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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (14 page)

BOOK: El percherón mortal
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¡Entonces ya sabía dónde estaba Sara! Me sentí mejor. Si estaba en Chicago, se encontraba a salvo y podía comunicarme con ella en cualquier momento.

Pero comprendí también que no quería comunicarme con ella. Mientras supiera donde estaba, lo demás no importaba. Todavía no me había decidido respecto a Sara. Había la cicatriz... y la reacción de Nan estaba muy fresca en mi mente. No, Sara podía esperar. Antes había que atender a otros asuntos.

Anderson mordisqueaba su cigarro con aire pensativo.

—Así que ahora tenemos dos asesinatos —le dijo—, pero esta vez no te dejaré escapar. No volverás a perderte. Haré que uno de mis mejores hombres te siga de día y de noche.

Le miré sorprendido. Esto era algo que no había esperado.

—No quiero correr riesgos —me explicó. Abrió la portezuela y estiró las piernas—. Ven.

Veamos lo que sabe sobre ti el administrador de la cafetería.

Le seguí hacia la puerta de la All-Brite. Seguía pensando en Sara, y en mi cicatriz.

Cuando entré en la cafetería me pareció imposible que pocas horas antes, la noche anterior, hubiera trabajado allí. Todo me parecía extraño y desconocido (ahora lo veía con los ojos de George Matthews y no con los de John Brown): las mesas largas al fondo, las paredes pintadas de anaranjado brillante, las luces fluorescentes. Aunque los recuerdos de las noches que había pasado allí me volvieron en tropel y pude recuperar la sensación que me acompañaba en el local (una especie de soledad desesperada, una completa y fatal pérdida de la personalidad, el miedo a quedarme sin empleo), me resultó diabólicamente difícil enfrentarme a Fuller, el administrador, estrecharle la regordeta mano, mirar su rostro rosado y comprender que aquel hombre había representado la «autoridad» a mis ojos.

Se sentó con nosotros ante una de las mesas. Pareció sorprendido de verme. De hecho, sus primeras palabras fueron:

—¿Qué hace aquí, a esta hora? No entra hasta las seis.

No le respondí. Esperé a que Anderson hablase. El policía miraba pensativo a Fuller, mordisqueando su cigarro. Después le dijo:

—¿Este hombre trabaja para usted con el nombre de John Brown?

Fuller me miró con miedo. No tenía modo de saber quién era Anderson (el teniente iba de paisano), pero pareció notar que sucedía algo inusual y respondió con exagerada precaución:

—Así es —dijo—. Buen trabajador. Dudé en el momento de contratarle, pensando que los clientes podrían quejarse por... su cara. Pensé que podían hacer oír sus quejas y que la culpa caería sobre mí. Pero ha trabajado muy bien... hasta ahora. Este mes se rompió menos vajilla...

—¿Cómo llegó a admitirle?

Anderson se quitó una hebra de tabaco de los labios y la tiró al suelo. Los ojos de Fuller siguieron su acción con gesto desaprobador. Yo sabía que detestaba ver el suelo sucio, pero no dijo nada.

—Le recomendó el hospital. Hoy conseguimos mucha mano de obra por medio de ellos. Son los tiempos que corren. La guerra se hace notar mucho en el negocio de la cafetería.

—¿Qué hospital? ¿Y en qué momento empezó a trabajar para usted?

Anderson estaba irritado, a juzgar por su manera de arrancarle la información al pequeño administrador.

—El municipal. La asistenta social de allí. Me los manda con una carta. Es casi el mejor modo de conseguir gente que trabaje, hoy en día.

—¿Cuándo empezó a trabajar para usted?

Anderson era incisivo. Yo sabía cómo se sentía.

—No podría decirlo. Tendría que mirar mis libros.

Aquí intervine yo:

—Puedo decírselo. Fue el 12 de julio.

Nunca olvidaría esa fecha. Era el día en que por primera vez me había mirado a un espejo y había descubierto aquel lamentable payaso.

Fuller asintió vigorosamente con la cabeza.

—¡Es cierto! Ahora lo recuerdo. Fue durante aquella ola de calor en la segunda semana de julio. Hasta la semana anterior había tenido otro hombre, pero se metió en una pelea con uno de los vagabundos de aquí y le dieron sesenta días...

—¿No sabe nada más que eso de él? —preguntó Anderson. Vi que se sentía frustrado.

—¿Por qué? —preguntó Fuller—. ¿Se ha metido en problemas?

Frunció el entrecejo, desaprobador, al pensar en «problemas».

Anderson se echó atrás en la silla y dio vuelta a la solapa de su chaqueta para mostrar la placa.

—Pertenezco a la División de Homicidios. ¿Está seguro de que no sabe nada más de este tipo?

Me sorprendió cuán duro podía mostrarse cuando quería.

Fuller nos miró un instante y después se puso torpemente de pie, haciendo caer ruidosamente la silla. Los pocos parroquianos que había a esa hora nos miraron con curiosidad.

—¡Sabía que no debí haberle aceptado! —decía Fuller—. Sabía que los clientes se quejarían. Sabía que se enterarían. ¡Una y otra vez me reproché haberle contratado!

