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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (21 page)

BOOK: El país de los Kenders
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· las hachas sueñan, sueñan con la roca,

· con metal vivo que nació de una generosa veta.

· Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.

· El corazón del soldado

· anhela, desea la acción.

· Vuelve glorioso,

· o sobre el blasón.

·

· El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,

· el verde del bronce, el cobre siempre fiel,

· creados en el fuego de la fragua del mundo,

· consumen la injusticia al hender la piel.

· El corazón del soldado

· descansa, completa la acción.

· Vuelve glorioso,

· o sobre el blasón.

·

El grupo, dispar y variopinto, cruzó las macizas puertas de Rosloviggen al atardecer. La luz del ocaso teñía las pétreas murallas con brillantes tintes anaranjados y los picos montañosos trazaban largas sombras púrpuras sobre el suelo del valle. La marcha de guerra de los enanos se entremezcló con los cantos de los faroleros, las voces de las amas de casa que llamaban a los suyos para la cena, y el bullicio de cientos de enanos en su regreso al hogar tras una jornada de trabajo en las minas, en los talleres de tallado de gemas, en las joyerías... aparte de los sastres, los tejedores, los alfareros, los fabricantes de velas y un sinfín de otros artesanos, obreros y artífices que conforman una población. Tasslehoff estaba encantado; Woodrow y los gullys, impresionados.

—¿Cómo tanta gente estar en un sitio sin pelear?

La pregunta, formulada en voz alta por Fondu, propició un acalorado debate entre sus compañeros.

Aunque el pueblo le resultaba poco familiar a Gisella, sus sonidos casi la hicieron sentirse como en casa. Por todas partes se advertían indicios del festival de la cosecha otoñal conocido por Fiestas de Octubre, durante el cual se realizaban transacciones y ventas de mercancías, y abundaba la comida y la bebida. Las casas se habían remozado con pinturas de vivos colores, habían renovado los tablones de los tejados y los techados de paja, los parterres estaban repletos de capullos en plena floración y en las puertas se habían apilado la recolección de cereales, patatas, calabazas y cítricos. Se habían instalado bancos en todas las plazas y amontonado barriles de cerveza, hasta diez en algunos sitios, a la espera del inicio de las celebraciones.

Woodrow todavía llevaba las riendas de los caballos, que cargaban sobre los lomos las escasas posesiones que Gisella había salvado del naufragio, cuando el grupo desembocó en una amplia plaza. Los enanos de la villa se afanaban en preparar mesas y tenderetes.

—Como veis, las Fiestas de Octubre de Rosloviggen serán espléndidas —declaró el barón con orgullo.

—Desde luego, esos obreros ya están divirtiéndose —comentó Woodrow y señaló a un equipo de enanos que peleaban a brazo partido con una de las vigas de carga de un tenderete. Mientras dos de ellos trataban de levantarla con la ayuda de una cuerda que pasaba por encima de la gruesa rama de un árbol, el resto se limitaba a gritar y a dar instrucciones.

—¡Trabajo de polea! ¡Trabajo de polea! —gritaron entusiasmados los gullys.

El pesado madero se balanceó, trazó un amplio semicírculo, y estuvo a punto de aplastar a varios enanos, quienes se echaron de cabeza al suelo para evitar la colisión, en tanto el resto de sus compañeros trataban desesperados de controlar el movimiento de la maciza viga. Jadeantes y agotados, lograron al fin situar al rebelde madero entre otros cuatro soportes de carga ya colocados. Los trabajadores soltaron un suspiro de alivio general en tanto se enjugaban las frentes sudorosas.

Pero no todos estaban pendientes de ellos. Los ojos de Gisella no se apartaban de los torsos desnudos de dos enanos jóvenes que se habían quitado la camisa mientras trabajaban afanosos en el ensamblaje de una plataforma de madera para la banda de música. La mujer reflexionó que, además de los obvios alicientes, el festival le proporcionaría la ocasión de reemplazar la mercancía que había perdido.

—Insisto en que aceptéis la hospitalidad de mi hogar —repitió el barón con voz tonante—. Está cerca y, a mi entender, si nos ofrecéis el relato de vuestras aventuras en tanto damos cuenta de un buen trozo de sabrosa vaca, calabaza untada con mantequilla, y manzanas asadas, os habréis ganado con creces el descanso en una tibia cama de plumas.

Aquello parecía más una orden que un comentario y a Gisella le gustaban los hombres enérgicos y autoritarios.

—Gracias, eres muy amable. Por cierto, ¿existe una baronesa de Krakold? —inquirió sin ambages.

—Eh... sí, así es —respondió él, y parpadeó nervioso ante su franqueza.

