Naturalmente esta doctrina fue muy vapuleada por los colegas del profesor y el mundo científico en general. Por eso Gardner resolvió ponerse en contacto directo con los simios en su ambiente natural. Una vez que hubiera podido conversar con gorilas y chimpancés, regresaría a América y pondría las cosas en su lugar…
Para abreviar el relato: el viaje fue un fracaso, y el pobre sabio, devorado por los mosquitos, tras pretender en vano establecer un contacto con los monos de la selva, regresó a su país natal, acompañado por dos pequeños chimpancés que se negaron a abandonarlo…
Naturalmente, el profesor sostuvo que había descubierto el significado de ciertos sonidos: «whouw», comida; «cheniy», bebida; «iegk», cuidado; más adelante, una vez de regreso en el Zoológico de Washington, el sabio insistió en afirmar que de sus estudios basados en los discos fonográficos grabados en las jaulas, podía llegar a obtener las bases del idioma hablado por los cuadrumanos…
La única conclusión lógica que podía sacarse de todo esto, era que resultaba imposible considerar con absoluta seguridad que los experimentos del norteamericano hubieran fracasado o tenido éxito, por la forma deficiente en que éste los realizara. Por lo tanto, aún quedaba la incógnita de saber cómo hubieran reaccionado los monos africanos estudiados durante más tiempo y siguiendo un método perfeccionado.
Esto resolvió llevarlo a cabo cierto sabio llamado Johausen, que vivía en Malimba, en el Camerún. Se trataba de un médico más amante de la zoología y la botánica que de sus enfermos.
Cuando supo el fracaso de los experimentos del profesor Gardner, el médico, pese a que había pasado hacía ya tiempo los cincuenta años, decidió proseguirlos en el ambiente natural de los cuadrumanos. Su fortuna le permitía realizar semejante viaje, y si bien no era joven ya, gozaba de perfecta salud.
Así pues, acompañado por un servidor nativo que no imaginaba siquiera el proyecto de su amo, partió para el corazón de la selva resuelto a quedarse a vivir con los monos. En el equipaje que llevaba, Johausen agregó una gran jaula que se hiciera fabricar en Alemania, en la que pensaba vivir para estar más cerca de las tribus simiescas que visitaría.
Para concluir, el 13 de febrero de 1896, el doctor y su sirviente indígena, se embarcaron en un navío fluvial, rumbo a… ¿Rumbo a dónde?
Esto no lo quiso decir el médico. Como llevaba las vituallas necesarias para vivir mucho tiempo sin necesidad de entrar en contacto con el mundo civilizado, conservó un secreto impenetrable sobre su destino, pues no quería ser molestado en sus estudios.
Habían pasado ya tres años, sin que ninguna noticia del sabio llegara a oídos del mundo exterior. Max Huber y John Cort, que habían conocido al médico, a veces lo recordaban con curiosidad.
Ahora, al hallar aquella jaula vacía, encontraban las primeras señales del facultativo. Pero… ¿cuál habría sido su destino?
-Consultemos la libreta -propuso John Cort -No nos queda otro remedio - repuso Max-. Tal vez haya algún dato concreto que contribuya a revelar lo ocurrido al doctor.
John abrió la libreta, algunas de cuyas páginas estaban pegadas por la humedad.
-Temo que no descubramos gran cosa- murmuró.
-¿Por qué?
-Porque la mayor parte de las hojas están en blanco.
-Lee en voz alta lo que hay escrito…
John Cort, entrecerrando los ojos, trató de descifrar las líneas de escritura estrecha y confusa, que a medida que iba leyendo, tradujo del alemán.
"29 de julio: Llegué con la escolta a la orilla de la selva del Ubangui.
Acampé sobre la orilla derecha de un afluente. Los negros construyen una balsa. 3 de agosto: La balsa concluida. Despedía la escolta. Hice desaparecer todo rastro del campamento y embarqué con mi servidor. 9 de agosto: Seguimos el curso durante siete días… nos detuvimos en un sitio que me pareció adecuado. A la vista hay numerosos simios. 10 de agosto: Desembarcamos todo el material… escogimos la ubicación de la cabañajaula. Hay muchos simios, chimpancés y gorilas. 13 de agosto: La instalación ha sido completada. Tomamos posesión del lugar. Los alrededores totalmente desiertos. Ni indígenas ni exploradores. Buena caza. Pesca abundante. 25 de agosto: La existencia ha sido regulada convenientemente.
Algunos hipopótamos en el río pero ninguna agresión. Grandes simios llegaron la noche pasada hasta el exterior de la cabaña, sin demostrar hostilidad alguna. Creí percibir una luz, lo que hubiera sido muy extraño.
Parecen hablarse entre sí. Un cachorro ha gritado: '¡Ngora! ¡Ngora!
', que es el término indígena para llamar a la madre. . .
Llanga escuchaba atentamente y al llegar aquí lectura, exclamó:
-¡Sí. . sí! ¡Ngora… ngora… madre!
