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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (30 page)

Ibn Ammar asintió con la cabeza y se dirigió a la planta baja.

La mujer entró con un asno cargado a más no poder de esponjas, cepillos, peines, trozos de piedra pómez, jarras de jabón y otros artículos de baño. Con el permiso de Ibn Ammar, llevó el asno al establo. La lluvia empezaba a caer con mayor intensidad.

La mujer, desmesuradamente gorda, llevaba puesto un pañuelo negro en la cabeza y un capote teñido de añil. Traía un mensaje. Todo el mundo sabía que traía un mensaje, pero la mujer hacía de ello un secreto y esperó a que Ibn Ammar se quedara a solas con ella antes de sacar lo que traía. Era una pequeña carta perfumada cosida en una bolsita de seda y lacrada con cera. Contenía únicamente dos líneas escritas con hermosas letras redondeadas y de trazo amplio:

He enviado la barca de mi nostalgia,

Dios le conceda un feliz regreso.

Ibn Ammar volvió a guardar la carta en la bolsita. El delicado perfume de rosas se le metía por la nariz. Las rosas que rodeaban el quiosco. Los tiernos botones rojos a punto de abrirse que él le había dado antes de marcharse, el movimiento fugaz de las manos de ella al coger las flores. En aquellos días los rosales aún no habían terminado de florecer; cuánto tiempo había pasado, cuánto tiempo. Ibn Ammar veía el rostro de la mujer debajo del velo, la sonrisa de sus labios. En ese tiempo, Ibn Ammar había pedido dos o tres veces al príncipe heredero que le diera unas vacaciones, pero no le habían concedido ni un solo día libre. Ni siquiera había podido escribir una carta a la mujer, pues no conocía a ningún mensajero que tuviera acceso a ella.

En la esquina inferior de la bolsita de seda estaba bordado el nombre de Zohra. Debía de ser su nombre. Al despedirse, Ibn Ammar le había suplicado que le dijera su nombre. Ella había titubeado y, finalmente, le había prometido que se lo haría saber algún día, quizá muy pronto. Zohra, la Bella. Era un nombre adecuado para ella.

—¿Qué otra cosa te han encargado que me digas? —preguntó Ibn Ammar a la mensajera.

La mujer hizo una apresurada reverencia.

—Oh, sí, señor. Buenas noticias, señor. ¡Qué suerte haberos encontrado, señor, precisamente hoy, señor! —dijo, haciendo una reverencia cada vez que decía «señor»—. Ocho veces he venido a veros, señor, ocho veces he llamado a vuestra puerta, ocho veces he hecho el largo camino hasta aquí, señor; un largo camino, señor.

Ibn Ammar comprendió que antes la mujer quería recibir su paga, así que se sacó un dinar del bolsillo y se lo puso en la mano.

—Dios os bendiga, señor. —La mujer se acercó aún más y bajó la voz hasta convertirla en un susurro, a pesar de que estaban a solas—. Buenas noticias, señor. Debo deciros que os esperan. Esta misma noche, señor, esta noche después de la segunda oración.

—¿Esta noche? ¿Estás segura?

—Eso me han encargado que os diga, señor. Esta misma noche después de la oración del atamah.

Aún en susurros, describió el punto de encuentro en el que esperaban a Ibn Ammar.

—¿Y avisarás a la persona que te ha enviado que iré esta noche?

—Oh, sí, señor; lo haré.

Ibn Ammar cogió sus utensilios de escritura, escribió un par de líneas en una hoja de papel, dobló la hoja y se la entregó a la mujer sin sellarla.

—¿Quieres entregar esta carta, hoy mismo, tan rápido como pueda llevarte tu asno?

—Estoy a vuestro servicio, señor, podéis confiar en la vieja Hafsah, señor. Estaré siempre dispuesta a serviros cuando necesitéis un mensajero, señor. Bastará con que mandéis llamar a la vieja Hafsah; todo el mundo me conoce.

Ibn Ammar le dio un dinar más, para estar seguro de que podía contar con su discreción.

