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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

El pueblo aéreo (11 page)

Al mismo tiempo los tres hombres, que habían escuchado los gritos del ser que se debatía entre las aguas, corrían hacia allí.

Viendo que Llanga sostenía un cuerpo más pequeño que el suyo y trataba de llegar a la orilla, le tendieron la mano, ayudándolo a subir.

-¿Qué diablos fuiste a buscar, Llanga? -le preguntó Max.

-Un niño… Llanga sacar un niño… se ahogaba.

-¿Un niño? -inquirió a su vez el norteamericano.

-Sí, amigo John… un niño.

El pequeño nativo se arrodilló junto al ser que acababa de salvar de las aguas; el francés lo imitó.

-¡Pero no es una criatura! ¡Es un monito! -exclamó inmediata-mente, contrariado -. ¡Y tú arriesgaste la vida para salvar a un simio!

-¡No… no… es un niño! -insistió Llanga.

-¡Te digo que es un mono pequeño! Harías bien enviándolo a reunirse con su familia.

El pequeño nativo insistía en querer ver en aquel diminuto mono a una criatura de corta edad, y no queriendo dejarlo, lo alzó en sus brazos.

Luego, sin decir palabra, lo llevó al campamento y lo friccionó con fuerza hasta hacerlo reaccionar, esperando a que volviera a abrir los ojos.

Sin perder más tiempo los viajeros comieron y luego se acostaron a dormir, quedando Khamis de guardia y Llanga reclinado junto al pequeño antropoide, observando cada movimiento que realizaba. Por fin, a medianoche, el monito se sacudió, abrió los ojos y con voz débil pero clara, exclamó:

-¡Ngora! … ¡Ngora! -como un niño negro llamando a su madre.

11. LA JORNADA FATAL.

Los viajeros habían recorrido ya aproximadamente doscientos kilómetros, en parte caminando, en parte a bordo de la almadía. ¿Cuánto les faltaba para alcanzar el Ubangui? El guía opinaba que la segunda mitad del viaje sería mucho más veloz que la primera, siempre y cuando ningún obstáculo entorpeciera la navegación.

Al día siguiente del rescate del pequeño ser, que Llanga insistía en llamar «niño», se embarcaron para proseguir el viaje. Max y John estaban tan seguros que el diminuto accidentado era un simio, que no se molestaron siquiera en examinarlo de cerca. Llanga se les acercó, insistiendo en repetir que el monito había dicho la palabra «madre» en dialecto congolés, pero consideraron que el muchachito había soñado y no volvieron a pensar en el asunto.

Cuando caía el sol y la balsa se aproximaba a la orilla, Max vislumbró entre los árboles la figura espléndida de un búfalo salvaje abrevándose.

Alzando la carabina, llamó a John:

-Allí está nuestra cena aguardando -le dijo-. Prepárate a hacer fuego si llego a fallar.

Por fortuna la puntería del francés seguía siendo tan buena como siempre y no resultó necesario gastar otra bala. El rumiante se desplomó con el cráneo partido por el proyectil, y Khamis acercó la balsa a aquel sitio con un simple golpe de espadilla.

Mientras esto ocurría, Llanga, habitualmente tan curioso y atento a todo lo que sus amigos blancos hacían, estaba reclinado junto al monito, que yacía acostado sobre un montón de hierbas, con los labios descoloridos y la frente hirviendo. Al resonar el disparo, el pequeño ser se había estremecido, murmurando la única palabra que le oyera decir Llanga hasta el momento:

- ¡Ngora! ¡Ngora!

Esta vez el nativo comprendió que no se equivocaba, que había escuchado perfectamente. Conmovido por ese doloroso llamado, tomó la mano de la criatura y trató de hacerle beber un sorbo de agua. Su simpatía, producto de una piedad bien natural, se unía al pensamiento de que aquella palabra parecía a punto de perderse con el último suspiro exhalado por esos labios violáceos.

¿Un mono? ¡No! Tal vez no era un niño normal, pero esa criatura tenía más características humanas que simiescas.

Mientras la almadía retomaba su curso, cargada esta vez con el cuerpo del búfalo que Khamis estaba faenando diestramente, Llanga llamó a sus protectores.

-¿Qué?-le preguntó Max Huber sonriendo-. ¿Cómo va tu mono?

- No ser mono -repuso el niño con toda seriedad -. Ser criatura… distinto, pero no mono.

-Escucha, Llanga -intervino John Cort seriamente-. ¿Por qué insistes en decir que es una criatura?

-Porque llamar a madre… anoche y ahora.

-¿Quieres decir que ha hablado?

-Sí. Llamando toda la noche ngora… madre.

Los ojos del norteamericano se abrieron enormemente.

- ¡Es la palabra que oí yo anteriormente! -exclamó-. ¿Será posible?

-Verifiquemos -le contestó Max.

Los dos se dirigieron hacia el improvisado lecho del pequeño enfermo y lo estudiaron.

A primera vista no parecía otra cosa que un cachorro de cuadrumano, pero observándolo cuidadosamente era fácil advertir diferencias esenciales. Sus pies eran humanos. Tenía los brazos proporcionados al cuerpo y era lampiño.