Ante esta palabra escrita por el doctor Johausen y repetida por el niño, John no pudo menos de recordar el episodio de la noche precedente.
Creyéndolo una ilusión, un error, lo había conservado en secreto, pero ahora exclamó:
- ¡También yo oí decir «ngora» claramente! -luego contó en qué momento había escuchado aquella palabra.
-¡Caramba!- murmuró Max, pensativo-. ¡Esto no deja de ser interesante! Khamis había escuchado aquella conversación. Evidentemente lo que parecía interesar al francés y al norteamericano, no hacía mella en él. Los hechos relacionados con el doctor Johausen lo dejaban frío. Lo esencial era que el sabio había construido una balsa que estaba aún en condiciones de flotar. En su cerebro no cabía la menor idea de lanzarse de nuevo a la selva en busca del sabio alemán, y se propuso mentalmente disuadir a sus compañeros si llegaban a sugerirlo.
Para lo demás, la razón indicaba que ninguna tentativa semejante podía alcanzar éxito alguno. De haber habido algún indicio de su paradero, quizás John Cort se hubiera considerado moralmente obligado de irlo a salvar, en tanto que Max habría pensado que era el instrumento escogido por la Providencia para semejante empresa.
Pero nada. Las entradas en el cuadernillo concluían el 25 de agosto sin que fuera posible sospechar qué se había hecho de él y su servidor.
-Partamos -dijo Khamis cuando Max y John concluyeron con el pequeño cuaderno.
Sin embargo, antes de abandonar la sólida cabañajaula, el guía la revisó minuciosamente, buscando encontrar algún elemento 'que resultara de utilidad. No fue sin alegría que al escarbaren el piso sus dedos tropezaron con algo duro.
Quitando la tierra que lo cubría, los ojos de los compañeros descubrieron una caja de metal niquelado, herméticamente cerrada. Al abrirla, una exclamación de alegría escapó de los labios de todos. ¡Cien cartuchos para rifle, del calibre utilizado por ellos, y en perfecto estado de conservación!
- ¡Gracias, buen doctor! -gritó Max Huber, abrazándose a la caja de cartuchos-.
¡Ojalá podamos agradecer algún día el servicio que nos ha prestado!
- Esta caja de balas indica algo, Max- interrumpió el norteamericano.
-¿Qué?
-Que el doctor planeaba regresar, pues de lo contrario se la hubiera llevado cuando se marchó.
-Efectivamente. En la selva las municiones son tan esenciales como los alimentos, y un viejo poblador de aquellas latitudes no se hubiera olvidado de llevar todo su equipo consigo, -Propongo que antes de ponernos en marcha busquemos en los alrededores alguna señal del doctor -dijo entonces Max-. Tal vez él y su criado fueron atacados y muertos por nativos hostiles. Quizás sus restos sigan entre la espesura.
En ese caso, lo menos que podemos hacer por ellos es enterrarlos.
-Tienes razón -repuso John.
La búsqueda en un centenar de metros a la redonda no dio resultado alguno. Debía, pues, considerarse que el desdichado Johausen había desaparecido totalmente. Tal vez los seres que a causa de las tinieblas considerara monos eran indígenas, que tras espiarlo lo habían raptado.
-En todo caso esto indica que la selva del Ubangui está poblada por enemigos de los hombres blancos -observó el norteamericano -.
Debemos cuidarnos.
-¡Usted tiene razón! -exclamó Khamis-. Y ahora, ¡a trabajar en la balsa!
-¡Sin llegar a saber qué le ocurrió a ese valiente alemán! -murmuró Max apenado -¿Dónde puede estar?
-En el sitio adonde van los que desaparecen -¡Esa no es una respuesta!
- ¡No puedo darte otra, mi querido amigo! Hagamos lo que dice Khamis y vayamos a trabajar en la balsa.
Una vez de regreso en la gruta, el guía preparó el desayuno, y como ahora contaban con una marmita, había posibilidades de variar el menú, comiendo puchero en lugar de carne asada. Así pues, almorzaron una especie de sopa sin legumbres, sal o condimentos, y que naturalmente no tenía tampoco fideos, pero que resultó agradable por ser distinta de lo habitual.
Durante el resto del día trabajaron reparando la balsa, que finalmente quedó en condiciones de navegar como si no hubiera estado averiada. Se resolvió partir al alba del día siguiente.
La idea de marcharse sin saber nada concreto sobre el destino del doctor Johausen obsesionaba a Max Huber, en tanto que no preocupaba a John Cort y ni siquiera ocupaba accidentalmente los pensamientos de Khamis.
Esa noche, antes de tenderse sobre el piso arenoso de la gruta, el francés se dirigió a sus compañeros:
-Tengo algo que proponerles -les dijo.
-¿Qué cosa? -inquirió el norteamericano.
-Tenemos que hacer algo por el doctor… El guía de inmediato se puso serio.