Poco después de la puesta de sol llegó el muchacho que debía guiar a Ibn Ammar: un sobrino del jardinero que aún no tenía ni dieciséis años, pero que, al parecer, estaba muy familiarizado con la región. El chico iba andando junto al caballo de Ibn Ammar y, cuando cayó la oscuridad, cogió las riendas del animal. Primero siguieron el camino paralelo al canal que bordeaba las huertas. A última hora de la tarde había dejado de llover, y los cascos del caballo no hacían ningún ruido sobre el suelo húmedo. Luego doblaron hacia el sur, internándose en las montañas y subiendo a través de bosques de pinos por senderos pedregosos y muy empinados que sólo ese joven podía descubrir. Parecía tener ojos en los pies.

—Será mejor que dejéis aquí vuestro caballo, señor —dijo el muchacho.

—¿Dónde estamos? —preguntó Ibn Ammar.

—A sólo trescientos pasos de la muralla —dijo el muchacho—. Allí arriba está la torre.

Ibn Ammar no podía ver la torre. Ni siquiera veía en qué dirección señalaba su joven guía. Desmontó, entregó el caballo al muchacho y escuchó cómo éste llevaba el animal hacia los árboles, acariciándole el pescuezo y diciéndole palabras tranquilizadoras.

Siguieron a pie hasta que la maciza y angulosa silueta de la torre apareció ante ellos, claramente recortada sobre el negro del cielo. El punto de encuentro estaba al pie de la muralla, treinta pasos al este de la torre. El muchacho se detuvo.

—¿Hay un guardia arriba? —preguntó Ibn Ammar.

—No puedo verlo —dijo el chico—. Generalmente hay un guardia con un perro. Y por la noche también dejan perros sueltos en el parque.

Miraron hacia la plataforma de la torre. Allí no se movía nada. Tal vez la mujer había mandado dar al centinela vino mezclado con opio, pensó Ibn Ammar. Probablemente también habría mandado narcotizar al perro y a los perros del parque. No habría elegido un punto de encuentro tan cercano a la torre de no estar completamente segura de que no existía peligro alguno.

Caminaron hasta el pie de la muralla. En voz muy baja, Ibn Ammar pidió al muchacho que le mostrara en qué dirección se encontraba el caballo, se grabó en la memoria la porción del horizonte hacia la que señalaba el chico y acordaron una señal en caso de urgencia. Luego despidió al muchacho.

Esperó en la oscuridad, con la espalda apoyada contra la muralla. El primer almuecín empezó a llamar a oración; sonaba tan débil y lejano que parecía el canto de un pájaro de la noche. Se le sumó un segundo almuecín, ya más cercano, y un tercero, y un cuarto; los pueblos parecían estar muy cerca unos de otros. Probablemente eran los pueblos que formaban parte de la propiedad de Ibn Mundhir. Las llamadas de los almuecines se superponían, se entremezclaban. Ibn Ammar prestó atención, intentando oir si salía algún ruido de la torre, si acaso el centinela levantaba sus oraciones. Oyó un murmullo, pero no procedía de la torre, sino del pie de la muralla. Entonces se dejó oir una voz, muy cerca de él, apenas audible:

—¡Sayyid! ¡Sayyid!

Una voz de mujer, la voz de la doncella.

Ibn Ammar se dejó ver y caminó a lo largo de la muralla palpándola con la mano. De pronto sintió que otra mano lo cogía de la manga y tiraba de él. En la muralla había una abertura; apenas dos codos de altura.

—¡Con cuidado, señor!

Se arrodilló. Escuchó que la puerta se cerraba detrás de él y se corría el cerrojo.

—¡Seguidme, señor!

La mano volvió a tirar de él, y él la siguió a ciegas. Sólo cuando llegaron al seto volvió a sentirse orientado.

La doncella se detuvo frente al quiosco.

—¡Esperad aquí, señor! —dijo antes de marcharse rápidamente.

Ibn Ammar oyó primero unos suaves golpecitos y luego regresar a la doncella. Una puerta se abrió sin hacer ruido. Sintió que tiraban de él hacia el interior, se abrió una segunda puerta y tuvo que cerrar los ojos cegado por la luz.

