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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

El pueblo aéreo (15 page)

El doctor Johausen estaba en la segunda alcoba, reclinado sobre un sofá. Evidentemente ese mueble y los otros que había en la cámara formaban parte de los elementos que los wagddis encontraran en la cabañajaula del sabio.

-Entremos -dijo Max Huber.

El ruido hecho por los intrusos despertó al doctor Johausen, que se volvió hacia ellos, desperezándose. Tal vez salía de un profundo sueño, pues la presencia de hombres blancos en el interior de su dormitorio no pareció conmoverlo.

-Doctor Johausen, mis compañeros y yo venimos a presentarle nuestros respetos - dijo en correcto alemán John Cort.

El doctor no contestó. ¿Acaso había entendido mal? No podía haber olvidado su idioma tras dos años y medio entre los wagddis… era ridículo pensarlo.

-¿No me comprende, doctor? -insistió John -. Somos extranjeros y hemos sido traídos hasta este pueblo. . .

Ninguna respuesta. El monarca parecía oír las palabras sin escucharlas ni comprender su significado. Ni un gesto, ni una exclamación de reconocimiento frente a hombres de su misma raza.

Max Huber se acercó y sin el menor respeto hacia ese soberano de África Central, lo tomó del hombro y lo sacudió con fuerza.

Su Majestad hizo una mueca que hubiera dejado bien parado al más expresivo mandril del Ubangui.

El francés volvió a sacudirlo. Esta vez Su Majestad le sacó la lengua.

-¡Lo que ocurre es que está loco! -exclamó Max, soltándolo.

No cabía la menor duda. El doctor Johausen estaba totalmente desequilibrado, demente. Al partir del Camerún no debía de haber sido totalmente normal, para tomar la extraña decisión que los llevara a exiliarse en medio de la selva virgen pero ahora era un loco de atar.

Tal vez por esa misma deficiencia mental había sido nombrado rey de Ngala. La verdad era que el pobre doctor estaba totalmente desprovisto de intelecto, reducido a un nivel muy inferior al de sus súbditos.

Por eso no había reconocido siquiera que los forasteros que estaban en medio de la fiesta eran hombres de su misma raza, como no comprendía ahora las palabras que le dirigían en su propio idioma natal.

-¡No podemos seguir perdiendo el tiempo! -intervino Khamis -.

¡Este inconsciente no podrá ayudamos en nada!

- ¡Seguramente que no! -repuso John Cort.

- ¡Y los animales de súbditos que tiene tampoco nos permitirán marchamos libremente! -dijo Max -. ¡Ya que se nos presenta la ocasión de huir, huyamos!

-Ahora mismo -agregó Khamis -. Aprovechemos la noche.

-Y la borrachera de este mundo de simios. . .-murmuró Max.

-¡Vamos! - -exclamó el guía, decidido a jugarse el todo por el todo -. Tratemos de llegar sin ser vistos hasta la escalera y bajemos a la selva.

-De acuerdo -repuso Max Huber -. Pero ¿y el doctor?

-¿Qué?

-¡No podemos abandonarlo en su estado! Nuestro deber de hombres civilizados es llevarlo. . .

-Tienes razón, pero este desdichado se resistirá… tiene las facultades mentales alteradas -murmuró John.

-Hagamos la prueba -repuso firmemente Max, acercándose al doctor. Naturalmente hubiera sido imposible cargar contra su voluntad a aquel hombre voluminoso y pesado. Los tres expedicionarios se acercaron a Johausen y lo tomaron del brazo, pero el doctor, vigoroso aún, los empujó, encogiéndose sobre sí mismo como un crustáceo en su valva.

-¡Doctor Johausen! -insistió Max-. ¡Doctor!.

Su Majestad Msélo-Tala-Tala se limitó a rascarse en la forma más simiesca posible.

-Decididamente es imposible lograr nada de esta bestia humana -dijo Max Huber desalentado-. ¡Se ha convertido en un mono más!

No les quedaba otro remedio que marcharse sin llevarlo. Por desgracia el loco, sin dejar de hacer muecas y reír, había comenzado a lanzar chillidos y gritos, que no podían menos que llamar la atención de los servidores que durmieran cerca del monarca de Ngala.

Perder aunque sólo fueran segundos, equivaldría a permanecer prisioneros años, toda la vida tal vez. Raggi y sus guerreros podían acudir y la situación de los forasteros sorprendidos en la augusta cámara del rey se tomaría delicada.

Así pues los cuatro viajeros abandonaron al doctor, que siguió chillando y rascándose.

18. LA FUGA.

La suerte ayudó a los fugitivos. Todo el ruido hecho en el interior de la cabaña real no había atraído a nadie. El lugar estaba desierto y también la plaza y calles adyacentes. La mayor dificultad consistía en reconocer el camino en medio de tantas tinieblas, y poder llegar hasta la escalera de salida.

