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Authors: Denise Dresser

Tags: #Ensayo

El país de uno (12 page)

Esa suerte que le permitió incorporar un “fondo de inversión” fuera de México, que le permitió recibir y enviar transferencias secretas de empresarios que compraron concesiones públicas, que le permitió acumular pasaportes falsos, que le permitió ser “el señor diez por ciento” por las comisiones que cobraba, que le permitió mentir una y otra vez. Esa suerte que el sistema político le provee a quienes están cerca del poder. Y en ese sentido Raúl Salinas tiene razón: él es sólo “uno más”. Él es la personificación de lo peor del
PRI
y cómo gobernó, ni más ni menos. La avaricia incontenible y la irresponsabilidad rampante. Sentir que los recursos del país eran suyos y podía hacer lo que lo quisiera con ellos. Allí fotografiado en un yate con su amante sobre las piernas. Allí con su casa en Acapulco y su chalet en Aspen y sus caballos en El Encanto. Como tantos otros que se han enriquecido a través de su contacto con la política y sus conexiones con los políticos. Allí diciendo ahora —en entrevista tras entrevista— que su “único error” fue la soberbia, la arrogancia, sentirse todopoderoso y actuar así.

En realidad sus errores fueron otros y más graves. Como escribe Balzac, “detrás de cada gran fortuna hay un crimen”. Y en su caso el crimen fue apropiarse de recursos que pertenecen —directa o indirectamente— al pueblo de México. El crimen fue utilizar su posición privilegiada para hacer negocios tras bambalinas, a oscuras, sin firmas, sin contratos, con sólo un apretón de manos. Negociar acuerdos y facilitar franquicias y canalizar recursos y transferirlos de cuenta en cuenta. A espaldas de la población. De la mano de leyes que lo permitieron porque para eso fueron creadas. Pensando todo el tiempo que quizá eso no era ético pero sí era legal.

Pensando todo el tiempo que eso era normal, parte del juego, parte de ese ritual histórico que describe tan bien el historiador Claudio Lomnitz. La corrupción para conservar privilegios, para mantener a competidores fuera de ciertos mercados, para crear una clase obrera dócil, para preservar las prerrogativas del linaje. La corrupción como una pirámide con el presidente y su familia sentados en la punta, desde la cual desparramaban beneficios y otorgaban contratos y asignaban concesiones. Y por eso en México el enriquecimiento ilícito ha sido un delito “no grave”. Y por eso en México, el trato hacia los poderosos ha sido siempre reverencial. Y por eso la familia Salinas se ha salido y se sale con la suya.

Porque quizá Raúl Salinas no es culpable del crimen de asesinato, pero sí es culpable de muchas otras maldades. Y aunque declare que ha sido exonerado de peculado y lavado de dinero, el “sospechosismo” persiste. Sobre todo al escrutar las sentencias de los magistrados y en qué términos fueron planteadas. Los jueces de México dicen que el lavado de dinero —en el caso de Raúl— no puede acreditarse si no existe antes una sentencia por el delito original de enriquecimiento ilícito. Los jueces de México dicen que el peculado —en el caso de Raúl— no puede probarse dado que al no existir un fin presupuestario para la partida secreta, es imposible acusar por un “desvío”. Los jueces de México dicen, palabras más palabras menos, que no pueden cargar con el paquete ni quieren hacerlo.

Muchos mexicanos tampoco. Ven a Raúl Salinas como víctima de un sistema judicial injusto, de un ex presidente arbitrario, de un linchamiento inmerecido. Lo convierten en la Gloria Trevi de la política mexicana, inocente de todo y libre al fin. Libre para salir en las páginas de sociales y asistir a las cenas en Las Lomas. Libre para decir que Ernesto Zedillo lo encarceló para su beneficio político, olvidando que su hermano Carlos lo hizo con la Quina también. Libre para reclamar 130 millones de dólares e insistir que sólo fueron un préstamo de Carlos Peralta y Jorge Hank Rhon. Libre para permitirle a su hermano limpiar el nombre de la
famiglia
y participar abiertamente en la sucesión presidencial.

Pero antes de acogerlo como víctima, habría que recordar todo lo que Raúl Salinas ignoró para exonerarse. Todo lo que él justificó que es injustificable. Todas las buenas razones que la gente tuvo —y tiene— para estar enojada con él y sus parientes.

El salinismo fue culpable de la catástrofe que desató. Ésa es la verdadera historia del sexenio y sus secuelas, ausente en la narrativa de quien se muestra renuente a contarla con honestidad. La sobrevaluación del peso y el déficit de cuenta corriente que el gobierno ignoró. La política fiscal y monetaria irresponsable a lo largo de 1994 que el gobierno permitió. La bomba de tiempo de los Tesobonos que el gobierno activó. La falta de regulación del sector bancario que el gobierno aceptó. La alianza simbiótica con los intereses creados que el gobierno construyó. La falta de transparencia en la toma de decisiones económicas que el gobierno solapó. La ausencia de rutas verdaderamente democráticas para la participación que el conflicto en Chiapas evidenció. La construcción de fábricas de millonarios monopólicos a través de la privatización que el gobierno emprendió.

