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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (12 page)

BOOK: El percherón mortal
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Sonia tuvo que ir a trabajar y me quedé solo. Decidí no volver a la cafetería. No había motivos por los que tuviera que seguir trabajando en ella, pues tenía dinero en el banco y un hogar en Nueva Jersey. Por supuesto, podría tener dificultades para retirar dinero del banco sin un talonario, sin un documento de identidad, sin parecerme siquiera al hombre que lo había depositado. Y no quería volver a Nueva Jersey, porque Sara tal vez no estuviera allí... y también porque Sara podía estar allí.

Pero, a pesar de esta torturante ambivalencia, quería ver a Sara. ¿Qué había sido de ella durante todo este año? ¿La había olvidado a ella también cuando me caí en el metro? El único modo de descubrir las respuestas era ir en persona. Me puse el sombrero y la chaqueta y fui caminando hasta la estación. Como era temprano, la cavernosa estructura de la estación estaba vacía y me empequeñecía, tanto como la enormidad del trabajo que me esperaba empequeñecía mi espíritu. Traté de silbar una melodía, pero el sonido se me congeló en la garganta. Dejé pasar tres trenes antes de abordar uno.

Bajé en Wall Street y caminé frente a la Trinity Church y luego por la calle Cortlandt hasta la línea de metro del Hudson. Una vez en Jersey, tomé un autobús hacia mi barrio. Al bajar, tomé los atajos que llevaban más rápido a mi calle, y me sentí estúpidamente orgulloso al recordarlos. Pero una vez frente a mi casa, no la reconocí. Sabía cuál era la manzana y el número, pero pasé tres veces ante la fachada antes de descubrirla. Al principio no entendí qué era lo que no cuadraba: simplemente no parecía mi casa. Después comprendí que la habían pintado y habían quitado el seto de arbustos de enfrente, y que había un triciclo de niño en el porche. Sara y yo no teníamos hijos. Subí despacio los escalones y toqué el timbre. Sonaron unos pasos pesados en el interior y abrió la puerta una mujer corpulenta con un vestido de seda viejo. Llevaba un pañuelo en la cabeza y tenía un lunar oscuro en una mejilla. Me miró agresivamente.

—No necesitamos nada —me dijo.

—No vendo nada.

—¿Qué quiere?

—Querría hablar con la señora de George Matthews.

—Aquí no vive nadie con ese nombre.

—Antes vivía aquí.

Quería decir algo más. Quería decir: «Yo soy el dueño de esta casa. ¡La señora Matthews es mi esposa! ¡Debo verla!» Pero las palabras no me habrían salido.

—La casa estaba vacía cuando vinimos. —La mujer había empezado a cerrar la puerta—. La alquilamos el año pasado. No sabemos nada de los que vivían antes aquí.

—¿Quién se la alquiló? —le pregunté, casi gritando.

Necesitaba saber más. ¡No podía interrumpirme ahora!

—La inmobiliaria. Todavía están tratando de venderla. Ahí tiene el cartel.

Me señaló un cartel de gran tamaño clavado en el césped, a la entrada. Después cerró la puerta. Bajé los escalones y me volví para mirar el cartel. Un minuto antes había estado donde me encontraba ahora, mirando en la misma dirección, pero no había visto el cartel porque no quería verlo. ¿Cuántos otros hechos obvios habría pasado por alto de igual modo? ¿Y por qué me negaba a ver ciertas cosas? Miré aquel cartel largo rato. Después saqué un lápiz y un trozo de papel del bolsillo y anoté el nombre y la dirección de la agencia:

Blankenship & Co., 125 Oeste, calle 42, Nueva York.

Tras lo cual caminé hasta la parada y esperé el autobús que me llevaría de vuelta a la ciudad.

No averigüé gran cosa en Blankenship & Co. Hablé con un joven de modales viscosos y ojos de color de las escamas de pescado.

—Firmamos contrato para administrar la propiedad de la señora Matthews en noviembre del año pasado. Debemos alquilar hasta que se presente la oportunidad de vender a una cifra razonable. Los inquilinos actuales la tienen alquilada desde junio. ¿Está probablemente usted interesado en adquirir la propiedad?

—No —dije—. Soy amigo de la familia y he perdido contacto con la señora Matthews. Pensé que usted podría ayudarme a encontrarla. Quizá si me dijera dónde le envían el dinero de la renta...

Cuando hice esta pregunta, sus ojos de escama de pescado me miraron con recelo. Vi que sospechaba de mis intenciones, pero me respondió:

—Depositamos el alquiler en la cuenta de la señora Matthews en su banco de Nueva York.

¿Su banco de Nueva York? ¿Entonces Sara se habría ido de la ciudad?

—¿Podría decirme dónde vive ahora la señora Matthews?

El joven se puso de pie:

—Lo siento, pero recibimos instrucciones de no dar las señas de la señora Matthews a nadie.

—¿Podría darme el nombre de su banco, al menos?

Sus labios se habían cerrado hasta formar una fina raya.

—Lo siento, pero esto también es confidencial.