Repentinamente, como materializándose de la nada, apareció ante nuestros amigos la figura de Lo-Mai con su pequeño hijo. El niño los había seguido al verlos pasar accidentalmente rumbo al palacio de Msélo-Tala-Tala, contando luego a su padre lo ocurrido. Este, temiendo que los salvadores de su hijito corrieran algún peligro, se apresuró a buscarlos. Esto fue algo providencial para los fugitivos, pues solos no hubieran podido alcanzar jamás la escalera de salida.

Pero si bien el nativo, demostrando una comprensión excepcional, pudo guiarlos hasta allí, un nuevo problema se planteó para ellos: una docena de guerreros bajo las órdenes de Raggi custodiaban el lugar.

¿Qué hacer? ¿Probar de forzar el pasaje? ¿Cuatro contra trece?

El jefe de los guerreros, para su desgracia descubrió a los fugitivos y, posiblemente excitado por el abuso hecho de alcohol, alzó la lanza y cargó contra ellos, lanzando un grito de guerra.

Casi contra su voluntad, Max apuntó con su carabina y cuando el nativo estaba a diez pasos, hizo fuego. Raggi se desplomó, con una bala en el pecho. Estaba muerto.

Entonces el francés retrocedió un paso y disparó sobre el resto del grupo.

No cabía duda que los wagddis no conocían el manejo de las armas de fuego, y ni siquiera su existencia. El estruendo y la caída de Raggi y de uno de sus guerreros, fueron suficientes para poner en fuga desordenada al resto, dominado por un terror irracional.

El camino quedaba libre.

- ¡Bajemos! -gritó Khamis.

Lo-Mai y su pequeño abrieron la marcha, para enseñarles el camino. John Cort, Llanga, Khamis, y, cerrando la marcha, Max.

Dejándose casi deslizar hasta llegar a tierra, los fugitivos fueron guiados por el agradecido padre hasta la orilla del río, donde llegaron quince minutos después. Allí, desatando una canoa, se embarcaron con el padre y el hijo.

En ese momento una serie de antorchas aparecieron en los alrededores, y varios centenares de wagddis corrieron hacia ellos. Gritos de cólera resonaban bajo la cúpula vegetal, y una nube de flechas cayó sobre la canoa.

-¡Fuego contra ellos! -gritó John Cort, echándose el rifle al hombro y apuntando. Max lo imitó, en tanto que Khamis y Llanga maniobraban el bote.

Una doble detonación resonó y dos wagddis se desplomaron, en tanto que el resto de los exaltados guerreros se esfumaba como por arte de magia.

En ese momento la pequeña embarcación era atrapada por la corriente, y desaparecía hacia la protección que brindaba el centro del río.

Es inútil relatar paso a paso los pormenores de la navegación por este otro afluente del Ubangui. Si había otros pueblos aéreos, los expedicionarios no alcanzaron a verlos. Como tenían municiones y armas de fuego, la alimentación no les faltó, pues la caza era abundante en la comarca.

Al día siguiente de la fuga, cuando cayó el sol, Khamis amarró la canoa a un árbol de la orilla y bajaron para pasar la noche, seguros de que estaban suficientemente lejos como para no temer nada de los wagddis.

Durante las horas de navegación, los prófugos habían procurado demostrar en toda forma posible su gratitud a Lo-Mai padre, hacia quien experimentaban una simpatía totalmente humana. ¿Cómo sentirse superiores a un ser tan leal y valeroso, por algunas diferencias antropológicas?

John y Max hubieran querido conseguir que el wagddi los acompañara hasta Libreville con su hijito, pero Lo-Mai se negó firmemente.

Así, pues, cuando la embarcación se detuvo tras quince horas consecutivas de navegación, Khamis calculó que desde la víspera habían recorrido por lo menos cuarenta y cinco o cincuenta kilómetros.

Convinieron en pasar la noche en aquel sitio. El campamento se organizó de inmediato, y una vez que hubieron comido, se acostaron a dormir, mientras Lo-Mai padre velaba.

Al día siguiente, el guía comenzó con los preparativos para la marcha, y en el momento en que estaban por subir a la canoa, el wagddi, que tenía a su hijito de una mano se detuvo en la orilla.

John Cort y Max Huber se le acercaron, pidiéndole que subiera con ellos; pero el nativo hizo un gesto negativo, señaló con una mano el curso del río y con la otra las espesuras de la foresta.

Los dos blancos insistieron, con gestos suficientemente expresivos. Querían que su salvador los acompañara.

Al mismo tiempo Llanga acariciaba a la criatura, tratando así de convencer al padre.

