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Authors: John Katzenbach

El Profesor (5 page)

Terri asintió con la cabeza. Una chica inteligente, se dijo.

—Jennifer parece que no tiene muchos amigos —comentó Mary, melancólicamente—. Nunca ha sido buena para establecer relaciones sociales, ni en el colegio ni en el instituto.

Para Terri esa declaración era una repetición de algo que Scott había dicho en muchas discusiones «de familia».

—¿Pero ella podría estar con alguien a quien ustedes no conocen? —Tanto la madre como el novio negaron con la cabeza—. ¿Podría ser que tenga algún novio secreto que les haya ocultado?

—No —aseguró Scott—. Yo habría notado alguna señal.

Seguro, pensó Terri. Esto no lo dijo en voz alta, pero hizo una anotación en sus papeles.

Mary se recompuso un poco y trató de responder de manera menos lacrimógena. Pero su miedo hacía que la voz le temblara.

—Cuando finalmente pensé en ir a su habitación, ya sabe, para ver si tal vez había alguna otra nota o algo que pudiera darnos una pista, vi que su oso había desaparecido. Un osito de peluche llamado Señor Pielmarrón. Duerme con él todas las noches..., es como un amuleto que le da seguridad. Su padre se lo dio no mucho antes de morir, y jamás se iría a ninguna parte sin él...

Demasiado sentimental, pensó Terri. Jennifer, llevarte ese osito de peluche ha sido un error. Tal vez el único, pero un error al fin y al cabo. De otra manera habrías tenido veinticuatro horas en lugar de las seis que has logrado conseguir en el mejor de los casos.

—¿Hay algo en particular que haya ocurrido en los últimos días que hiciera que Jennifer tratara de huir? —preguntó—. ¿Una gran pelea..., tal vez algo que pasara en el instituto?

Mary Riggins sólo sollozó. Scott West respondió rápidamente:

—No, detective. Si usted está buscando algún hecho externo por mi parte o por la de Mary que pudiera haber incitado este comportamiento en Jennifer, puedo asegurarle que no existe. Ninguna pelea. Ninguna exigencia. Ningún capricho de adolescente. No estaba castigada sin salir. Es más, todo ha estado totalmente tranquilo por aquí las últimas semanas. Yo pensaba, igual que su madre, que tal vez habíamos llegado a buen puerto y que las cosas iban a calmarse.

Eso era porque estaba planeando algo, pensó Terri. En la cascada de palabras pretenciosas con las que Scott se justificaba, Terri creyó que había al menos una mentira y tal vez más. Sabía que tarde o temprano la iba a encontrar. Si conocer la verdad iba a ayudarla a localizar a Jennifer o no, era algo completamente diferente.

—Es una adolescente con muchos problemas, detective. Es muy delicada e inteligente, pero está profundamente perturbada y confundida. Le he insistido en que debe buscar algún tratamiento, pero hasta ahora..., bueno, usted sabe lo terco que puede ser un adolescente.

Terri lo sabía. Sólo que no estaba segura de que la terquedad fuera el verdadero tema.

—¿Cree que puede haber algún lugar específico adonde podría haber ido? ¿Un pariente? ¿Un amigo que se haya mudado a otra ciudad? ¿Alguna vez habló de querer ser modelo en Miami, o convertirse en actriz en Los Ángeles, o trabajar en un barco pesquero en Louisiana? Cualquier cosa, por remota e insignificante que parezca, podría brindar una pista que intentaríamos seguir.

Terri había hecho estas preguntas las dos veces anteriores en que Jennifer se había escapado. Pero en ninguna de esas otras dos ocasiones Jennifer se las había arreglado para ganar tanto tiempo como esa noche. Tampoco había ido muy lejos las otras veces; unos tres o cuatro kilómetros la primera; al siguiente pueblo la segunda. Esta ocasión era diferente.

—No, no... —respondió Mary Riggins, retorciéndose las manos y buscando otro cigarrillo. Terri vio que Scott trataba de detenerla poniéndole la mano sobre el antebrazo, pero ella lo apartó con un ligero movimiento, cogió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo de manera desafiante, aun cuando había un cigarrillo a medio fumar echando humo en el cenicero.

—No, detective. Mary y yo hemos tratado de pensar en alguien o en algún sitio, pero no se nos ha ocurrido nada que pueda ser de ayuda.

—¿Falta dinero? ¿Tarjetas de crédito?

Mary Riggins estiró la mano hacia abajo y levantó un bolso del lugar donde había quedado abandonado en el suelo. Lo abrió y sacó una cartera de cuero, de donde dejó caer tres tarjetas para la gasolina, una American Express azul y una tarjeta Discover, junto con un carné de socia de la biblioteca local y una tarjeta de descuento del supermercado del barrio. Las cogió una por una, luego registró nerviosamente cada compartimento de la billetera. Antes de que levantara la vista, Terri ya sabía la respuesta a su pregunta.

Terri asintió con la cabeza, pensativa.

—Voy a necesitar la foto más reciente que tenga —dijo.