Se quedó inmóvil. Un perturbador perfume de rosas, alcanfor y áloe llegaba a su nariz. Poco a poco, sus ojos empezaron a acostumbrarse a la luz. Miró a su alrededor parpadeando. Estaba en una habitación circular coronada por una bóveda. Las paredes estaban recubiertas de tapices de seda con bordados de flores; en el suelo, las alfombras se amontonaban unas sobre otras, y, encima de éstas, cojines y almohadas se apilaban en un derroche de lujo. En medio de todo aquello había dos incensarios y dos altísimas lámparas de velas; del techo colgaba una jaula de pájaros tejida. Ibn Ammar estaba solo. No se oía ningún ruido, a excepción de los suaves crujidos de la madera de áloe en los incensarios. Seguía quieto, inmóvil, respirando hondo y dejando que el aroma a rosas lo impregnara. Por el rabillo del ojo percibió un movimiento, un movimiento fugaz entre las cortinas de la pared, y oyó un delicado tintineo, como de campanillas de plata. Y entonces la vio. Había entrado en la habitación deslizándose como una sombra. El mantón que llevaba puesto era del mismo color que los tapices de las paredes y tenía el mismo bordado de flores. Parecía estar sin aliento, como si hubiera corrido mucho. Movía los labios sin decir nada, su mirada estaba fija en él.

Ibn Ammar había preparado un poemita para ese momento, dos pulidos versos con los que continuar el juego que habían iniciado unas semanas atrás, el juego del acercamiento y del rechazo, de la vacilación y el impulso. Pero ahora los versos ya no servían, aquello ya no era un juego, se habían saltado todas las reglas, habían cruzado todos los umbrales.

—¡Sayyida! —dijo Ibn Ammar—. ¡Sayyida!

Ella lo interrumpió rápidamente, casi suplicante.

—¡No, no! Ya sabes mi nombre. ¡Ya lo sabes!

Ibn Ammar dio tres pasos hacia ella, y ella le salió al encuentro, se le echó encima, se aferró a él, lo abrazó salvaje y ardientemente, se apretó contra él. Y las manos de Ibn Ammar buscaron su cuerpo bajo la gruesa capa de sus ropajes.

—¡Zohra! —dijo él—. ¡Zohra!

Los dientes de Zohra en su cuello; sus labios en sus mejillas, en sus ojos, en su boca; sus dientes en sus dientes, violentos, dolorosos; su lengua entre sus labios; sus dedos suaves sobre su rostro, entre sus cabellos.

—¡Oh, Abú Bakr, cuánto tiempo te he esperado!

De pronto ella se quedó quieta entre sus brazos, arrimó la cara al doblez de su cuello, sus hombros temblaron, y cuando él cogió su cabeza entre sus manos, sus ojos estaban húmedos, su rostro destilaba entrega. Ella, dócil y tierna, no sentía ningún temor entre sus brazos, como si fueran una pareja de amantes que vuelve a verse tras una larga separación.

Y siguió quieta mientras él le quitaba de encima de los hombros la malhafa, que era del mismo color que los tapices de las paredes y estaba bordada con las mismas flores. Y mientras le quitaba la hulla verde pistacho de ribetes dorados, que llevaba bajo el mantón. Y la hulla gris que llevaba debajo, y la qamis azul noche. Y ella no desvió la mirada mientras él la desvestía. Una ghilala de seda del color de la macis; una ghilala de seda teñida del color de la madera de sándalo.

—Me he puesto mis mejores galas para ti, Abú Bakr. Me he puesto mis joyas, quería estar hermosa para ti, Abú Bakr, quería ser para ti como una novia.