-Curioso… muy curioso -murmuró John Cort, que como hemos dicho era un entusiasta estudioso de la antropología.

La cabeza de la criatura era redonda, tenía pronunciados arcos superciliares, nariz ancha y en general parecía más humano que simiesco.

Los dos amigos permanecieron observando en silencio, esperando que se abrieran los ojos del pequeño. Su respiración era menos agitada y por fin sus labios se distendieron:

-¡Ngora! ¡Ngora! -repitió una vez más.

-¡Caramba! -se limitó a decir Max Huber.

Aquel ser, fuera lo que fuese, si bien no ocupaba un lugar prominente en la escala zoológica, poseía el don de la palabra. ¡Por lo tanto era humano!

Entretanto, John, inclinado hacia adelante, estudiando los detalles anatómicos, advirtió que la criatura tenía en derredor del cuello un cordón de seda. Haciéndolo deslizar para buscar el nudo sus dedos tropezaron con un objeto pequeño y redondo.

-¡Una medalla! -exclamó.

-¿Cómo? -le preguntó su amigo.

John desató el cordón. Así era. Una medalla de níquel, del tamaño de una moneda de cincuenta centavos, con un perfil grabado de un lado y un nombre del otro.

-¡Imposible! -gritó Max Huber-. ¿De dónde sacó esta criatura una medalla de las que regalaba el doctor a sus amigos indígenas?

Aquello era un verdadero acertijo. John se volvió hacia la proa de la balsa para llamar al guía y pedirle su opinión, cuando resonó la voz del fiel nativo:

-¡Señor Max! ¡Señor John! ¡Vengan rápido!

Los dos amigos se apresuraron a obedecer. Khamis señaló hacia adelante, diciendo:

-¿No oyen nada?

Quinientos metros río abajo el curso de agua giraba bruscamente hacia la derecha, formando un codo que los árboles cubrían parcialmente.

Desde allí llegaba un mugido sordo, constante y amenazador, que no se parecía en nada a los rugidos de las fieras de la selva. Era algo distinto, que aumentaba a medida que la balsa de acercaba.

-No alcanzo a identificarlo -observó Max.

-Tal vez se trata de una caída de agua o una catarata -repuso el guía -. El viento sopla del sur y está demasiado húmedo.

Khamis no se equivocaba. Flotando sobre la superficie del río se alzaba un vapor húmedo que no podía provenir de otra cosa que de una violenta agitación de las aguas.

Si el río estaba obstruido por algún obstáculo y la navegación debía interrumpirse, sería un terrible inconveniente para los viajeros, que tendrían que comenzar nuevamente a caminar a través de aquella selva impenetrable.

La almadía cobraba mayor velocidad con cada minuto transcurrido, y cuando franquearon el codo del río, los temores del guía se convirtieron en terrible realidad.

A un centenar de metros de allí, una hilera de rocas negras formaba una especie de dique natural, que obstaculizaba la circulación de las aguas del río, tornando imposible la navegación.

Los viajeros conservaban su sangre fría. No tenían un minuto que perder y lo habían comprendido.

-¡A la orilla!- gritó Khamis -. ¡A la orilla!

Era ya casi de noche, y el crepúsculo cedía paso rápidamente a las tinieblas. Esta dificultad, unida a la falta de medios para maniobrar a satisfacción la tosca embarcación, preludiaba un desastre que no tardó en producirse.

Pese a los esfuerzos de Khamis, la espadilla no servía para luchar contra la corriente, y al unir Max y John sus fuerzas a las del guía, el improvisado timón se quebró.

-¡Prepárense a saltar sobre las rocas! -gritó Khamis.

-¡No nos queda otro remedio! -repuso el norteamericano, también gritando. Llanga, que acababa de comprender el peligro que corrían, no pensó en él sino en el pequeño que salvara la noche anterior, y lo alzó en sus brazos.

Un minuto después, la balsa era capturada por los rápidos y lanzada contra las rocas.

En vano Khamis y sus compañeros arrojaron a toda velocidad sobre uno de los peñascos las armas, municiones y el escaso equipo, tratando de salvarlo antes de saltar también ellos. No pudieron seguir a aquellos utensilios y fueron precipitados al torbellino donde acababa de destrozarse la almadía, cuyos restos reaparecieron más allá de las rugientes aguas, flotando río abajo.

12. EN LA SELVA.

Al día siguiente, tres hombres estaban tendidos cerca de una hoguera cuyos últimos fuegos se extinguían lentamente. Vencidos por la fatiga, incapaces de resistir al sueño, tras haberse vuelto a poner las ropas que se secaron junto a las llamas, dormían.

¿Qué hora era? ¿Sería de día o de noche? Ninguno de ellos hubiera podido decirlo. ¿En qué dirección estaba el Poniente? De haberse formulado esta pregunta, los tres hubieran sacudido la cabeza sin poderla contestar.

