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Authors: John Franklin Bardin

Tags: #Policiaco

El percherón mortal (21 page)

BOOK: El percherón mortal
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Pero cuando llegué al edificio de la calle 10 Oeste donde habíamos estado por la mañana, todo mi buen humor se desvaneció. Al mirar la larga fila de buzones, cada uno con su timbre, me sentí débil y mareado. Ninguno de los nombres escritos allí era Matthews. ¿Cómo sabría en qué apartamento vivía Sara? Podía tocar todos los timbres, pero eso despertaría sospechas. Podía preguntarle al portero, describirle a Sara, pero él me reconocería y le hablaría de esto a Anderson. Me quedé indeciso, sin saber qué hacer.

Y empecé a pensar en mi cara. Volví a ver aquella primera imagen en el espejo del restaurante y sentí un escalofrío al recordar el corte lívido que me dividía los rasgos y hacía que la boca se torciera en una mueca permanente. Me llevé la mano a la mejilla e imaginé la mirada de repugnancia de Sara cuando me viera. Sentí un vacío en el estómago y un gran peso en el pecho. Estaba a punto de marcharme... En ese momento oí abrirse la puerta. Me volví y me encontré frente a Sara. Me sonreía... Me reconocía... Parecía aceptarme tal como era. Era la misma, salvo que un poco más hermosa de lo que la recordaba. La miré un largo momento, temeroso de hablar, como si al hablar pudiera quebrar el encanto... y entonces ella lanzó un suspiro y cayó en mis brazos. Nos abrazamos como dos chicos enamorados.

—George —me susurró al oído—. ¡Qué alegría verte!

La apreté con más fuerza, pero no hablé. Sabía que no necesitaba decirle a Sara cuánto había sufrido. Había tanto que decir, suficiente para llenar días enteros, y estos primeros instantes de reencuentro eran preciosos. Pero si no hablaba, nunca podría comunicarle mis emociones y la sentía temblar en mis brazos:

—Oh, George —suspiró—, temía no volver a verte nunca más...

Subimos en el ascensor hasta su apartamento y entramos en un pequeño saloncito. Este cuarto me parecía extrañamente familiar. Mientras ella se quitaba el sombrero, caminé por la estancia, preguntándome la causa de ese sentimiento de familiaridad, tan semejante al que había experimentado por la mañana en el apartamento del piso inferior a éste. Cuando reapareció Sara, le pregunté:

—¿Por qué alquilaste un apartamento en el mismo edificio de Francés Raye?

Pareció desconcertada por mi pregunta.

—Pero si fue idea tuya, George... ¿No recuerdas? Querías un apartamento en el edificio porque querías estar en la escena del crimen. Pensaste que sería el sitio ideal para llevar a cabo tu investigación, un lugar donde nunca te buscarían.

Me senté junto a ella.

—Sara, he olvidado tantas cosas. —Durante los diez minutos que siguieron le relaté brevemente todo lo que recordaba, tal como lo había ido recordando. Le dije que había un blanco en mi memoria, desde el momento en que fui atacado en Nueva Jersey hasta que me desperté en el hospital—. Y ahora me dices que yo estaba investigando —concluí—. Si es así, no sé nada de eso.

Sara me echó los brazos al cuello y me abrazó con fuerza. Le besé el pelo castaño y la nariz respingona, y me maravilló su modo de entrecerrar los ojos cuando sonreía.

—George —me dijo—, estuviste aquí conmigo, en este apartamento, todo ese tiempo que no puedes recordar. Vinimos aquí después de que me hicieras alquilar la casa en Jersey. Te sentías terriblemente mal a causa de la herida en tu mejilla y no querías que nadie supiera dónde estabas. Te sentabas en la oscuridad y temblabas al menor ruido.

En mi alegría al volver a encontrarla, había olvidado mi temor de que Sara sufriera una impresión por la cicatriz de mi cara. Ahora me sorprendió descubrir que ya lo sabía todo al respecto. Le pedí que me contara qué había pasado.

De un escritorio sacó una caja alargada y un pequeño bloc, después se sentó en la alfombra a mis pies con las piernas cruzadas bajo la falda como era su costumbre, y me contó la historia de mis meses perdidos.

—La primera semana de tu desaparición, en octubre pasado, me asusté muchísimo —dijo—. Fui a ver al teniente Anderson todos los días para ver si tenía noticias. Todo lo que él podía decirme era que habías salido de la jefatura con Jacob y aquella chica (después tú me dirías que ese Jacob era un impostor), y que Nan le había dicho al teniente que te habías marchado de su apartamento después de un desvanecimiento en el metro y de negarte a recibir asistencia médica. Durante todo el mes de octubre no supe nada de ti. Estaba terriblemente preocupada, pues no sabía si te habrían matado o habías sufrido un ataque de amnesia. Después, hacia el 10 de noviembre, cuando una noche yo hacía mis maletas para ir a visitar a mis padres a Chicago, sonó el timbre de la puerta.

—¿Dices que fue el 10 de noviembre? —le pregunté.