Hablaba con voz cada vez más fuerte, hasta terminar en un chillido estrangulado. Su rostro rosa pálido había alcanzado un tono carmesí. Después se interrumpió en medio de su protesta y me miró. Levantó un brazo lentamente y me señaló:

—¿Quiere decir que es un asesino? ¿Ha matado a alguien?

Tuve ganas de reírme. No era gracioso en absoluto, pero tuve ganas de soltar la carcajada. ¡Aquel hombrecito de ojos saltones era tan ridículo! Y yo le había temido. Ahora todo el asunto me parecía completamente ridículo.

Anderson estaba irritado.

—¡No he dicho esto! —gritó—. Sólo le he preguntado si sabía algo más sobre él, algo que no me hubiera dicho. Si quisiera decirle algo más, se lo diría. Ahora responda sí o no: ¿sabe algo más sobre la identidad de este hombre?

Y miró a Fuller con ojos llameantes.

El administrador tragó saliva una o dos veces y después dio un paso atrás. Se humedeció los labios con la lengua, se aclaró la garganta y dijo:

—Nunca le había visto antes del día en que vino con la carta del hospital. Nunca oí nada de él hasta entonces.

Anderson se puso el sombrero.

—Es todo lo que necesitaba saber —dijo.

Me indicó con un gesto que nos marchábamos y le seguí hacia las puertas batientes. Fuller caminaba detrás de mí, y me volví para plantarle cara. Me miró y se pasó la lengua por los labios, todavía asustado. No pude comprender por qué, salvo que pensara que su propia seguridad estaba amenazada de algún modo.

Quería hacerme una pregunta. Esperé con paciencia a que lograra articular y por fin salieron las palabras:

—¿Vendrá a trabajar esta noche?

—No —respondí—. No trabajaré más aquí. Vendré el sábado a cobrar.

Dio un paso atrás y abrió los brazos en un ademán de impotencia:

—Pero ¿qué voy a hacer? —preguntó—. Necesito un hombre para esta noche. ¿De dónde voy a sacar alguien para esta misma noche?

Y hubo un tiempo en que yo temí a este hombre... Todavía lo recordaba.

Anderson me esperaba en la acera. Caminamos juntos hasta su coche.

—¿Adónde vamos ahora? —le pregunté.

—Iremos a ver a la señorita Willows, asistenta social del Hospital Municipal —dijo—. Quiero ver qué saben sobre ti.

—¿Es necesario hacerlo?

Temía volver al hospital, retroceder a la parte perdida de mi pasado. Sentía que estaba cerca de recordar y no quería recordar. Ajena a mi voluntad, la imagen del rostro de Nan volvió a aparecer en mi imaginación, cerca, inclinándose sobre mí. Parecía un estímulo para que yo insistiera en el recuerdo.

Pero no quería hacerlo... no quería recordar. Tenía miedo y, extrañamente, estaba escuchando. ¿Escuchando... qué?

El teniente condujo hábilmente entre el tránsito y cruzó Brooklyn en dirección al río.

—Tenemos que seguir todas las pistas que poseemos —dijo—. El hospital es una de esas pistas. Tú recuerdas haber estado en él, pero, como bien sabrás, puedes olvidar algo importante. Quizás ellos saben qué te pasó, o quizá, después de hablar con la señorita Willows, tú mismo puedas recordarlo.

Siguió hablando en tono razonable. Tuve que admitir que tenía razón y que mi temor era irracional. Le dejé llevarme de nuevo al hospital.

La señorita Willows era la misma gorda madura con cara ancha y carácter plácido que había conocido antes. Seguía peinada con el mismo moño detrás. Al verla, recordé con un vigor peculiar mis mentiras desesperadas de unos meses antes, la historia inteligentemente dosificada que había contado casi sin aliento, el momento en que había fabricado, a partir de la nada, la personalidad de aquel John Brown que se me iba a ajustar más de lo que entonces pensaba.

La señorita Willows no pareció sorprendida al verme a mí o a Anderson. Buscó en un archivo y encontró un sobre con el nombre «John Brown» claramente escrito en él. Cojeó hacia su escritorio (tenía una pierna más corta que la otra), abrió el sobre y comenzó a examinar las tarjetas con sus informes. Movía los labios en silencio al leer.

—Oh, sí, el señor Brown —dijo después de refrescarse la memoria—. Fue uno de nuestros casos más interesantes. Recuperación completa a pesar de un diagnóstico bastante desfavorable. Y una excelente adaptación y rehabilitación, si se me permite decirlo.

—Dígame solamente lo que sepa sobre este hombre —dijo Anderson.

Alzó la vista, un poco molesta por el tono cortante del teniente. Después frunció los labios.

—Entró aquí el primero de mayo de este año, 1944. Uno de sus hombres lo recogió en el Bowery, vagando. Parecía no recordar nada de su vida pasada. Había sufrido un fuerte golpe y una herida en el cráneo. El policía creyó que se había metido en una pelea. No estaba intoxicado.

—¿Eso fue hace unos meses?

