Authors: John Katzenbach
Soy increíblemente afortunado, pensó.
Michael se preparó para el viaje de dos horas hasta la ciudad. Allá en la granja alquilada, ella tendría todo funcionando. Pensaba que probablemente ya eran casi ricos. Pero no era el dinero lo que realmente les interesaba. El comienzo de Serie # 4 lo excitaba y podía sentir la tibieza abrumadoramente placentera que lo recorría por dentro, una tibieza muy diferente del calor que provenía del sistema de calefacción de la camioneta. Se movía al ritmo de la música que llenaba el interior del vehículo.
Dentro de la capucha negra que cubría su cabeza, el mundo entero de Jennifer se había acotado solamente a lo que podía escuchar, lo que podía oler y lo que podía saborear, y cada uno de estos sentidos era limitado por el golpeteo de su corazón, el dolor de cabeza que palpitaba persistentemente por detrás de las sienes, la oscuridad claustrofóbica que la envolvía. Trató de calmarse, pero por debajo de la tela negra de seda sollozaba de manera incontrolable, lágrimas saladas que caían sobre sus mejillas, la garganta seca y áspera.
Quería gritar con desesperación pidiendo ayuda aunque sabía que no había nadie cerca. La palabra «mamá» se deslizaba por entre sus labios, pero más allá de la oscuridad sólo podía ver a su padre muerto de pie, sin lograr llegar a él, como si estuviera del lado de fuera, sin escuchar sus gritos porque éstos no podían traspasar una pared de vidrio. Por un instante se sintió mareada, casi como si estuviera tambaleándose en el borde de un precipicio, apenas manteniendo el equilibrio, y una fuerte ráfaga de viento amenazara su estabilidad. Se dijo: Jennifer, tienes que mantener el control... No estaba segura de si había pronunciado estas palabras en voz alta o si simplemente se las gritó interiormente a todas las confusiones y los dolores encontrados que se movían veloces dentro de ella, abrumando sus emociones, impidiéndole pensar y razonar. Le resultaba casi imposible saber si sufría algún dolor. Sus manos y piernas estaban atadas, pero aun tumbada y vulnerable, sabía que tenía que entender algo de lo que estaba ocurriendo más allá de la capucha.
Se dijo a sí misma que debía respirar hondo. ¡Jennifer, inténtalo!
Había algo curiosamente alentador en el hecho de hablarse a sí misma en segunda persona. Reforzaba la sensación que tenía de estar viva, de ser quien era, de tener todavía un pasado, un presente y tal vez un futuro.
Jennifer, ¡deja de llorar! Tragó el aire viciado y caluroso dentro de la capucha. Está bien. Está bien...
Pero no era tan fácil como parecía. Necesitó varios minutos para calmarse; los quejidos entrecortados y los sollozos de miedo finalmente disminuyeron el ritmo y casi se detuvieron, aunque no había nada que ella pudiera hacer para detener el incontrolable temblor que dominaba cada uno de sus músculos, especialmente en las piernas. Tenía espasmos que hacían que todo su cuerpo pareciera gelatina. Era como si hubiera algo desconectado entre lo que podía pensar, lo que podía percibir y cómo estaba reaccionando su cuerpo. Todo estaba desenfocado, fuera de control. No podía encontrar ningún anclaje mental que la ayudara a comprender qué había ocurrido y qué podría ocurrir todavía.
Tembló, aunque no tenía frío; a decir verdad, hacía mucho calor en la habitación. Sentía que la tibieza la envolvía, y por primera vez se dio cuenta de que estaba casi desnuda. Otra vez su cuerpo entero se estremeció. No podía recordar haberse desnudado, ni tampoco podía recordar que alguien la hubiera traído a la habitación. Lo único que recordaba era el puño del hombre que fue hacia ella como una bala, y que fue arrojada en la parte posterior de la furgoneta. Todo la confundía; no estaba segura de si había ocurrido realmente. Por un segundo, imaginó que estaba soñando y que lo único que tenía que hacer era mantener la calma, y entonces se iba a despertar en su cama, en su casa, y podría bajar a la cocina a prepararse un poco de café y unas galletas y recordar todos sus planes de fuga.
Jennifer esperó. Apretó los ojos para cerrarlos debajo de la capucha y se dijo: ¡Despierta! ¡Despierta! Pero sabía que era un deseo sin esperanza. No iba a tener la suerte necesaria como para que todo se disolviera en un sueño. Muy bien, Jennifer, se dijo. Concéntrate en una cosa. Sólo una cosa. En una cosa real. Después parte de ahí.
De pronto sintió una sed terrible. Se pasó la lengua por los labios. Estaban secos, resquebrajados, y podía sentir el gusto de la sangre. Apretó la lengua contra los dientes. Ninguno estaba flojo. Arrugó la nariz. Ningún dolor. Muy bien, ahora sabes algo útil. La nariz no está fracturada. Ningún diente perdido. Eso es bueno.
Jennifer podía sentir algo que le picaba cerca del estómago. También tenía una sensación rara en el brazo que no podía precisar. Esto la confundió más.