Me puse el sombrero y me marché. En la calle me pregunté si habría tenido más éxito si le hubiera dicho quién era en lugar de decir que era un «amigo de la familia». Pero no hubiera podido probar que era el doctor George Matthews. Sólo podía probar que era John Brown.

Tomé el metro hacia la calle Canal y la jefatura de la policía. Había decidido que ya era hora de hablar con Anderson.

El policía de la centralita me preguntó:

—¿Por qué quiere ver al teniente?

—Creo que tengo información sobre el asesinato de Francés Raye —le dije.

Vaciló. Le vi pensar, y pude advertir en qué momento exacto se acordó del caso. Movió algo en el conmutador, dijo unas palabras en el micrófono que tenía ajustado a la cabeza y alzó la vista.

—Segunda puerta a la derecha. El teniente le recibirá enseguida.

Caminé por el mismo pasillo que había recorrido aquella mañana de octubre de 1943, pero esta vez fui a otro cuarto, lo que significaba que el teniente no me recibiría en su oficina. Me pregunté por qué. Abrí la puerta de cristal opaco y entré en un cubículo brillantemente iluminado. El mobiliario era el habitual: un escritorio, tres sillas y un mapa enmarcado de las cinco circunscripciones de Nueva York. Me senté en una de las sillas, encendí un cigarrillo y esperé.

Estaba muy nervioso. ¿Podría convencer al teniente de que yo era George Matthews? Habíamos sido amigos, pero me pregunté si podría reconocerme a pesar de mi desfiguración. Félix me había reconocido, pero me había visto de espaldas, o al menos eso dijo. Posiblemente, Anderson no me reconocería al principio y debería probarle mi identidad. ¿Me daría la información que quería (el paradero de Sara y el de Jacob), o tendría que probar otros medios? Podía publicar anuncios en los periódicos. Podía contratar un detective privado y ponerme en contacto con los parientes de Sara. Pero también podía ser que nunca más volviera a ver a mi esposa. Y encontrar a Jacob parecía más difícil aún.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que entrara Anderson. Se dirigió hacia el escritorio y se sentó, cruzó las manos sobre el secante y me miró fijamente. Se puso pálido. Exclamó:

—¡Dios mío! ¿Eres tú, George?

—Me temo que no parezco el de antes, Andy.

No había sido mi intención hablar con tanta familiaridad, pues mientras esperaba había recordado su actitud fría en nuestro último encuentro. Pero me obligó a hacerlo su tono esta vez amistoso. Por unos instantes me permití confiar en que todo saldría bien.

—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.

—No lo sé. O más bien, lo he olvidado. —Le conté mi encuentro con el hombre que se había hecho pasar por Jacob Blunt, cómo caminamos con él y Nan hasta el metro, mi caída (¿o me habían empujado?) y la pérdida de conocimiento.

—¡Pero George, por Dios! —exclamó—. Cuando viste que el hombre no era tu paciente, ¿por qué saliste con él? ¿Por qué no viniste a decírmelo?

No supe qué responderle. ¿Cómo podía explicarle el impulso que me había movido, sin reprocharle su actitud extrañamente hostil hacia mí? En aquel momento había creído que si podía hablar con el impostor en mi consultorio lograría que confesara su crimen o descubriera al verdadero asesino. Pero tenía que admitir que me había tomado una atribución que no me correspondía, y había pagado caro mi error.

—Debí habértelo dicho —le dije—. Pero recuerda que había visto al verdadero Jacob una sola vez, y no podía estar seguro de recordar exactamente su apariencia.

Anderson meneó la cabeza.

—Pero ¿dónde has estado todo este tiempo?

Le conté cómo me había despertado en el hospital y, sin entrar en detalles, mi fuga. Le hablé de mi trabajo en la cafetería de Coney Island y de Sonia. Le expliqué la apatía que me había dominado durante el último mes y cómo se relacionaba con la desfiguración, que no sólo había deformado mis rasgos físicos, sino también mi personalidad. Al oír esto, Anderson tomó un lápiz y comenzó a hacerlo rodar sobre el papel secante de su escritorio.

—Puedo entenderlo perfectamente —dijo—. Como sabes probablemente, algunos criminólogos sostienen que muchas personalidades criminales pueden deberse a desfiguraciones físicas. Las cicatrices producen crímenes.

Agregué que había tenido un accidente la noche anterior y que, al recuperar el conocimiento había experimentado nuevamente una momentánea pérdida de conciencia. Le comuniqué mis sospechas de que Felix-Eustace hubiera estado siguiéndome y le relaté mis intentos de sacarle información sobre Jacob.

Cuando terminé, Anderson se puso en pie.

—Piensas que alguien ha tratado de matarte, una vez en el metro y otra vez anoche. ¿Tomaste la matrícula del coche que te atropello?

Negué con la cabeza.

—No estoy seguro de que el de anoche haya sido un intento criminal. De hecho, creo que no lo fue. La calle estaba oscura y yo salté delante del coche, tratando de que se detuviera.

—¿Estabas asustado?

—Como te he dicho, oí que alguien me seguía. Resultó ser Félix, y sus intenciones eran amistosas. Pero yo no lo sabía en aquel momento.