—Sí. Encendí la luz del porche y abrí la puerta. Al principio, lo único que vi fue lo que parecía un hato de ropa vieja en el piso. También oí un ruido en el patio, como el de un niño corriendo. Pero no vi quién era. Para entonces, ya había visto que el hato de ropa eras tú, que estabas inconsciente y sangrando profusamente de una terrible herida en la cara.

¡Entonces me había equivocado en mi «calendario»! El tiempo que había pasado en el apartamento de Nan había sido menos de un mes, en lugar de seis semanas. Sara señaló la caja alargada que me había dado minutos antes.

—Ábrela —me dijo— y mira lo que hay dentro.

Abrí la caja con cuidado. Dentro había una capa espesa de algodón, que levanté. Vi un largo cuchillo de caza con mango de cuerno. La parte del algodón en la que se había apoyado la hoja del cuchillo tenía una mancha oscura de sangre seca. Al mirar aquel perverso instrumento, la cicatriz empezó a arderme y todo el odio que había estado sumergido durante los muchos meses de mi media vida volvió a adueñarse de mi mente. Hice a un lado la caja con el puñal.

—George —decía Sara—, ¡alguien te había arrojado ese cuchillo! Lo encontré clavado en el marco de la puerta. Quienquiera que lo hubiese arrojado, había tratado de matarte. Pero falló y te hizo esa terrible herida en la cara.

«Cuando volviste en ti me hablaste de Nan y del "doctor" y el "tratamiento". Me dijiste que querías encontrar a la persona responsable de la muerte de Francés Raye, de tu secuestro y los intentos contra tu vida, encontrarla tú mismo... y que sentías que serías capaz de llevar al asesino ante la justicia.

Comprendí en ese momento que no había sufrido una pérdida de la memoria cuando fui atacado en el porche. Esto significaba que otro golpe, posterior, había causado la amnesia, y por un azar había olvidado lo que sucedió después de ese ataque. Pero, ¿cuándo había sufrido el segundo ataque? Sentí como si este dato estuviera a punto de aflorar a mi mente, y como si a los pocos minutos pudiera decirlo.

—Traté de disuadirte —siguió Sara—. Me parecía que ya habías sufrido demasiado, y era peligroso que trataras de perseguir solo al asesino. Pero no quisiste escucharme. Me obligaste a poner en alquiler la casa de Nueva Jersey, por medio de un agente. Incluso hiciste que el agente depositara el alquiler mensualmente en nuestro banco, y que enviara sus informes a la dirección de mis padres en Chicago, desde donde ellos nos los mandaban a Nueva York. Alquilé este apartamento en este edificio, según tu teoría de que era el lugar más seguro para llevar a cabo la investigación, porque el asesino jamás podría sospechar que estabas justamente aquí. Pero hay más: cuando Anderson me pidió que identificara el cadáver que habían encontrado en el North River con tus ropas (cuando te encontré en el porche llevabas unos pantalones y una camisa que no eran tuyos), me hiciste decir que era tu cuerpo, para que Anderson te perdiera el rastro.

—Pero ¿de quién era el cuerpo que encontró Anderson en el río? —pregunté.

—Por la descripción que te hice en ese momento, llegaste a la conclusión de que era Tony, el hombre que te había vigilado, que se había hecho pasar por Jacob y que debió de morir a causa de las heridas recibidas en el accidente con el taxi.

Asentí con la cabeza. Todo empezaba a aclararse, aunque todavía quedaban muchas preguntas por responder. Y mientras Sara me contaba estos detalles olvidados, yo recordaba otros. Había habido una libreta... una libreta en la que yo había registrado todos los pasos de mi investigación. Le pregunté a Sara dónde estaba.

—La tienes en tus rodillas, George —me dijo—. Te la di junto con el cuchillo. ¿Recuerdas que contrataste a la Agencia Ace de Detectives para que hicieran el trabajo? Ellos entrevistaron a Nan Bulkely y después a su amiga, Denise Hannover. Por ellos te enteraste de que Nan había estado recibiendo llamadas telefónicas amenazantes, que dijo que eran tuyas. Pero sabías que no habías sido tú. Creo que llegaste a la conclusión de que, si podías descubrir la identidad de la persona que estaba amenazando a Nan, tendrías abierto el camino hacia el asesino.

Miré el grueso bloc que tenía en las manos. Aquí estaba el registro de los meses perdidos de mi vida. ¡Al fin el pasado estaba a punto de volver a mí!

—¿Durante cuánto tiempo proseguí esta investigación? —le pregunté.

Sara palideció. Se arrodilló y me tomó las manos, que se llevó al pecho, haciendo caer la libreta.

—¡Oh, George, prométeme que no seguirás con la investigación! ¡Por favor, prométemelo!

—Ya está fuera de mis manos —le dije—. Anderson ha abierto de nuevo la investigación. —Y le conté los sucesos de los últimos días y la muerte de Nan Bulkely esa mañana—. Pero responde a mi pregunta: ¿cuánto tiempo duró la investigación?

Sara se puso de pie. Se apartó de mí.