En sus libros recientes Salinas describe acertadamente al país atorado, aletargado, desanimado que prevalece hoy. Pero en gran medida, él mismo aseguró ese desenlace con el tipo de “modernización” que instrumentó. El liberalismo social combinó lo peor de ambos mundos: promovió políticas de mercado sin la regulación suficiente para que funcionaran de manera eficaz, y promovió la compensación popular pero de manera clientelar y anti democrática. Mucho de lo que Salinas critica del México actual es resultado de lo que hizo o dejó de hacer. Si hoy “los grupos tradicionalistas encontraron una nueva oportunidad para tratar de recuperar las cuotas de poder real perdidas” es porque él los empoderó. Si hoy prevalecen los oligarcas es porque él los engendró a través de información privilegiada y transacciones supervisadas por su hermano Raúl. Si hoy el populismo autoritario cobra nueva vida es porque él enseñó cómo utilizarlo. Si hoy no existen consensos sobre cómo modernizar a México es porque su gobierno hizo impopular los métodos para lograr ese objetivo.

Poco importa si Carlos Salinas sigue viviendo en el auto engaño y escribiendo libros que lo constatan. Poco importa si publica obras mal escritas e intelectualmente deshonestas que en realidad sólo sirven —por su tamaño y su peso— para mantener abierta la puerta del garage. Lo lamentable es que muchos obstáculos que explican la parálisis de los últimos diez años fueron colocados por el propio ex presidente. Lo grave es que el proceso modernizador —basado en mercados funcionales que aseguran el crecimiento económico y la redistribución de la riqueza— encuentra pocos adeptos. Lo condenable es que los instrumentos que México podría y debería usar para remontar la década perdida fueron desacreditados por quien los usó mal. El hombre que insiste en “la urgencia de una nueva alternativa” para la modernización del país es el mismo que la saboteó.

Al frente de una presidencia imparable, motivado por una ambición sin límites, Carlos Salinas de Gortari gobernó —eficazmente— como un rey. Pero sentado en las alturas ignoró muchas de las penurias de su propio país. Sabía de la guerrilla en Chiapas e intentó comprarla via Pronasol. Sabía de las actividades ilícitas de su hermano pero pensó que podría ocultarlas. Obsesionado con asegurar la estabilidad de su legado, cerró las rutas de la competencia política real. Por más que lo intente, por más que se mueva para propulsar a Enrique Peña Nieto a la presidencia, por más que haya logrado un arreglo político para sacar a su hermano de la cárcel, la historia lo juzgará como un reformador fallido. La pasión de Carlos Salinas nunca fue México; fue él mismo. El ex presidente puso a México a un paso del Primer Mundo pero tendió puentes frágiles con los cuales alcanzarlo. Construyó la fachada de un nuevo país y lo dejó en ruinas. Buscaba reformar para conservar. Soñaba con mejorar para mantener. Carlos Salinas es un pillo con sentido de Estado, ni más ni menos. Es aquel con la mirada más cínica y más clara para ver el lado torcido del poder y su ejercicio. Es el que se llama un ciudadano más, pero debería ser un ciudadano de más. Por inexcusable.

LA IMPUNIDAD COMO CONDICIÓN NECESARIA

Como el hankismo y la
famiglia
Salinas ilustran, el
PRI
arrastra consigo un residuo peligroso, un legado de poder arbitrario, un sistema legal que perseguía a enemigos y liberaba a amigos. Un sistema donde la corrupción era compartida. Las líneas de complicidad han sido las arterias y las venas del cuerpo político mexicano. ¿Quién no ha pagado una mordida? ¿Quién no ha evadido algún impuesto? ¿Quién no ha esquivado la mirada o guardado silencio? ¿Quién no ha aceptado un bono navideño? Y México jamás logrará combatir la corrupción y la impunidad y la arbitrariedad si no entiende dónde y cómo ha florecido. Si intenta correr lejos del pasado sin mirarlo, cargará las cadenas consigo.

En el pasado priísta hay demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas prácticas corruptas, demasiadas violaciones de derechos humanos y políticos. Los mexicanos merecen saber qué le hizo qué a quién durante 71 años de predominio priísta. Todas las víctimas —los familiares de perredistas asesinados y campesinos acribillados, todos los que tienen algún muerto o herido, todos los que contemplaron un acto de corrupción— merecen saber que las cosas han cambiado. Merecen saber que los torturadores y represores y desfalcadores forman parte del pasado. Merecen ser tratados como ciudadanos con derecho a obtener información sobre un Estado que los ha maltratado. Porque la verdad misma entraña una forma de justicia; entraña la reparación de un mundo moral en el que las mentiras son mentiras, las verdades son verdades, y el Estado no es impune. México nunca escapará de su pasado y no ha logrado construir una verdad compartida sobre él.

