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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (19 page)

Phineas se encogió de hombros, se embolsó las monedas y tomó la mochila por las asas de cuero. Su rostro se ensombreció de repente al advertir que su mapa parcial de Kendermore asomaba por la boca de la bolsa. Quizá se salió cuando saqué la botella para Denzil, concluyó, en tanto se guardaba el plano bajo el jubón para más seguridad.

Cerró las contraventanas, salió a la calle acompañado por Saltatrampas y se aseguró de que el letrero de «Cerrado» quedara visible. El kender y el humano se dirigieron hacia la zona noreste de la ciudad, tras las huellas de Damaris Metwinger.

* * *

Una oscura silueta permanecía al acecho en el quicio de la puerta después de que pasaran más de cinco minutos desde que el kender y el humano partieran montados en pequeños ponis. Mientras se ceñía el costado para aliviar el dolor de la herida causada en el reciente duelo, el hombre cruzó de acera y caminó calle abajo. En su agitada vida como mercenario profesional, acababa de topar con el que tal vez fuera su último trabajo. Eso, si el botín era tal como prometía lo reseñado en el fragmento del mapa.

En esta ocasión sería su propio jefe, trabajaría para sí mismo. Llegó hasta su montura, un temible garañón azabache al que había dejado en un oscuro callejón cercano.

Disponía de provisiones para un mes, tiempo más que suficiente, según sus cálculos, para localizar la ciudad de Solace y a un kender llamado Tasslehoff.

SEGUNDA PARTE
11

—Uno, dos, tres, ¡tirad!

—Uno, dos, tres, ¡tirad!

Tas, Woodrow y los siete enanos gullys jalaron con todas sus fuerzas, pero la carreta hundida en el agua no se movía un sólo centímetro. Se las habían ingeniado para sacarla hasta casi la mitad de la inclinada playa, pero ahora el vehículo estaba atascado con firmeza en la blanda arena, bajo las olas.

Woodrow, con el agua hasta la cintura, soltó la amarra y se enderezó. Al hacerlo, el dolor que le torturaba la espalda se incrementó.

—Lo siento, señorita Hornslager, pero no creo que lo logremos. La carreta no se ha movido en los últimos veinte tirones.

—No te rindas nunca, Woodrow. Ésta ha de ser la máxima de tu vida —animó Gisella, sentada en el techo del carromato—. Y ahora, todos a la vez: uno, dos, tres, ¡tirad!

Pero, antes de que hubiera pronunciado la palabra «tirad», el grupo completo había dejado caer la cuerda y se arrastraba con debilidad de vuelta a la playa. Los gullys, situados en la parte más somera del agua, cayeron unos sobre otros en un montón informe y empapado. Tas los siguió y se tendió boca arriba sobre un parche de hierba que crecía en la arenosa orilla. Tras él, Woodrow se sentó junto al kender y reclinó la cabeza sobre las rodillas.

—¿Qué demonios os pasa? ¿O rendiréis ante la primera dificultad? —vociferó la enana, que caminaba de un extremo al otro del techo de la carreta—. ¿Hemos llegado hasta aquí para darnos ahora por vencidos? No me conformaré con encogerme de hombros y decir: «Bien, las cosas se han puesto un poco difíciles, así que me sentaré y me sumiré en la autocompasión.»

—Vale ya, Gisella —replicó Tas—. Estamos agotados. Acabamos de sobrevivir a un naufragio. Deja que descansemos unos minutos.

Gisella contempló a su maltrecha tripulación.

—Quizá tengas razón. Por favor, ayudadme a bajar de esta cosa.

La enana extendió los brazos con gesto remilgado. Desfallecido, su joven ayudante se puso de pie y chapoteó hacia el carromato. Gisella se sentó en el borde del techo, dio un pequeño impulso, y cayó en los brazos de Woodrow. El joven reprimió un gruñido.

—Oooh, eres más fuerte de lo que aparentas —ronroneó ella—. El peligro es algo muy excitante, ¿no te parece?

El rostro de Woodrow se tornó rojo como la grana y casi dejó caer a la enana en su precipitación por soltarla y volver a la playa. Gisella resoplaba cuando por fin llegó a terreno seco, unas docenas de pasos tras su joven ayudante.

—De verdad, Woodrow, no era más que una pequeña e inocente broma. A veces no comprendo tus reacciones —protestó—. ¿Ninguna mujer ha coqueteado contigo nunca?

El muchacho se había sentado, con los brazos en torno a las piernas dobladas, y la mirada clavada en el suelo.

—No, señora. Creo que no —farfulló.

Aquello escapaba a la comprensión de Gisella, por lo que dejó de lado el tema y se unió al grupo que yacía tumbado en la arena.

* * *

Acababa de amanecer cuando Woodrow despertó. En principio se sintió desorientado, hasta que cayó en la cuenta de que el propósito inicial de echar una siesta se había convertido en un profundo sueño de doce horas. Tas, como de costumbre, estaba tumbado de costado, hecho un ovillo; Gisella lanzaba tenues ronquidos; los enanos gully se habían amontonado unos sobre otros y, de tanto en tanto, alguno gemía y se removía. El estómago del joven gruñó; aquello le recordó que no había probado bocado desde la mañana del día anterior. Echó a andar a lo largo de la playa, en dirección sur, con el propósito de encontrar algo comestible.