—Hasta fines de abril de este año, George. Un día saliste en una de tus infrecuentes excursiones (rara vez salías del apartamento, y todo el trabajo externo lo hacía la agencia de detectives) y ya no volví a verte hasta esta tarde.

—Pero ¿adónde fui ese día? —le pregunté—. ¿Y qué me pasó?

Su respuesta fue sorprendente:

—No sé qué te sucedió; al parecer, fuera lo que fuese, te hizo perder la memoria, pero sé dónde me dijiste que irías. Era una dirección en Coney Island. La encontrarás en el bloc.

Durante la media hora siguiente leí con rapidez la libreta, mi «prontuario», como lo llamaba Sara. Toda la primera parte estaba dedicada a recortes de diarios sobre la investigación policial del asesinato de Francés Raye, casi todo lo cual ya sabía yo. Observé que uno de los periódicos de la ciudad había aprovechado el crimen como punto de partida para un editorial sobre la ineficacia del Departamento de Policía; no podía extrañarme que Anderson se preocupara tanto por el caso.

Después venían mis informes manuscritos de lo que había hecho día por día. Esto comenzaba a fines de enero. Vi que la investigación había resultado difícil y lenta, y que al principio había progresado poco. Al leer, comencé a recordar este período de mi vida: a veces los recuerdos venían antes de que leyera la anotación correspondiente, y otras veces después. Recordé la decisión que había tomado de confiar el caso a una agencia de detectives privada, y el temor que había sentido entonces de que mis actividades fueran comunicadas a la policía. Pero cuando empezaron a llegarme los informes de la Agencia Ace, la investigación empezó a avanzar.

La agencia se había concentrado en Nan Bulkely. La hice entrevistar después de asistir a la puesta en escena de
¡Nevada!,
la famosa comedia musical, y descubrir que su primera actriz, Mildred Mayfair, era Nan. Un informe hablaba de un «admirador misterioso» que había estado enviándole regalos anónimos y haciendo extrañas llamadas telefónicas. Otro mencionaba el regalo de un abrigo de pieles acompañado por una tarjeta. Tenía la tarjeta pegada a una página de la libreta, y nunca había sabido cómo la habían conseguido los detectives, probablemente robándola. Sólo tenía unas iniciales manuscritas: E. A. B.

El 15 de marzo, la Agencia me había informado: «Mayfair salió con E. A. B. después de la función de anoche. Hoy, en la primera sesión, seguía visiblemente alterada y nerviosa.» Días después: «Mayfair ha pedido a Hannover que vaya a vivir con ella en el apartamento de Central Park.» Éste era el último de los informes de la Agencia.

La entrada siguiente, la penúltima, era un largo informe, en mi propia letra, de una visita que había hecho a una famosa firma de abogados en Broad Street. Al leerla recordé esa entrevista. Había hablado con un caballero llamado James G. McGillicuddy, viejo abogado de ascendencia escocesa, que se había ocupado de la herencia de John Blunt. Sus respuestas a mis preguntas, todas ellas referentes a esa herencia, habían sido especialmente cautelosas, pero había admitido la existencia de «otro legado por el señor Blunt y que no formaba parte de su testamento». No había podido obtener mucha más información sobre este punto. Alguna persona, o personas (el modo de hablar del señor McGillicuddy era tan precavido que ni siquiera eso pude saber), había tenido la fortuna de beneficiarse de un fondo que pagaría rentas vitalicias y que había sido establecido en vida del viejo Blunt. No pude sacarle el nombre de este beneficiario, y según los términos en que había sido establecido el legado, no había documentos donde estuviera registrado. Destaqué el hecho de que yo era el psiquiatra de Jacob Blunt y necesitaba esta información para lograr la recuperación de mi paciente. «Los rumores que he oído sobre el joven señor Blunt no hacen un gran servicio a la memoria de su padre», me había respondido el viejo abogado con frialdad. Después se había puesto de pie detrás de su hermoso escritorio colonial y me había despedido con un gesto de la mano y una exagerada inclinación de cabeza que, en circunstancias más favorables, pudo haber terminado en una reverencia.

Pero fue la última entrada del bloc la que hizo que los recuerdos volvieran atropelladamente a mi memoria. No contenía nada nuevo. Era la fotografía del amigo de infancia de Jacob, «Pruney», la misma que me había dado el primer día en el consultorio y yo nunca le había devuelto. Al mirarla, recordé aquel momento oscuro en el subterráneo cuando pasaba el tren, y volví a oír la voz de Nan diciendo: «Busca la fotografía.» Y recordé haber llegado a la estación de Coney Island y haber mirado a mi alrededor. Después había muchos fragmentos de recuerdos, imágenes y sonidos, sin orden ni relación de unos con otros. Uno era la sensación de descender por un pasaje largo y serpenteante, y oír una voz aguda que se burlaba de mí. Otro era una sola palabra, la palabra «océano»; la veía en letras encendidas en la imaginación. Y después, por algún motivo inexplicable, recordé la noche en que me había detenido frente a una barraca de atracciones en Coney Island y había mirado, riéndome, mi imagen deformada en un espejo ondulado...

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