Sabía que tenía que hacer dos inventarios diferentes: uno de sí misma, otro de dónde estaba. Tenía que tratar de dar un cierto sentido a la oscuridad y llegar a tener algo de claridad. ¿Dónde estaba? ¿Qué le estaba pasando?
Pero las respuestas se le escapaban. La negrura dentro de la capucha parecía estar metiéndose dentro de ella, como si la capucha hiciera algo más que simplemente impedirle ver fuera, le impedía ver hacia dentro; lo único que podía imaginar era un terror feroz a la nada. Y entonces, mientras la desesperación se apoderaba de ella, comprendió una idea realmente horrible: Jennifer, todavía estás viva. Sea lo que sea lo que te está pasando, no va a ser algo que ya hayas conocido antes, ni siquiera algo que hayas imaginado que podría ocurrir alguna vez. No va a ser rápido. No va a ser fácil. Éste es sólo el comienzo de algo.
Podía sentir que descendía en espiral. Un vórtice. Un remolino. Un agujero en el vacío del universo. Sus piernas temblaban y le resultaba imposible impedir que los sollozos regresaran. Cedió ante el miedo, y su cuerpo entero se vio dominado por tremendos espasmos precisamente hasta el momento en que escuchó el sonido amortiguado de una puerta que se abría. Se volvió hacia el sonido. Alguien estaba en la habitación con ella.
Pensó, en esa fracción de segundo, que el hecho de estar sola creaba el terror que resonaba dentro de ella. Pero en verdad estar sola era mucho mejor que saber que no lo estaba. Su espalda se arqueó, sus músculos se tensaron; si pudiera haberse visto, habría imaginado que su cuerpo reaccionaba ante el sonido de la misma manera que lo haría ante una corriente eléctrica.
* * *
Me he convertido en un viejo, se dijo Adrián cuando se miró en el espejo encima de la mesa de su esposa. Era un espejo pequeño, con marco de madera, y a lo largo de los años ella lo había usado más que nada para un control final de su aspecto antes de salir los sábados por la noche. A las mujeres les gustaba ese examen de último momento para asegurarse de que las cosas combinaban, de que las cosas hacían juego, de que las cosas se complacían unas a otras, antes de ponerse en marcha. Él nunca fue tan preciso en cuanto a la manera en que se mostraba al mundo. Había adoptado un aspecto mucho más azaroso —camisa arrugada, pantalones holgados, corbata ligeramente torcida—, más de acuerdo con su vida académica. Siempre me parecía una caricatura de un profesor, porque era un profesor. Era un hombre de ciencia. Subió la mano, se tocó las franjas de pelo gris blanquecino, frotó la mano por la crecida barba con manchones grises en la barbilla. Pasó un dedo por una arruga en su carne. La edad lo había marcado, pensó; la edad y todas las experiencias de la vida.
Desde detrás de él, otra vez escuchó una voz familiar:
—Tú sabes lo que viste.
Miró al espejo.
—Hola, Zarigüeya —saludó Adrián sonriendo—. Ya has dicho eso. Hace algunos minutos. —Se detuvo. Tal vez había sido una hora. O dos. ¿Cuánto tiempo había estado de pie en el dormitorio, con un arma en su mano, rodeado de imágenes y recuerdos?
Había usado el apodo de su esposa, uno que sólo era compartido por los miembros más cercanos de la familia. Lo había adquirido cuando era una niña de nueve años. Un grupo de animalitos apenas más grandes que los roedores se había instalado en el ático de la casa de veraneo de la familia. Había insistido ante sus hermanos, hermanas y padres en que cualquier intento de expulsar a los invasores no deseados sería respondido con todos los recursos vengativos que una decidida niña podía utilizar, desde lágrimas hasta berrinches.
Así que, durante ese verano, su familia había aguantado los nocturnos ruidos de traqueteo de patas con garras correteando por los aleros, las amenazas indeterminadas de enfermedades y el desagrado general por esos bichos que tenían el inquietante hábito de mirar fija y atentamente a los miembros de la familia desde las sombras. La familia de zarigüeyas, por su parte, no tardó en descubrir las muchas atracciones maravillosas de la cocina, sobre todo cuando instintivamente parecieron comprender el estatus especial que su protectora de nueve años les había otorgado. Cassandra era así, pensó Adrián. Una defensora feroz.
—Adrián, tú sabes lo que viste —repitió ella, esta vez mucho más enérgicamente. Su voz tenía una insistencia rítmica habitual en ella. Cuando Cassie, en todos los años de su matrimonio, había querido realmente que algo se hiciera, lo había expresado por lo general en un tono adecuado para una canción protesta de la década de los sesenta.
