora tanto dinero que podía mantener cuatro caballos. Y mandó sacrificar un carnero sólo porque le apetecía el hígado».

Ibn Eh dio por terminado su relato. El comerciante hizo aún tres viajes más a Barbastro para negociar rescates y comprar la libertad de hombres, mujeres y niños. Era el único hombre de confianza que conocía a los señores aragoneses, franceses y normandos, y podía negociar con ellos con buenas perspectivas de éxito.

Yunus se dedicó a practicar el arte de la paciencia. Durante un tiempo estuvo sopesando la posibilidad de hacer el viaje solo, pero finalmente decidió esperar a su amigo y partir juntos. No tomaron la carretera que pasaba por Toledo, sino que bajaron por el Ebro hasta Tortosa, donde tomaron un velero rápido que los llevó bordeando la costa hasta Valencia, Denia y Almería. Allí tomaron un segundo velero costanero que, pasando por Algeciras y Málaga, los llevó directamente hasta Sevilla, donde llegaron tres semanas después de su partida.

Al cruzar el umbral de su casa, Yunus juró no volver a viajar nunca más. Nunca.

31
BARBASTRO

VIERNES 12 DE NOVIEMBRE, 1064

1 DE KISLEW, 4825 / 29 DE DU'L–QADA, 456

Lope sostenía en vertical la larga vara que le servía como lanza. Miró la caperuza de cuero acolchado que envolvía la punta y los trapos que simulaban el pendón, sacudidos por el viento de las montañas. Practicaban con ramas secas, ligeramente podridas y cortadas del tamaño adecuado, que se rompían al chocar. Habían preparado todo un atado de estas lanzas. Al terminar cada ronda, sólo tenían que cambiar de vara la caperuza y volver a atar los trapos, y ya estaban armados para la siguiente arremetida. Cada día de ejercicios hacían doce o quince rondas, a veces más, si el capitán estaba en buena forma.

Lope lo vio bajar por la colina y espoleó su caballo. Trazó un arco para ganar altura y sacar ventaja al capitán, al poder atacarlo de arriba a abajo. Levantó el redondo escudo moro, lo enganchó por el borde inferior al arzón, se agazapó detrás de él y se inclinó hacia delante, cuidando de que su caballo mantuviera la cabeza erguida y galopara recto, directamente hacia el adversario, sin dejar al descubierto el costado, sin rehuir el encuentro. Lope sostuvo la lanza con la punta hacia arriba hasta que estuvo a treinta pasos del capitán. Entonces empezó a bajarla y, mirando por encima del borde del escudo, encaró el blanco: la protección del cuello o los cuatro remaches del soporte del escudo, donde en caso de un combate en serio podía atravesarse el escudo y herir el brazo. Se apretó la lanza al costado con el codo, con tanta firmeza como podía, y agarró con fuerza el asta, esperando ese vertiginoso instante en que ambas lanzas golpeaban casi al mismo tiempo, ese bravísimo instante que, cuando el combate iba en serio, decidía entre la vida y la muerte, entre la victoria y la derrota.

Mantener la visión del conjunto en esa fase decisiva del combate, ése era el secreto: no perder de vista al adversario, hacer el escudo a un lado apenas se sentía que la lanza del rival se clavaba en él, dejar caer la propia lanza apenas ésta se rompía y, mientras los caballos se cruzaban a una velocidad de vértigo, intentar meter la mano derecha entre las riendas del adversario o coger de la mano o del brazo al rival, para apartarlo y tirarlo de la silla y, al mismo tiempo, para impedir que el otro hiciese algo similar. Esto es lo que el capitán intentaba enseñar a Lope.

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