—¿Por qué crees que trataron de matarte la primera vez?

Lo pensé un momento antes de responder.

—Creo que debo de haber tropezado con algo, haberme enterado de algo que era peligroso para quien mató a la Raye —dije—. Qué pueda ser, lo ignoro..., como no fuera el hecho de que yo sabía que el hombre que se hacía pasar por Jacob Blunt no lo era.

Anderson se reclinó en su silla, con una tensa sonrisa en los labios.

—Te muestras impreciso. Dices: «Pudieron haberme empujado... quizá sabía algo peligroso para alguien.» Nada de eso nos lleva a ninguna parte.

—Sé que soy impreciso. No puedo evitarlo. No recuerdo nada más.

Se abrió la puerta a mis espaldas y entró otro policía. Le dio a Anderson una fotografía que reconocí inmediatamente como un retrato mío. ¡Era una foto que le había regalado a Sara!

—¿De dónde has sacado eso? —le pregunté apenas salió el otro policía—. Es de mi esposa.

Anderson asintió con la cabeza.

—La señora Matthews me permitió sacar copias. Dijo que era la única foto tuya que tenía.

Me la tendió. Traté de mirarla, pero mi inconsciente me jugó una mala pasada. Vi otra vez, en cambio, aquella caricatura grotesca que había visto por primera vez en aquel espejo tras el mostrador de un bar. Vi los labios torcidos (un lado de la boca en una risa permanente, el otro en una mueca fija de tristeza) y el corte lívido que me atravesaba la nariz como la cicatriz de un sablazo. Y me corrió un hilo de sudor por la espalda.

Anderson examinaba la fotografía.

—Tendrás que perdonarme —dijo—, pero este caso ha sido tan raro desde el comienzo que no quiero confiar exclusivamente en la memoria al identificarte, aun conociéndote como te conozco. Pero ahora puedo afirmar que eres el mismo hombre que está fotografiado aquí.

Dio un golpecito a la foto y después la echó sobre el escritorio. La tomé y la miré. Esta vez la vi tal como era: el retrato de alguien a quien casi había olvidado, un hombre sonriente y de aire distinguido que sabía quién era y dónde estaba, y que podía ayudar a la gente con su vigor y sus conocimientos.

Traté de encender un cigarrillo, pero me temblaba demasiado la mano. Anderson tuvo que ayudarme. Me sentí débil como una mujercilla. El sentimiento de alivio, de saber que alguien al fin me reconocía, me llenaba de emoción y me hizo subir un sollozo a la garganta. Ahora quería preguntarle a Anderson dónde estaba Sara, pero vacilaba. Temía llevar demasiado lejos mi suerte. Cuando logré dominar mis emociones y alcé la vista para ver si Anderson había notado el efecto de sus palabras sobre mí, vi que, con las manos a la espalda, contemplaba un mapa del Bronx. No hablé.

Me aterrorizaba preguntar por Sara. ¿Y si ella no estaba bien?

Al fin, Anderson dijo:

—Esto nos deja con otro problema y muy pocos indicios.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

Se sentó y se rascó una mejilla, pensativo:

—El 18 de noviembre de 1943 sacaron el cadáver de un hombre del río North. Tenía la cabeza aplastada. El cuerpo era más o menos de tu tamaño, estaba vestido con tus ropas y tenía tus documentos en el bolsillo. Cuando tu esposa vio el cuerpo, dijo que era el tuyo.

—Por eso, cuando Harvey Peters te llamó desde el hospital, dijiste que yo estaba muerto.

Anderson asintió con la cabeza.

—Recuerdo haber recibido una llamada de un doctor Peters —dijo. Sonrió disculpándose—. Si hubiera sabido entonces lo que me acabas de decir, podría habernos ahorrado muchos problemas, supongo.

Vi que se culpaba por no haber sospechado que aquel cadáver hallado en el río podía no ser yo.

—¿Qué podías hacer después de identificar Sara el cuerpo? —le dije para tranquilizarlo. Y agregué—: Supongo que quien mató a Francés Raye, fuera quien fuese, mató también a aquel hombre y lo vistió con mis ropas.

—Así parece. Ahora tenemos dos crímenes sin resolver en lugar de uno.

—Pero ¿por qué no me mató? —pregunté—. ¿Qué fue lo que me pasó? ¿Cómo me hice esto? —dije tocándome la cicatriz.

—Eso es lo que tendremos que tratar de averiguar —dijo Anderson. Mordió el extremo del cigarro y se puso de pie—. Y no será fácil.

8
MEMORIAS DEL DOLOR I

Ya había cogido mi sombrero, creyendo que la entrevista había terminado. Sabía que Anderson querría volver a verme, y antes de salir me proponía pedirle que se pusiera en contacto con Sara. Pero lo último que me esperaba fue lo que sucedió.

—Es raro que hayas venido a verme precisamente ahora —dijo, con una mano en la puerta—. El caso Raye ha estado archivado durante meses, y no ha habido ninguna novedad... hasta esta mañana.

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