Ibn Ammar le quitó el pañuelo que le cubría el cabello, cabello profundamente negro entretejido con hilos de plata. Abrió el broche de la ghilala que llevaba debajo de todo, y el rojo fuego era tan fino y transparente que ya apenas si ocultaba su cuerpo. Ella seguía inmóvil, hasta que, de repente, se apartó de Ibn Ammar saliendo con un rápido paso del anillo de ropa que se había amontonado alrededor de ella, se colocó frente a él y, sin dejar de mirarlo a los ojos, dejó que la ghilala roja resbalara de su cuerpo con un suave movimiento. Las pulseras que llevaba en la muñeca producían un ligero tintineo. Era más esbelta de lo que Ibn Ammar había imaginado, y tenía los pechos firmes y redondeados. Alrededor del vientre lucía un cinturón de oro tirado con un medallón que le cubría el ombligo. El pubis, depilado, era liso y blanco como el marfil, y las puertas del paraíso estaban cubiertas de polvo dorado.

«Los encantos de la mujer del comerciante», pensó fugazmente Ibn Ammar mientras se arrancaba la ropa del cuerpo. Pero la frase voló inmediatamente de su memoria como un pájaro, incapaz él de retenerla.

Más tarde, cuando, extenuados por el amor, yacían juntos entre los cojines, ella dijo:

—Yo ya te había visto una vez, en Sevilla. ¿Lo sabias, Abú Bakr? Hace diez años. Te vi en el prado junto al río. Estabas con Muhammad ibn Abbad, el príncipe, y pasaste tan cerca de mi que te hubiera podido tocar —miro a Ibn Ammar sonriendo—. El día de la fiesta te reconocí a la primera mirada. No te había olvidado.

—¿Qué edad tenias cuando me viste en Sevilla? —preguntó Ibn Ammar, sorprendido.

—Dieciocho años.

—¿Y cómo viniste luego a Murcia y a esta casa?

—No es una historia apropiada para esta noche —dijo ella, eludiendo la pregunta.

—Cuéntamelo.

—Si tú lo quieres —dijo. Se tumbó de espaldas, mirando el techo—. Es una historia muy corriente. Mi padre era comerciante en paños en Sevilla. Tenía una gran fortuna cuando yo era aún una jovencita. Luego lo perdió todo en el transcurso de un año. Entonces yo estaba prometida con el hijo de un wakil. El contrato se anuló. Mi padre tuvo que trabajar cuatro años para pagar todas sus deudas. Pudo satisfacer a todos sus acreedores, menos a uno. Entonces cayó enfermo. El único dinero que le quedaba era mi dote, que estaba muy bien invertida en una casa de alquiler en Taryana. Mi padre escribió una carta a su último acreedor proponiéndole que se casara conmigo. Así fue como vine a parar a Murcia.

—¿Quieres decir que Ibn Mundhir se casó contigo sólo para no perder su dinero?

—Tal vez…, no lo sé —dijo Zohra sonriendo.

Ibn Ammar se incorporó.

—¿Lo odias? —preguntó.

—No —dijo ella—. ¿Por que habría de odiarlo? Siempre me ha tratado bien. Es generoso con todos mis deseos; no tengo motivos para quejarme. —Su mirada contestó a la de Ibn Ammar, y su sonrisa se hizo más profunda—. No, no tengo motivos para quejarme.

Ibn Ammar contemplaba a Zohra tumbada frente a él, contemplaba el resplandor titilante de su piel bajo la tibia luz de las velas. Pensó a cuántos hombres habría recibido antes que a él en aquel discreto quiosco, y volvió a surgir por sí mismo aquel pensamiento, un pensamiento impropio, impropio de esa noche y referido a esa mujer: «Los encantos de la mujer del comerciante». La frase volvió a desvanecerse, pero ahora Ibn Ammar sabía qué quería decir y, sonriendo, se dejó caer sobre los cojines y se sumió en sus recuerdos.

Cuando era estudiante, en Córdoba, una vez había acudido a las clases de literatura árabe antigua que dictaba un viejo filólogo, un tradicionalista que vivía en olor de santidad. Para amortiguar la desenfrenada fantasía de sus jóvenes alumnos, el anciano les contó varias veces en el transcurso de sus clases una historia: la historia del joven piadoso y de la mujer del comerciante. Ibn Ammar todavía recordaba perfectamente cada palabra.

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