Y de allí la relevancia de las siguientes preguntas, sugeridas por mi amigo el embajador Alberto Székely: ¿Qué pasaría si hechos similares a los del 2 de octubre de 1968 ocurrieran hoy? ¿Qué ocurriría si el Ejército disparara contra civiles desarmados? ¿Cómo respondería el sistema judicial y sus instituciones? ¿Presenciaríamos a un presidente que reconoce culpas o le permite a los militares y al secretario de Gobernación evadirlas? ¿Presenciaríamos a una Suprema Corte que se erige en defensora de los derechos humanos y las garantías individuales o las ignora como en el caso de Lydia Cacho? ¿Presenciaríamos a unas televisoras que reportan cabalmente lo ocurrido o aplauden al presidente por actuar con la mano firme mientras celebran que “fue un día soleado”? ¿Los partidos se aprestarían a denunciar a los responsables o intentarían blindarlos como lo hizo el
PRI
durante años con Mario Marín? ¿La impunidad inaugurada hace más de cuarenta años sería combatida por todos los niveles de gobierno o más bien los involucrados intentarían protegerse entre sí?

Éstas son preguntas relevantes porque apuntan a lo que Graham Greene llamaría
the heart of the matter
, “el corazón del asunto”: un sistema político y un andamiaje institucional construido sobre los cimientos de la impunidad garantizada, la complicidad compartida, la protección asegurada, la ciudadanía ignorada. Un sistema que sobrevive gracias a la inexistencia de mecanismos imprescindibles de rendición de cuentas como la reelección. Un sistema que continúa vivo a pesar de la alternancia porque en realidad jamás fue enterrado, dado que nunca se combatió la impunidad en los lugares donde nació y creció: en Los Pinos y en el Ejército y en el
SNTE
y en el
SNTPRM
y en la Secretaría de Gobernación y en la Quinta Colorada de Tabasco y en la gubernatura de Puebla y en las mansiones de Arturo Montiel. Dado que nunca hubo un deslinde de las peores prácticas del pasado, sobreviven en el presente. Dado que nunca hubo un Estado de Derecho real, ahora resulta imposible apelar a él. Dado que nunca se diseñaron instrumentos para darle peso a la sociedad, ahora no acarrea grandes costos ignorar sus demandas o atenderlas teatralmente con la instalación de Consejos de Seguridad Pública.

La impunidad persiste a cuarenta años del 68 porque nunca ha sido verdaderamente combatida. Porque nunca se dieron las consignaciones a los responsables de la matanza del 10 de junio de 1971. Porque nunca hubo asignación de responsabilidades a Luis Echeverría y a Mario Moya Palencia y a Pedro Ojeda Paullada y al Ejército mexicano. Porque la Fiscalía Especial para Movimientos Políticos y Sociales del Pasado —creada durante el sexenio de Viente Fox— nunca obtuvo los recursos humanos y materiales que necesitaba; nunca obtuvo el acceso a los documentos desclasificados que requería; nunca obtuvo la cooperación prometida por parte del Ejército; nunca obtuvo la actuación eficaz de la Agencia Federal de Investigaciones, encargada de encontrar a aquellos contra quienes se habían girado órdenes de aprehensión. Porque nunca hubo un rompimiento claro con el pasado.

Desde la elección transicional del 2000, el gobierno ha dado pasos para promover los derechos humanos y protegerlos. Ha abierto algunas cajas y diseminado algunos documentos. Ha colaborado con organismos internacionales y no ha puesto impedimentos a su escrutinio. Pero esos pasos —en la direccion correcta— han sido demasiado pequeños y demasiado temerosos. A los gobiernos de la “transición democrática” les ha faltado comprometerse a fondo con los derechos humanos de los mexicanos, tanto de los vivos como de los muertos. Les ha faltado dar instrucciones claras y órdenes precisas. Les ha faltado asumir a los derechos humanos como una de las areas privilegiadas del ejercicio del poder. Les ha faltado comprometerse con una cruzada contra la impunidad y apoyarla a fondo.

Porque el escrutinio del pasado a muchos incomoda. A muchos asusta. A la élite empresarial y a los políticos que promueve. Al Ejército y a los culpables que protege. A los priístas con la conciencia intranquila y las manos sucias. A los cómplices, a los callados, a los represores, a los culpables, a los que actuaron sin límites en el pasado y no quisieran revivirlo. Muchos argumentan que perseguir el pasado colocaría a México al borde del abismo, polarizaría al país, generaría un alto grado de incertidumbre, impediría las reformas estructurales, debilitaría al Estado, acorralaría a la presidencia. Pero paradójicamente todos esos escenarios ya están ocurriendo. Se están dando. México ya está parado en un lugar precario, ya enfrenta la polarización, ya vive la incertidumbre, ya padece un Estado débil, ya presencia las reformas postergadas, ya sufre una presidencia acorralada. Lo único que ha producido el esfuerzo por enterrar al pasado es la perpetuación de sus peores prácticas en el presente.

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