La playa de arena se extendía un kilómetro, más o menos, antes de dar paso a unos afloramientos rocosos, guijarros sueltos, y bancos de tierra erosionada. A partir de aquel punto, caminar por la orilla se tornó dificultoso en extremo, por lo que Woodrow se dirigió tierra adentro. En tanto percibiera el sonido de las olas, se dijo, no cabía la posibilidad de perderse.

Al poco, el joven encontró un terreno de espesa maleza entre la que crecían arbustos con frambuesas. Llenó su sombrero con las maduras bayas rojizas y se sentó, dispuesto a darse un festín.

Su desayuno se vio interrumpido por el rumor de un movimiento en los matorrales. El joven rodó sobre sí y se quedó inmóvil, tendido boca abajo, en alerta. Entonces se repitió el ruido: el resoplido de un caballo.

Con infinitas precauciones, Woodrow levantó la cabeza. La visibilidad no era buena; en algunos puntos, en especial en aquellos donde crecían las bayas en torno a los nudosos troncos de árboles y las peñas, los arbustos superaban la altura del joven. Con pasos medidos, rodeó la vegetación; de pronto, rompió a reír, se enderezó, y emitió un agudo silbido. Junto a unos arbustos estaban los caballos de Gisella, que ronzaban satisfechos. Al divisarlo, los animales se abrieron paso a través de la maraña de matorrales y se dirigieron ansiosos hacia donde se encontraba.

—Cuánto me alegro de que estéis bien —dijo entre risas, mientras pasaba los brazos en torno a los cuellos de las bestias—. Temí que no os vería otra vez.

Ambos caballos arrimaron el hocico a los bolsillos de Woodrow.

—Habéis encontrado lo único que os puedo ofrecer —rió el joven entre dientes—. Recolectemos unas bayas y volvamos con los demás, ¿de acuerdo?

Woodrow llenó otra vez su sombrero con frambuesas, así como los fondillos de la camisa; para ello la sujetó como un delantal. Al cabo de unos minutos, él y los caballos regresaron a la playa.

Tasslehoff se incorporó y se frotó los ojos; en ese momento, Woodrow apareció con los animales. Al instante, todos se despertaron y engulleron con alegría las bayas frescas.

Entretanto, el joven ayudante condujo a los caballos a las aguas de la playa y los enganchó al carromato medio sumergido.

—¡Oh, qué buena idea! —dijo Gisella, cuando levantó la mirada del puñado de frambuesas—. Espero que mis cosas se sequen pronto; estoy impaciente por vestir algo decente.

La enana lanzó una ojeada desdeñosa al sencillo traje de trabajo oscuro que llevaba desde hacía días.

Woodrow ajustó el arnés y se situó frente a los caballos.

—No sé si lograremos sacar la carreta, señora —advirtió—. Este arnés está en muy malas condiciones porque pasó toda una noche dentro del agua. Quizá la tensión rompa las correas.

La enana cruzó los dedos cuando los caballos, guiados por su ayudante, avanzaron y tiraron de forma gradual hasta que el arnés quedó tenso. Poco a poco, la carreta se meció, primero hacia adelante, luego hacia atrás, y de nuevo hacia adelante. Al cabo, rodó tras el esforzado tiro de caballos. Los animales ganaron velocidad conforme el carromato se movía en aguas menos profundas y se escurría la que tenía en su interior.

—¡Sooo!

Woodrow posó las manos en los belfos de los caballos y los acarició. El vehículo estaba en la playa; el agua salada escurría todavía por la puerta trasera y por los tablones del suelo.

—¡Hurra! —aulló Gisella, tan contenta que aplaudió—. Nos pondremos en marcha en un santiamén.

—Me temo que no, señorita Hornslager.

El joven ayudante asomó por la parte posterior cié la carreta y sacudió la cabeza con desánimo.

—Tanto las ruedas de delante como las de atrás han sufrido daños y el eje delantero está casi partido. Se rompería en pedazos antes de rodar un kilómetro.

—Bueno, ¿por qué no lo arreglamos? —inquirió Gisella y señaló con gesto ambiguo el carromato—. La gente lo hace a diario, ¿no es cierto? Quiero decir, que a mí no me parece que esté tan mal.

Woodrow asintió con la cabeza.

—Sí, señora, lo repararíamos...

—Entonces, manos a la obra —lo interrumpió.

—... si dispusiéramos de los utensilios necesarios, señora. Como por ejemplo, una forja, y una almádena, y un yunque. Y tal vez un torno y otras herramientas para trabajar la madera. Pero resulta imposible sin estos utensilios.

—¡Oh, no!

La enana dejó caer los brazos y dirigió una mirada triste a la carreta. Luego chasqueó la lengua y sacudió la cabeza con determinación.