Pero fue el niño quien resolvió la situación, con una sola palabra que ya se había hecho familiar a todos:

- Ngora -dijo lacónicamente.

Su madre había quedado en el pueblo aéreo. Su padre y él querían regresar junto a ella.

El adiós fue pues definitivo. Los dos wagddis llevaron consigo un gran trozo de carne recién cazada por Max Huber, para no pasar necesidades durante su regreso a Ngala.

John Cort y Max se sintieron emocionados al pensar que no volverían a ver más a aquellos dos seres de una raza tan distinta pero tan buenos y afectuosos.

En cuanto a Llanga, se echó a llorar en el momento de despedirse del pequeño a quien salvara del río.

-Y bien -preguntó el norteamericano a Max y Khamis viendo que también las lágrimas bañaban los rostros de los dos wagddis-. ¿Todavía se niegan a aceptar a estos seres como a semejantes nuestros?

-Tú ganas, John -repuso el francés -. Tienen los dos mejores atributos del hombre: la sonrisa y las lágrimas.

La canoa pronto alcanzó el centro del río y desde allí, antes de desaparecer tras un recodo, los viajeros saludaron por última vez a Lo-Mai y a su hijo.

Durante una semana y media los expedicionarios continuaron descendiendo el curso del río, hasta su confluencia con el Ubangui. La corriente era muy rápida y en ese tiempo recorrieron cuatrocientos kilómetros más.

El guía y sus compañeros estaban a la sazón a la altura de los remolinos de Zongo, en el ángulo formado con el río al doblar hacia el sur. Estos rápidos hubieran sido imposibles de franquear con una débil canoa, y para proseguir la navegación hubiera sido necesario cargar al hombro la embarcación, pasar al otro lado de los rápidos y volver luego al curso líquido.

Por fortuna Khamis pudo evitar esta penosa operación.

Por debajo de los rápidos, el Ubangui es perfectamente navegable y gran número de embarcaciones lo recorren hasta su confluencia con el Congo. Como abundan los poblados, misiones y puestos comerciales, el paso de esos barcos es frecuente, por lo que siguiendo el consejo del guía, los viajeros esperaron la aparición de uno, que los cargó a bordo y los llevó cómodamente durante los quinientos kilómetros restantes de viaje por el río.

El 28 de abril el vaporcito se detuvo en un pequeño puerto de la costa del río. Descansados de sus fatigas, equipados convenientemente, no quedaban a los amigos más que novecientos kilómetros de recorrido para alcanzar Libreville. En el puerto fue organizada de inmediato una caravana, y marchando directamente hacia el oeste, cruzaron las llanuras congolesas en veinticuatro días.

El 20 de mayo John Cort, Max Huber, Khamis y Llanga entraban en Libreville, donde sus amigos, inquietos por la tardanza, estaban a punto de organizar una expedición para buscarlos.

La recepción fue, naturalmente, extraordinaria.

Ni Khamis ni el muchachito indígena debían separarse ya de John Cort y Max Huber. Llanga fue adoptado por los dos amigos y el guía era para ellos un compañero demasiado valeroso y leal para dejarlo marchar.

A veces, durante los años que siguieron, se preguntaron por el doctor Johausen … ¿Qué sería de él y de ese pueblo aéreo, en pleno corazón del Continente Negro?" Tarde o temprano otra expedición deberá llegar hasta esa zona inexplorada aún, para entrar en contacto con esos extraños wagddis y estudiarlos a la luz de los más modernos conocimientos antropológicos.

Quizás en ellos se ha refugiado el último vestigio de vida prehistórica de este planeta.

Por su parte el pobre doctor alemán, que a estas horas debe haber muerto de viejo, llorado por sus súbditos, nunca debió de haber recobrado la razón, porque no se tuvieron jamás noticias suyas. Tal vez la locura fue para él la mejor defensa contra la desesperación y la soledad, y convertido en poco más que un gigantesco babuino blanco, pasó sus últimos años rodeado del afecto y la veneración de los pobladores de Ngala, el pueblo aéreo del Ubangui.

JULIO VERNE. Jules Gabriel Verne (Nantes, 8 de febrero de 1828 – Amiens, 24 de marzo de 1905), conocido en los países de lengua española como Julio Verne, fue un escritor francés de novelas de aventuras. Es considerado junto a H. G. Wells uno de los padres de la ciencia ficción. Es el segundo autor más traducido de todos los tiempos, después de Agatha Christie, con 4.185 traducciones, de acuerdo al Index Translationum. Algunas de sus obras han sido adaptadas al cine. Predijo con gran exactitud en sus relatos fantásticos la aparición de algunos de los productos generados por el avance tecnológico del siglo XX, como la televisión, los helicópteros, los submarinos o las naves espaciales. Fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportes a la educación y a la ciencia.

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