¿Es que acaso estaban en el fondo de una inmensa caverna? No, pero era lo mismo o peor. Se hallaban en medio de la selva más tupida que ser humano alguno haya recorrido. En derredor de ellos se alzaban árboles inmensos, lianas y malezas que obstaculizaban el paso de la luz tan eficazmente que resultaba difícil saber cuándo iluminaba el sol y cuándo era de noche.

¿Por qué serie de circunstancias habían llegado aquellos tres hombres, en quienes el lector reconocerá a Khamis, John Cort y Max Huber, hasta allí? Ellos lo ignoraban. Tras el desastre que les costara casi la vida, habían perdido el conocimiento, arrastrados por las aguas del torbellino líquido. ¿A quién debían pues su salvación? ¿Quién los había transportado hasta allí, dejándolos junto a una hoguera para que se secaran y no aguardando a que despertaran para hacerse conocer?

Misterio profundo.

Por desgracia no todos habían escapado a la catástrofe. Faltaba uno de ellos, el pequeño Llanga, y también la criatura que el protegido de los dos amigos salvara del río. Por su parte los tres sobrevivientes no se hallaban en situación brillante. No tenían armas ni utensilios de ninguna especie excepto sus cuchillos de monte y el hacha que Khamis llevaba en la cintura. ¿Cómo harían para comer, cuando se les terminaran los trozos de antílope, que -cosa extraña-, sus desconocidos salvadores depositaran junto a ellos en el calvero de la selva?

John Cort fue el primero en despertar, en medio de una oscuridad que la noche no hubiera podido tornar más profunda. Antes de llamar a sus dos compañeros, miró en derredor, con sus ojos acostumbrados a las tinieblas, y viendo que la hoguera se había convertido en un rescoldo, se levantó y agregó leña, hasta avivar las llamas.

- ¡Ahora veamos qué podemos hacer! -se dijo a media voz.

Cuando Max y Khamis estuvieron también despiertos, comenzaron a cambiar ideas. Lo grave de la situación no escapaba a ninguno y no pretendían engañarse.

-¿Dónde estamos? -preguntó Max Huber.

-¿Adónde nos han transportado? -corrigió John-. ¿Y quién lo hizo?

-¡Ignoramos hasta el día en que vivimos! -exclamó el francés con cierto desaliento.

El guía por su parte sacudió la cabeza. Ni siquiera sabía en qué condiciones se había realizado el salvataje.

-¿Y Llanga? -preguntó el norteamericano -. Debe de haber perecido. Seguramente nuestros salvadores no lo alcanzaron a tiempo.

-¡Pobre niño! -suspiró Max -. ¡Nos tenía verdadero afecto! ¡Pensar que lo salvamos de las garras de los Denkas para esto!

Los dos amigos hubieran arriesgado gustosamente la vida para salvar la del niño, y no pensaban siquiera en la criatura extraña que estaban examinando poco antes del choque. De pronto John Cort pareció recordar algo.

-Ahora que pienso. . . -dijo -. En el momento en que fuimos proyectados contra las rocas, creí ver en la orilla derecha del río las figuras acurrucadas de algunos nativos, que gesticulaban.

-Tienes razón. . . ¡también yo vi algo que se movía en esa dirección!

-agregó Max.

-¿Están ustedes seguros? -inquirió Khamis.

-Deben de haber sido ellos los que nos sacaron de las aguas.

-¿Pero por qué nos abandonaron sin esperar a que recuperáramos los sentidos?

- quiso saber John Cort.

-¡Bah! Puede que sean tímidos. Tal vez en estos precisos momentos están espiándonos.

-Puede ser.

-¡Pero qué lugar para dejarnos! -Max se estremeció involuntaria-mente -.

¡Nunca pude imaginar que hubiera una selva tan impenetrable!

-¡Lo peor es que ni siquiera sabemos si es día o noche!

Esta pregunta recibió pronta respuesta. Mirando atentamente hacia arriba, se advertía entre el opaco follaje, a un centenar de metros de altura, una vaga claridad que no podía ser otra cosa que la luz del sol filtrándose.

Los relojes de Max y John se habían estropeado a causa de la inmersión en las aguas del río. Así, pues, para saber qué hora era necesitarían salir de allí y buscar un claro desde donde pudiera verse el disco solar.

Mientras los dos amigos hablaban y cambiaban impresiones, Khamis se paseaba entre los troncos, como si hubiera estado tratando de recuperar su instinto de orientación, que parecía haberlo abandonado después del accidente. Por fin se detuvo y se acercó a los dos blancos.

-Señor Max. . . -dijo -. ¿Usted vio un grupo de nativos en la orilla derecha del río?

-Sí.

-¿Está totalmente seguro?

-S si.

-En tal caso, suponiendo que esos hombres hayan sido nuestros salvadores, debemos de estar en la costa oeste.

-Posiblemente, pero… ¿a qué distancia? -agregó John -. Y ésta parece la parte más espesa de la selva. . .

-La distancia no puede ser muy considerable. Hablar de algunos kilómetros sería exagerado - opinó Max -. Es inadmisible que nuestros desconocidos salvadores nos hayan transportado lejos.

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