—Aquí tiene —respondió Scott, mientras le alcanzaba algo que obviamente ya tenía preparado.

Terri cogió la fotografía y le echó un vistazo. Una adolescente sonriente. ¡Vaya mentira!, pensó.

—También tengo que ver su ordenador —continuó Terri.

—¿Por qué quiere usted...? —empezó Scott.

Pero Mary Riggins le interrumpió:

—Está sobre su mesa. Es un ordenador portátil...

—Podría haber algún problema de invasión de la privacidad en esto —intervino Scott—. Quiero decir, Mary, ¿cómo le vamos a explicar a Jennifer que simplemente permitimos que la policía cogiera su...?

Se detuvo. Terri pensó: Por lo menos se da cuenta de que parece tonto. Aunque tal vez, más que tonto, está preocupado por algo. Entonces, abruptamente, hizo una pregunta que probablemente no debió haber hecho:

—¿Dónde está enterrado su padre?

Se produjo un breve silencio. Hasta el casi constante sollozo que venía de Mary cesó en ese momento. Terri vio que Mary Riggins se ponía tensa, estirándose como si lo que quería decir necesitara una inyección de fuerza o de orgullo entre los omoplatos que corriera por su espina dorsal.

—En North Shore, cerca de Gloucester. Pero ¿qué importancia tiene eso?

—Ninguna, probablemente —replicó Terri. Pero interiormente, se dijo: Ese sería el lugar al que yo iría si fuera una adolescente enfadada y deprimida, inundada por una abrumadora necesidad de irme de casa. ¿No querría hacer una última visita para despedirse de la única persona que, según ella creía, realmente la había querido antes de comenzar su huida? Sacudió un poco la cabeza, un movimiento tan leve que nadie en la habitación se dio cuenta. Un cementerio, pensó, o si no, Nueva York, porque ése es un buen lugar para empezar el proceso de perderse de vista.

Capítulo 5

Al principio, pocos de los invitados prestaron atención a las imágenes silenciosas de la enorme pantalla montada en la pared del lujoso ático que daba al parque Gorki. Era una repetición de un partido de fútbol entre el Dinamo de Kiev y el Locomotiv de Moscú. Un hombre que lucía un gran bigote estilo Fu Manchú alzó la mano, e hizo una seña para que todos en la sala callaran; alguien bajó el volumen de la vibrante música tecno que salía de media docena de bafles escondidos en distintas paredes. Llevaba un costoso traje negro, con camisa de seda color púrpura desabotonada y joyas de oro, incluido el indispensable Rolex en la muñeca. En el mundo moderno, donde los gánsteres y los hombres de negocios tienen con frecuencia el mismo aspecto, podía haber sido cualquiera de esas dos cosas, o tal vez las dos. Junto a él, una esbelta mujer probablemente veinte años menor que él, con el pelo y las piernas de una modelo, vestido de noche de lentejuelas suelto, que hacía poco por ocultar su figura andrógina, dijo primero en ruso, luego en francés y posteriormente en alemán: «Nos hemos enterado de que se va a presentar la nueva temporada de nuestra serie favorita en la web, y empieza esta noche. Seguramente va ser de gran interés para muchos de ustedes».

No dijo más. El grupo se amontonó frente al televisor, sentados en cómodos sillones o instalados en sillas. Un gran comando en forma de flecha que decía «play» apareció en la pantalla y el anfitrión movió un cursor sobre la flecha e hizo clic con el ratón. De inmediato se oyó música: La oda a la alegría de Beethoven se escuchó en un sintetizador. Esto fue seguido por una imagen de Malcolm McDowell muy joven con un cuchillo, en el papel de Alex en La naranja mecánica, de Stanley Kubrick. La imagen dominaba la pantalla. Llevaba un traje blanco, el ojo maquillado, botas con tachuelas y un sombrero hongo negro, que la colaboración entre artista y director habían hecho famoso a comienzos de los años setenta. Esta imagen provocó aplausos de algunas personas mayores entre los asistentes a la fiesta, quienes recordaban el libro, recordaban la actuación y recordaban la película.

La fotografía del joven Alex desapareció para ser reemplazada por una pantalla negra que parecía vibrar, expectante. A los pocos segundos, apareció un texto rojo fuerte, en cursiva, que atravesó el cuadro como un cuchillo, esculpiendo las palabras: What comes next? («¿Qué viene después?»). El texto se fundió dando paso a un nuevo título: Serie # 4.

La imagen cambió luego, mostrando una habitación con aspecto curiosamente granulado, casi unidimensional, un lugar gris y pobre. Sin ventanas. Sin ninguna indicación de dónde estaba ocurriendo la escena. Un lugar de anonimato total. Inicialmente, los espectadores sólo pudieron ver una vieja cama de metal. Sobre la cama había una mujer joven en ropa interior, con una capucha negra sobre su cara. Tenía las manos esposadas y atadas a argollas en la pared como en una mazmorra, detrás de la cabeza. Los tobillos estaban atados con sogas a la estructura de la cama.

