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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (13 page)

Por ello cuando la periodista Carmen Aristegui le pregunta a Miguel de la Madrid si “¿la impunidad es condición necesaria para el funcionamiento de la maquinaria política del país?”, el ex presidente asiente. Aunque después —amenazado, presionado, acorralado— pide que no le creamos, el diagnóstico queda allí. Y todo lo que ha ocurrido desde entonces tan sólo constata el peso de sus palabras, comprueba la certeza del diagnóstico, valida lo que dijo antes de volverse prematuramente senil de un día para otro. El sistema politico mexicano ha sido construido para asegurar la impunidad de quienes gobiernan. Opera cotidianamente para lograr ese fin y quienes engrosan sus filas lo saben. La competencia electoral entre partidos no erradica la impunidad, tan sólo la democratiza. La alternancia política no combate la corrupción, tan sólo amplía su espectro ideológico. Ésto comprueba que en México hay demasiados dispuestos a firmar el pacto de impunidad.

Aunque en privado los priístas reconocen que Miguel de la Madrid tiene razón, en público se unen para desacreditarlo. Saben que dice lo que tantos han sugerido, pero aún así cierran filas para declaralo un demente. Saben que tiene razón, pero precisamente por ello no pueden reconocerlo. De la Madrid desnuda al sistema construido por el
PRI
, del cual viven, con el cual se han enriquecido, el cual necesitan preservar. En cualquier democracia funcional, las imputaciones hechas hubieran provocado un deslinde o un distanciamiento entre el ex presidente involucrado y su propio partido. Pero en México, los priístas optan por matar al mensajero —de la Madrid— con el objeto de acallar el mensaje. En vez de exigir una investigación esclarecedora, Manlio Fabio Beltrones exige el silencio cómplice.

México es un país de corrupción compartida pero nunca castigada, de crímenes evidenciados sin sanciones aplicadas, de ex presidentes protegidos por quienes primero los denuncian pero luego pierden la razón, de políticos impunes y empresarios que también lo son. Por ello las procuradurías exoneran, las fiscalías especiales nunca funcionan, las comisiones investigadoras en el Congreso no cumplen con su función, los custodios no custodian, los crímenes persisten. Hay demasiados intereses que proteger, demasiados negocios que cuidar, demasiadas irregularidades que tapar, demasiadas cuentas bancarias que esconder, demasiadas propiedades que ocultar, demasiados pactos que preservar.

Manlio Fabio Beltrones.

“Sí, presidente” dice Emilio Gamboa —pálido, nervioso y atemorizado— cuando habla con Carlos Salinas de Gortari. “Sí, presidente” dice Miguel de Madrid ante las amenzas recibidas de su sucesor, que lo obligan a aceptar su transformación pública en vegetal. “Sí, presidente” dicen Elba Esther Gordillo y Arturo Montiel cuando le otorgan 30 millones de pesos a Carlos Ahumada para comprar los videos que revelan la corrupción en el
PRD
. “Sí, presidente” dicen funcionarios e intelectuales que recibieron fondos de la partida secreta. “Sí, presidente” dice Vicente Fox cuando asegura la libertad de Raúl Salinas de Gortari a cambio de información para dañar a
AMLO
. “Sí, presidente” musitan empresarios que se beneficiaron con las privatizaciones del sexenio salinista. “Sí, presidente” concuerdan los panistas que hablan de “prescripción del delito” y juicios ciudadanos en las urnas en vez de una investigación formal contra Carlos Salinas y los suyos. “Sí, presidente” repiten las principales cadenas de television cuando ignoran las acusaciones lanzadas por Miguel de la Madrid en la entrevista con Carmen Aristegui.