Volvió a la cama. Cassie estaba tumbada, lánguida, con un provocativo aspecto de artista. Era la alucinación más hermosa que podía haber imaginado. Llevaba puesta una túnica azul suelta, sin nada debajo, y a él le pareció que una brisa la empujaba provocadoramente ciñéndola a su cuerpo aunque no había ninguna ventana abierta, ni siquiera había rastros de viento dentro del dormitorio. Adrián podía sentir su pulso acelerarse. La Cassie que lo miraba desde su sitio en la cama no podría tener más de veintiocho años, la edad que tenía cuando se conocieron. Su piel mostraba el brillo de la juventud, cada curva de su cuerpo, sus pechos leves, las caderas estrechas y las piernas largas parecían recuerdos que podía sentir. Sacudió la melena de pelo oscuro y frunció el ceño al mirarlo, con la boca que descendía en las comisuras, un leve gesto que él reconoció; quería decir que hablaba en serio y que tenía que prestar atención a cada palabra. Él había aprendido pronto, en su vida juntos, que esa mirada anunciaba algo importante.
—Estás hermosa —le dijo—. ¿Recuerdas cuando fuimos al cabo en agosto y una noche nos bañamos desnudos en el mar, y luego no pudimos encontrar la ropa en las dunas después de que la corriente nos arrojara a la playa?
Cassandra movió la cabeza.
—Por supuesto que me acuerdo. Fue el primer verano que estuvimos juntos. Lo recuerdo todo. Pero ésa no es la razón por la que estoy aquí. Tú sabes lo que viste.
Adrián quería pasar la punta de los dedos por su piel para poder recordar cada contacto electrizante de su pasado. Pero tenía miedo de que si extendía la mano ella desapareciera. No comprendía del todo cuál era su relación con esa alucinación, cuáles eran las reglas. Pero sabía que no quería que ella se fuera, era como una inmensa electricidad interna lo que sentía.
—Eso no es del todo verdad —respondió él lentamente—. No estoy para nada seguro.
—Sé que no es exactamente tu campo —dijo Cassie—. No precisamente. Tú nunca fuiste uno de esos forenses aficionados, esos tipos a los que les gustaba construir asesinos en serie y terroristas para luego entretener a sus alumnos con historias sangrientas. A ti te gustaban todas esas ratas en jaulas y laberintos para calcular lo que iban a hacer con los estímulos adecuados. Pero sin duda conoces lo suficiente de Psicología Clínica como para evaluar este caso.
—Podría haber sido cualquier cosa. Y cuando llamé, la policía me dijo...
Cassie lo interrumpió:
—No me importa lo que te dijeran. Ella estaba ahí, al lado de la calle, y luego ya no estaba. —Echó la cabeza hacia atrás, buscando las respuestas en el techo o en el cielo, otro gesto familiar. Esto ocurría cuando él se ponía obstinado. Ella había sido artista, y veía las cosas como una artista: Traza una línea, dale un golpe de color al lienzo... y todo se aclarará. Después de esa mirada al cielo siempre venía algo directo y exigente. Era un hábito que él había adorado porque ella había sido siempre completamente segura—. Se trata de un delito —continuó—. Tiene que ser un delito. Tú lo presenciaste. Por accidente. Por suerte. Por lo que sea. Sólo tú. Así que ahora tienes algunas piezas sueltas de un rompecabezas muy difícil. Depende de ti resolverlo.
Adrián vaciló.
—¿Me vas a ayudar? Estoy enfermo. Quiero decir, Zarigüeya, que estoy realmente muy enfermo. No sé por cuánto tiempo más las cosas van a funcionar para mí. Las cosas ya empiezan a moverse. Las cosas comienzan ya a desmoronarse. Si me ocupo de esto, sea lo que fuere, no sé si voy a sobrevivir...
—Hace unos minutos estabas por pegarte un tiro —dijo Cassie enérgicamente, como si eso lo explicara todo. Levantó su mano e hizo un gesto hacia la Ruger de nueve milímetros.
—Me pareció que no tenía ningún sentido esperar más tiempo...
—Salvo que tú viste a la muchacha en la calle y ella desapareció. Eso es lo importante.
—Ni siquiera sé quién es.
—Sea quien sea, todavía merece tener una oportunidad de vivir. Y tú eres el único que puede brindársela.
—Ni siquiera sé por dónde empezar...
—Las piezas de un rompecabezas. Sálvala, Adrián.
—No soy detective de policía.
—Pero puedes pensar como uno de ellos, incluso mejor.
—Estoy viejo y enfermo. Ya no puedo pensar bien.
—Todavía puedes pensar lo suficientemente bien. Sólo esta última vez. Después todo habrá terminado.
—No puedo hacerlo solo.
—No estarás solo.
—Nunca he podido salvar a nadie. No pude salvarte a ti, ni a Tommy, ni a mi hermano ni a ninguna de las personas a las que realmente quise. ¿Cómo puedo salvar a alguien a quien ni siquiera conozco?
—¿Acaso no es ésa la respuesta que todos tratamos de encontrar? —Cassie estaba sonriendo en ese momento. El comprendió que ella sabía que había ganado la discusión. Siempre ganaba, porque Adrián había descubierto en los primeros minutos de sus años juntos que le daba más placer coincidir con ella que pelear.
—Eras tan hermosa —dijo Adrián— cuando éramos jóvenes... Nunca pude comprender cómo era posible que alguien tan hermosa como tú quisiera estar conmigo.
Ella se rió.