—Entonces, no hay más que hablar. Recojamos todo lo recuperable, y marchemos. Aún tengo una mercancía que entregar, y tiene que llegar a Kendermore antes de la Fiesta de la Cosecha. Confío en que sigas dispuesto a colaborar —añadió después de mirar con suspicacia a Tasslehoff.

* * *

El sol había sobrepasado su cénit cuando Gisella ordenó un alto para descansar. Los enanos gullys se derrumbaron en poses exageradas antes de que la mujer pasara la pierna por encima del cuello del caballo para desmontar. En el otro caballo, montaban juntos Woodrow y Tas, y el joven aguardó a que el kender, sentado delante, bajara de un salto antes de deslizarse de la montura.

El lugar elegido por Gisella era la cumbre de una colina que formaba parte de una sierra; la cadena se extendía hacia el este en ondulaciones continuas que ganaban altura hasta hacerse montañas al cabo de un par de kilómetros. Los montes eran áridos, sin vegetación, salvo por la crecida hierba amarillenta y algún que otro árbol agostado. A pesar de la tibieza del sol, el soplo frío de un viento otoñal tenue se sentía en el austero paisaje.

—Pásame unas frambuesas, Woodrow —ordenó Gisella—. Pero hazlo antes de que esos gullys metan las zarpas en ellas. Y un poco de agua, también, por favor.

El joven descolgó del caballo dos camisas de la enana que se habían salvado del naufragio y que había utilizado como alforjas para llenarlas de bayas. Los cuellos y los puños estaban atados y las mangas unidas entre sí a fin de cargarlas sobre el cuello del animal. Woodrow desanudó la prenda, hizo una pausa, y miró desconcertado por el cuello.

—Juraría que estaba llena cuando partimos esta mañana. Se habrán caído por el camino; ahora faltan por lo menos tres centímetros.

Tas, con aire culpable, metió bajo el cinturón los dedos manchados de rojo.

—Qué extraño —comentó mientras daba la espalda a Gisella, que lo observaba adusta, con los labios prietos.

Sin embargo, a pesar de lo que pensara, la enana no dijo una palabra y se limitó a coger un puñado de frambuesas.

—¿Te resulta familiar algo del entorno? —preguntó luego al kender—. ¿Se parece al menos a alguno de tus ridículos mapas?

Tas sacudió la cabeza.

—He viajado por un montón de sitios y reconocería muchos otros, pero éste no es uno de ellos. Por lo visto, ninguno de mis familiares pasó por aquí, ya que no hay nada que se le parezca entre mis mapas... ni montes yermos, ni hierba alta —dijo, en tanto recorría con la mirada los pergaminos extendidos en un semicírculo a su alrededor—. No olvidemos, sin embargo, que tampoco hemos viajado tan lejos. Es posible que las buenas señales reconocibles del terreno se encuentren justo más adelante.

—Esperemos que sea así —suspiró la enana—. Tenemos que encontrar un sitio civilizado lo más pronto posible.

Acababa de pronunciar las últimas palabras, cuando Woodrow levantó con brusquedad la cabeza, la inclinó hacia un lado y escuchó atento pues le había parecido percibir un sonido amortiguado y distante.

Por desgracia, los enanos gullys se impacientaban y Fondu, al tomar el profundo silencio como un signo de inactividad, eligió aquel preciso momento para empezar a cantar su singular versión del canto marinero que les había enseñado Tas. Sus compañeros se le unieron al instante.

Woodrow agitó los brazos frenético, en un vano intento de que se callaran, pero los Aghar interpretaron su gesto como una nueva variante de la canción y remedaron sus ademanes para acompañar sus desafinados berridos.

El joven miró desesperado a Tasslehoff. El kender, de forma instintiva, tomó la iniciativa y se metió entre los danzantes Aghar. Se echó de un salto sobre Fondu y ambos rodaron por el suelo hasta chocar contra las piernas de Gisella. El gully no había cesado en sus cantos, pero al levantar la cabeza y encontrarse con que su dama tenía el índice puesto sobre los labios, se calló al instante y advirtió a gritos.

—La señora de pelo rojo dice callar. ¡Callar! ¡Callar!

Los cantos enmudecieron de golpe y los gullys se quedaron como petrificados en el sitio. Pluk, sostenido en el precario apoyo de un solo pie, se tambaleó y a fin de guardar el equilibrio dio tres saltos a la pata coja y agitó los brazos con desesperación. Por último, se precipitó contra su hermano, Slurp. Los dos gullys se esforzaron por recobrar la estabilidad entre grotescas cabriolas y sin apartar la mano que tenían puesta sobre la boca.

Una vez restablecida la calma, Woodrow intentó de nuevo captar el sonido de antes.

Pasaron unos segundos.

—¿Y bien? —susurró Gisella.

—Oigo voces. Alguien canta —respondió a su vez con un susurro, sin volver la cabeza.

—Oh, fantástico —gruñó la enana entre dientes—. Lo más probable es que sea otra pandilla de gullys. ¿No puedes ser más específico?

—No, señora. Sean quienes sean, o tergiversan la letra de un modo espantoso, o cantan en un lenguaje desconocido para mí, pues no entiendo ni una palabra. No obstante, parece un coro numeroso —agregó.

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