—En mayo. Le metimos en la cama y le tratamos por el golpe y el shock. Cuando recuperó el conocimiento tenía una obsesión. Creía ser psiquiatra, un tal George Matthews. Fue extraordinariamente convincente. Nos dio toda clase de detalles sobre una vida pasada imaginaria. Por supuesto, nada de eso era cierto.

—¿Verificaron los datos, claro?

—Descubrimos que era todo ficción. Había existido un doctor George Matthews, pero hacía tiempo que estaba muerto.

—¿Dice que el diagnóstico fue desfavorable al principio?

La señorita Willows sonrió:

—¿He dicho eso? Bueno, al principio sí. Tenía un síndrome persecutorio. Creía ser ese doctor Matthews y consideraba falto de ética que lo tuviéramos encerrado aquí.

—¿Después recuperó la memoria?

—¡Oh, sí, volvió todo! Terapia ocupacional, ya sabe. Un poco de descanso en un lugar tranquilo, oportunidad para usar las manos. Claro que sí, todo volvió a su memoria, ¿no es cierto, señor Brown?

Ahora me dirigió a mí su sonrisa, una mueca casta y antiséptica.

—Sí —le dije—. Todo volvió.

—El señor Brown nació en Erie, Pennsylvania —leía la mujer—. Pertenece a una familia numerosa. Se alistó en el ejército y combatió en la Primera Guerra Mundial. Fue herido y repatriado. Lo pasó mal. Trabajó como peón de granja, aquí y en la Costa Oeste. Su esposa murió. Vivió de la caridad durante la depresión de los treinta. Se volvió alcohólico.

Dejó de leer y volvió a fruncir los labios:

—Un caso típico, diría yo. ¿Ha vuelto a meterse en problemas?

Hablaba por encima de mí, como si yo no estuviera presente, o, peor aún, como si no importaran mis sentimientos.

Anderson negó con la cabeza.

—Sólo queríamos verificar. ¿Es ésa toda la información?

La señorita Willows volvió a sonreír. Percibía el descontento de Anderson, pero no sabía por qué estaba descontento. Estaba dispuesta a darnos todo lo que tuviera. Vi que no era mala persona.

—Podría interrogar a los médicos, aunque dudo de que sepan mucho más. Aquí está la historia clínica completa. Muy completa, en realidad. Sucede que el señor Brown fue un caso especialmente interesante.

Anderson le dio las gracias y nos levantamos para marcharnos.

—Para eso estamos —dijo ella alegremente—. Cualquier ayuda que necesiten...

No bien estuvimos en la puerta, Anderson se detuvo y me miró.

—¿Verdaderamente te ocurrió algo de todo eso? —me dijo.

—No —le respondí—. Nada.

—Entonces ¿cómo han podido incluir todo esto en tu historia clínica?

—En ese sentido mi memoria está sana, te lo aseguro. Lo inventé todo. Se lo dije a los médicos y a ella. Era el único modo de lograr que me dejaran salir.

Anderson se rascó la cabeza:

—No lo entiendo —dijo.

—Nunca habrían creído que era el doctor George Matthews. Te lo preguntaron a ti y les dijiste que estaba muerto. Llamaron a mi consultorio y descubrieron que ya no existía. Trataron de encontrar a Sara y no lo lograron. Entonces decidieron que era un paranoico.

—Pero no entiendo la razón de por qué tuviste que inventar todo eso.

—Porque era la única clase de historia que ellos esperaban de mí. Me consideraban un vagabundo. De modo que inventé una historia calcada de otras cien parecidas que he encontrado en el curso de mi carrera. La construí cuidadosamente en cada detalle, para que coincidiera con la idea preconcebida que se hacían de lo que debía de haber sido mi vida, hasta convencerles de que había recuperado la memoria. Si hubiera insistido en decirles la verdad, habrían seguido creyendo que sufría una aberración. Todo lo que hubiera podido agregar no habría sido más que leña para el fuego de sus convicciones. Las circunstancias excluían toda posibilidad de que yo hubiera sido un psiquiatra. Me vi obligado a crear una mentira muy complicada y ofrecérsela como verdad. No había otro camino.

—¿Y nunca dudaste de tu propia identidad? Por Dios, yo mismo me habría confundido...

—A veces me confundí un poco —admití—. Pero ¿adónde vamos ahora?

Me puso una mano en el hombro. Me miró con amabilidad. Comprendí que aquel hombre era mi amigo, que estaba de mi lado... al menos por el momento. Fue una sensación agradable.

—Te llevaré a casa —me dijo—. Pondré un hombre a vigilar toda la noche. Cuando salgas, habla con él para que no te perdamos el rastro. No quiero correr ningún riesgo esta vez. Todo saldrá bien.

Me agradó la idea de volver a mi cuarto. De hecho, deseé que el coche fuera más rápido rumbo a Coney Island. Pasaban cosas dentro de mi cabeza. Quería acostarme y esperar eso que estaba luchando por salir a la superficie de mi memoria. Tenía miedo, pero sabía que tarde o temprano tendría que afrontarlo. Las cosas habían ido demasiado lejos... alguien me había empujado demasiado lejos. Ahora era hora de recordar... para luego actuar.

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