Porque como lo reconoce el ex presidente, la impunidad es condición indispensable para el funcionamiento de la maquinaria política del país. Esa maquinaria que produjo a Carlos Salinas y sobre la cual sigue montado. Esa maquinaria de la que se aprovechan todos los partidos y de la cual pocos —en realidad— se quieren bajar. Engrasada por aquello que Carlos Ahumada revela, Miguel de la Madrid sugiere, el
PRI
diseña, Vicente Fox no combate, el
PAN
ignora y Raúl Salinas de Gortari intenta ocultar. La función pública como vehículo para el enriquecimiento personal; el poder político como instrumento para llenar cuentas bancarias; la consanguinidad como forma para conseguir contratos; el gobierno como distribución del botín; la democracia electoral como la mejor pantalla para una forma de entender y ejercer el poder que sigue viva aunque hayamos sacado al
PRI
de Los Pinos.

Basta con recordar algunas imágenes de la Patria. Vicente Fox y Marta Sahagún abrazados bajo un árbol, presumiendo su rancho. Roberto Madrazo con los brazos en alto, celebrando su triunfo en el maratón de Berlín. Mario Marín en una reunión de la Conago, sonriendo mientras platicaba con sus contrapartes. Ulises Ruiz de la mano de su esposa, paseando por un hotel de lujo en la playa. Arturo Montiel, en un resort invernal, esquiando de cuesta en cuesta. Emilio Gamboa sentado en la Cámara de Diputados, negociando desde allí las reformas a la medida de los intereses de Kamel Nacif. Personajes impunes, progenitores de la desconfianza, númenes de la impunidad, patrones de la trampa, emblemas de la nación, faros de la mentira e íconos de la República. Protagonistas prominentes del “país donde no pasa nada”.

Donde hay muchos escándalos pero muy pocas sanciones. Donde proliferan las fotografías sugerentes pero no las investigaciones contundentes. Donde siempre hay corruptos señalados pero nunca corruptos encarcelados. Y donde todo esto es normal. Los errores, los escándalos y las fallas no son indicio de catástrofe sino de continuidad. El coyotaje practicado por Marta Sahagún o la pederastia protegida por un gobernador o la fortuna ilícita acumulada por un candidato presidencial o las negociaciones turbias entre un senador y un empresario no son motivo de alarma sino de chisme. No son síntoma de un cáncer a punto de metástasis, sino de una urticaria con la cual el país se ha acostumbrado a convivir. La permanencia en el poder público de quienes violan sus reglas más elementales es lo acostumbrado, tolerado, aceptado. Lo que ha sido será y no hay nada nuevo bajo el sol.

Roberto Madrazo en el maratón de Berlín.

O sólo la grabación telefónica más reciente o la entrevista incriminatoria más picante. Aquello que se vuelve tópico de mil sobremesas y comidilla en un centenar de cafés. Siempre acompañado de inescapables manifestaciones de indignación e increíbles muestras de sorpresa. Como si nadie hubiera conocido la trayectoria de Roberto Madrazo desde su elección fraudulenta en 1994. Como si nadie hubiera leído hace años los reportajes de
Proceso
sobre la playa El Tamarindillo y el tráfico de influencias —orquestado desde Los Pinos— que revelaron. Como si nadie hubiera oído a Emilio Gamboa decirle a Kamel Nacif sobre una iniciativa que perjudicaba sus intereses: “Va pa’tras papá; esa chingadera no pasa en el Senado.” Como si nadie hubiera escuchado las conversaciones grabadas entre Mario Marín y Kamel Nacif. Como si el país entero se hubiera olvidado de ellas. Y eso es precisamente lo que ocurre: primero el escándalo y después el arrumbamiento. Primero el ultraje y después el abandono, la siguiente noticia picosa, la próxima oportunidad para asar a la parrilla a un político infame y luego olvidarse de él.

Porque en todos los casos de corrupción en el “país donde no pasa nada”, no importa la evidencia sino la coyuntura política. La correlación de fuerzas en el Congreso. El calendario electoral. Las negociaciones entre los partidos y sus objetivos de corto plazo. La relación entre el presidente y la oposición que busca acorralarlo. Las conveniencias coyunturales de los actores involucrados. Los intereses de los medios con agenda propia y preferencias políticas particulares. En un contexto así, el combate a la corrupción se vuelve una variable dependiente, residual. No es un fin en sí mismo que se persigue en aras de fortalecer la democracia, sino una moneda de cambio usada por quienes no tienen empacho en corroerla. Las instituciones establecidas se convierten —como diría Louis Mumford— en una “sociedad para la prevención del cambio”. Hay demasiados intereses en juego, demasiados negocios qué cuidar, demasiados cotos qué proteger.