-¿No querrá irlo a buscar, verdad?
-No, pero me parece que este río desconocido casi debe llevar su nombre en recuerdo a un mártir de la ciencia…
Desde ese día existe en el Continente Negro un río llamado "Doctor Johausen".
La noche transcurrió con absoluta tranquilidad, y mientras velaban por turno, ni John Cort ni Max Huber ni Khamis oyeron nada sospechoso.
Ni siquiera la voz de un mono parlanchín…
Eran las seis y media de la mañana cuando la balsa soltó amarras y se dejó llevar por la corriente del flamante «río doctor Johausen» El día acababa de despuntar y el cielo estaba cubierto de nubes. Si bien no había amenaza de lluvia, el sol no se mostraba a la tierra.
Para los viajeros esto no era un inconveniente. Por el contrario, les resultaba preferible descender el curso de agua sin que los rayos solares los castigaran durante toda la jornada.
La balsa, de forma oblonga, medía ocho metros de largo por tres y medio de ancho; estas dimensiones eran suficientes para los cuatro viajeros y el magro equipaje que transportaban con ellos. En la parte posterior del artefacto había sido instalada una especie de espadilla que servía para timonear, o por lo menos, para mantener una cierta dirección.
La corriente del río no era demasiado veloz alcanzando aproximadamente un kilómetro por hora. Si se mantenía, los viajeros tardarían entre tres semanas y un mes en llegar a la desembocadura del «Río Johausen» en Ubangui. En cuanto a los obstáculos que podían cortar el paso, nada se podía adelantar. Lo único que habían advertido era que el curso del afluente del Ubangui era sinuoso y profundo.
Durante las primeras horas de navegación no ocurrió nada digno de ser relatado. Max Huber puso a prueba su talento de pescador, utilizando a modo de anzuelo las espinas retorcidas de una acacia silvestre.
Los peces del «Río Johausen» parecían bastante voraces o tontos, pues pronto comenzaron a picar con entusiasmo digno de mejor causa. Así la lista de platos con que contaban los viajeros se vio aumentada considerablemente, para delicia del francés, que era el más goloso.
Esa noche hicieron tierra frente a una prolongación rocosa de la costa, con tanta fortuna que encontraron a flor de agua un banco de moluscos de agua dulce de especie comestible, que fueron a aumentar inmediatamente la despensa común.
Durante la noche oyeron gritar a innumerables monos que habían buscado refugio en los árboles cercanos al campamento. Al amanecer del día siguiente, Max Huber comentó sencillamente:
-¡Juro que no oí ninguna palabra articulada! Pero los mosquitos son peores… Una hora más tarde comenzó a llover torrencialmente, y los viajeros se vieron forzados a buscar refugio bajo la copa tupida de un gomero, cuyo follaje no dejaba pasar el agua. Empero, la tormenta cesó con tanta rapidez como se produjo y la balsa volvió a navegar antes de las ocho de la mañana.
A mediodía no se detuvieron; Khamis cocinó el almuerzo a bordo para ganar tiempo, y la navegación prosiguió sin inconvenientes de ninguna especie.
Pronto la balsa llegó a una parte en que si bien el río no se estrechaba los enormes árboles que había en ambas orillas tendían sus ramas sobre las aguas, a veinte metros de altura, formando un túnel natural de verdura que impedía casi el paso de los rayos solares. Los viajeros no podían menos de apreciar esta particularidad, que tornaba más cómoda la navegación, resguardándolos del excesivo calor.
- Decididamente, la selva del Ubangui es un verdadero parque -comentó John Cort- Un parque con macizos arbolados y agua corriente.
- Un parque para los monos -observó Max-. Parecería que todos los cuadrumanos de África se han dado cita aquí.
Esta observación se justificaba ante la enorme cantidad de gorilas, chimpancés y monos más pequeños que aparecían constantemente en las márgenes del río.
-Después de todo, entre ciertas tribus congolesas y los monos antropoides mayores, hay escasas diferencias -prosiguió diciendo Max-, por lo que no hay que extrañarse que estando en el centro de África parezcan multiplicarse los simios. ¡Ocurre que es difícil diferenciar hombres de monos!
Esta observación formulada en broma, hizo que los dos amigos comenzaran a discutir la teoría de Darwin y la evolución, sobre lo que, como siempre, quedaron en desacuerdo pese a que ninguno de los dos la aceptaba.
Entretanto los cuadrumanos, como si hubieran imaginado que se trataba de algo relacionado remotamente con ellos, parecían dispuestos a tomar parte en la discusión. Khamis los observaba con creciente intranquilidad, pues las manifestaciones hostiles se multiplicaban y hubiera podido creerse que aquel verdadero ejército simiesco se estaba preparando para saltar sobre la balsa y atacar a los tripulantes.
- ¡Tengamos las armas listas! -dijo por fin el guía, interrumpiendo a los dos amigos-. No me resulta agradable observar cómo están reaccionando estos monos…