La joven no se movía más que para respirar pesadamente, de modo que los espectadores podían darse cuenta de que todavía estaba viva. Podría haber estado inconsciente, drogada o incluso dormida, pero después de unos treinta segundos, realizó un movimiento rápido, como un tic, y una de las cadenas que la sujetaban hizo ruido.

Uno de los invitados dejó escapar un grito ahogado. Alguien dijo en francés:

—Est-il vrai?

Pero nadie respondió a la pregunta, salvo, quizá, por el silencio y por la manera en que estiraban el cuello hacia delante, tratando de ver con más precisión.

En inglés, otro invitado dijo:

—Es una actuación. Debe de ser una actriz contratada específicamente para esta serie en la web...

La mujer vestida con lentejuelas miró al hombre y negó con la cabeza. Su respuesta estaba teñida con su acento eslavo, pero fue pronunciada de manera impecable:

—Al principio de la serie anterior muchos pensaron eso. Pero al final, a medida que pasan los días, uno se da cuenta de que no hay ningún actor que desee interpretar estos papeles.

Volvió a mirar la pantalla. La figura encapuchada pareció temblar, y luego giró su cabeza bruscamente, como si alguien fuera de cámara hubiera entrado en la habitación. Los espectadores podían ver cómo ella tiraba de las cadenas que la sujetaban.

Entonces, casi tan rápidamente como llegó esa escena, se congeló en la pantalla, como si la imagen hubiera sido tomada de repente, igual que se fotografía un ave en vuelo. Fundió a negro y otra vez apareció una pregunta escrita en color rojo sangre: «¿Quiere ver más?».

Detrás de esta pregunta se pedían los datos de la tarjeta de crédito y un texto explicaba el sistema de pago de la suscripción. Se podía comprar unos minutos, hasta una hora, o un bloque de varias horas. Por último se podía comprar un día, o más. También había una cifra mayor de pago para «Acceso total a Serie # 4 con pantalla interactiva». En la parte inferior de los textos había un cronómetro electrónico grande, también de color rojo brillante, puesto en 00:00. Estaba junto a las abras: «Día uno». Todos los asistentes a la fiesta vieron que el reloj de pronto marcaba un segundo, luego dos, al comenzar a medir el tiempo. Era un poco como el reloj digital que marca el tiempo transcurrido de un partido de tenis en Wimbledon o en el Open de Estados Unidos.

Aliado había un anuncio: «Posible duración de Serie # 4: entre 1 semana y 1 mes».

En la fiesta, alguien gritó en ruso: —

¿Vamos, Dimitri! ¡Compra todo el paquete... desde el principio hasta el fin! ¡Tú puedes pagarlo! —Esto fue acompañado por una risa nerviosa y gritos entusiastas y de aprobación. El hombre del bigote se volvió hacia los allí reunidos con los brazos bien abiertos, como preguntando qué debía hacer. Antes de sonreír, esbozó una ligera y teatral reverencia y marcó los números de la tarjeta de crédito. Apenas hizo esto, apareció una ventana que pedía una contraseña. El hombre hizo un gesto con la cabeza a la mujer de las lentejuelas y señaló el teclado de su ordenador. Ella sonrió y tecleó algo. Uno podría haber imaginado que escribió el apodo afectuoso de su amante, el que usaba en la intimidad. El anfitrión sonrió e hizo una seña a un camarero de chaqueta blanca que esperaba en la parte de atrás del lujoso ático para que volviera a llenar los vasos mientras sus adinerados invitados se acomodaban para la serena y fascinante espera. Faltaba una última confirmación electrónica de la operación.

Otros, en todo el mundo, estaban esperando lo mismo.

* * *

No había ningún usuario típico de whatcomesnext.com, aunque probablemente el porcentaje era mucho menor de mujeres que de hombres. La naturaleza pública de la fiesta en Moscú era una excepción; la mayoría de los clientes se hacían miembros de whatcomesnext.com en lugares privados donde podían ver el drama que se desarrollaba en Serie # 4 en soledad. La página web controlaba el acceso de sus miembros con la identificación por medio de contraseñas ciegas, con doble y triple sistema de seguridad, seguidas por una secuencia de transferencias de alta velocidad a varios motores de búsqueda en Europa oriental y en India. Era un sistema que había sido creado por una sofisticada mente electrónica y había sobrevivido a más de un intento policial de violarlo. Pero dado que no tenía connotaciones políticas —es decir, el sitio no era frecuentado por organizaciones terroristas— y no se metía abiertamente en la pornografía infantil, había sobrevivido a esas modestas y sólo ocasionales intrusiones. A decir verdad, esos poco frecuentes esfuerzos hechos por la policía le daban al sitio cierta distinción, o lo que podría haber sido considerado como una cierta respetabilidad propia de Internet.

Whatcomesnext.com estaba dirigido a un tipo diferente de público. La lista de clientes estaba formada por personas que podían pagar muy bien por una mezcla de experiencia sexual y producción de ficción que estaba al borde del delito. Usaba los chats electrónicos y el veloz boca a boca de Internet para enviar invitaciones a suscribirse a sus servicios.

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