Cotos como el que Mario Marín erigió en Puebla y la Suprema Corte intentó desentrañar. 1251 páginas donde la comisión investigadora determinó que el arresto de Lydia Cacho “fue una componenda del gobernador con el empresario”. 1251 páginas que describieron de manera detallada cómo las instituciones se pusieron al servicio del gobernador y sus amigos. 40 personas —procuradores, jueces, comandantes, agentes judiciales— involucradas en una conspiración; en un “concierto de autoridades con el objetivo, no de enjuiciar, sino de perjudicar a la periodista” como lo subrayó la Foja 1137. Evidencia inequívoca que no debió ser ignorada. O archivada y sin embargo lo fue.

Mario Marín.

Pero siempre se nos dice que ahora sí, la impunidad terminará. En este sexenio, la Secretaría de la Función Pública —de verdad— actuará. En el gobierno del “México ganador” —de verdad— los juicios políticos ocurrirán. Todos los esfuerzos se encaminan en esa dirección, afirman los vendedores de la inmunidad gubernamental. El gobierno de la República trabaja para ti —anuncian— mientras parece hacerlo siempre para ellos, los mismos de siempre. Los López Portillo o los Salinas o los Cabal Peniche o los Madrazo o los Montiel o los Marín o los Ruiz o los Gamboa o los Bribiesca Sahagún. Desde hace décadas, el gobierno como la explotación organizada, como la depredación institucionalizada. Así se vive la política en México. Así la aceptan sus habitantes. Así se vuelven cómplices de ella. Mexicanos convertidos en comparsas de una clase política que como sentencia el
Financial Times
, “sigue sirviéndose a sí misma”.

Emerson escribió que las instituciones son la sombra alargada de un solo hombre. De ser así, las instituciones confabuladas de México son el reflejo de sus habitantes; de aquellos estacionados cómodamente en el viejo orden de las cosas. Ciudadanos complacientes que contemplan a los corruptos, pero no están dispuestos a pelear para consignarlos. Ciudadanos imaginarios, atraídos por las imágenes de la Patria ennegrecida pero que no levantan un dedo para limpiarla. O para exigir que quienes la gobiernan tengan un mínimo de decencia.

Quizá Felipe Calderón entiende lo que el
PRI
le ha hecho al país y por ello exclama: “Dios quiera y no regresen a la presidencia”, como lo hizo en una reunión reciente. Pero si eso ocurre, tanto él como su predecesor habrán producido ese desenlace al optar por un “pacto de no agresión” desde la elección del 2000. Al suponer que bastaría sacar al
PRI
de Los Pinos sin modificar sustancialmente su
modus operandi
. El gran error del
PAN
ha sido tratar de operar políticamente dentro de la estructura que el
PRI
creó, en vez de romperla. El gran error del
PAN
ha sido creer que podría practicar mejor el juego diseñado por el
PRI
, en vez de abocarse a cambiar sus reglas. El gran error ha sido emular a los priístas en vez de rechazar la manera de hacer política que instauraron.

LA EMULACIÓN PANISTA Y EL SUICIDIO PERREDISTA

El
PAN
lleva los últimos años mimetizando al
PRI
y copiando algunas de sus peores prácticas en vez de distanciarse de ellas. Los panistas no han sabido combatir con inteligencia al viejo regimen. No han querido en realidad hacerlo. Han cerrado los ojos cuando debieron haberlos abierto. Han esquivado la mirada cuando debieron haberla mantenido atenta y crítica. Han emulado todo aquello que el
PAN
fue creado para combatir: las dirigencias sindicales antidemocráticas y los gobernadores corruptos y las alianzas inconfesables y el cortejo a los poderes fácticos y los certificados de impunidad y el gobierno como lugar desde donde se reparten bienes públicos.

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