Gisella le guiñó un ojo, turbada por un instante. Se atusó el revuelto cabello y manoseó su ropa en un vano intento de mejorar su aspecto, pero sus manipulaciones no lograron borrar las huellas que dejara en ella el reciente naufragio.

—Bueno, en realidad, tampoco es algo que importe mucho —dijo la pelirroja enana después de enlazar su brazo al del barón Krakold.

El hombre, tras palmear su mano con gesto paternal, apartó el brazo de mala gana.

—¡A mi esposa sí! —comentó entre risas.

Gisella torció el gesto, enfurruñada.

—¡Vamos, vamos, anima el gesto! —dijo el barón—. No es frecuente que nos visiten personajes tan excepcionales en Rosloviggen. Ansiamos escuchar cómo llegasteis a nuestras tierras.

—Te lo contaré —ofreció Tasslehoff—. Verás, me encontraba en la posada de El Último Hogar, y...

—El barón se refería a mí, y quería decir más tarde —interrumpió irritada la enana.

El semblante del kender se ensombreció.

—No recuerdo que fuera tan explícito —rebatió—. Soy tan excepcional como tú, Gisella, y también he realizado algunas cosas interesantes.

—Apuesto a que sí —intervino apaciguador el barón—. Me encantará escuchar tu relato después de que hayamos descansado. El viaje hasta la costa me ha agotado más de lo que imaginé.

—¡Mirad eso! —exclamó Tasslehoff.

Lo que le había llamado la atención era una gran plataforma circular cubierta con un techo redondo y puntiagudo, repleta de una variopinta colección de animales salvajes tallados en madera. Cada uno de ellos estaba montado en un barrote que iba desde la plataforma hasta el techo. Tas identificó un grifo, un dragón, un unicornio, un caballo con cola de pez, y un enorme lobo con cabeza de hombre. Con los ojos como platos, el kender se desplazó de una figura a otra, y en cada ocasión llegó a la conclusión de que la última era aún más hermosa que la anterior: acarició las melenas, se asomó a las fauces, contó garras, ojos, y, en algunos de los casos, cabezas.

—A mí también me interesa sobremanera ese artilugio —dijo el barón, en tanto se frotaba la cuadrada mandíbula con aire pensativo—. Me dijeron que se llama «carrusel» y se construyó de manera particular para las Fiestas de Octubre. Su creador es un gnomo, otro visitante poco corriente.

—¿Y para qué sirve? —se interesó el kender.

—No estoy muy seguro —admitió el barón—. Creo que la gente se monta en las figuras.

En su rostro curtido se pintó una expresión de fatiga.

—Mañana lo veremos funcionar —agregó—. Ahora iremos a mi casa, cenaremos, y descansaremos para estar en forma durante los festejos.

Y con esto, el barón Krakold dio la orden de que el grupo se pusiera en movimiento. Tasslehoff los siguió de mala gana; Woodrow lo hizo en silencio. Gisella iba detrás, sumida en profundas reflexiones. Aquélla era una oportunidad de oro y tenía que aprovecharla al máximo. Los gullys fueron tras sus pasos; tropezaban con los cordones de sus zapatos, desmañados como siempre, pero también como siempre eran fieles a su ídolo.

Vagaron durante tanto tiempo por las estrechas e inmaculadas calles de Rosloviggen que Tas llegó a la conclusión de que habían recorrido hasta el último callejón de la villa; estaba a punto de comentar que debían de haberse perdido, cuando desembocaron en un amplio espacio abierto en el que se levantaba una sola vivienda flanqueada por varias dependencias y cobertizos.

El jardín de adelante de la casa, como todos los de Rosloviggen, estaba formado por pulcros y cuidados parterres de pequeños arbustos florales y árboles de copas perfectamente moldeadas. En el centro, había una fuente circular rodeada de pesados bancos de piedra.

La planta baja de la vivienda estaba construida con enormes bloques de granito, pulido con el fin de resaltar los colores naturales de la piedra. Por el contrario, para los pisos superiores se habían utilizado los característicos ladrillos rojos enaniles. Los aleros angulares encalados presentaban diferentes formas y tamaños, y sobresalían del tejado. En total eran cinco plantas, a pesar de que el edificio tenía la misma altura que el de una vivienda humana de tres pisos. Los últimos rayos del sol poniente arrancaban destellos de los cristales multicolores que cerraban las ventanas, en lugar de los habituales pergaminos untados con aceite. Cada alféizar estaba adornado con jardineras que contenían geranios de diferentes colores. Unas sirvientas, que llevaban delantales blancos, cerraban los postigos de la primera planta.

El barón irguió la cabeza y puso los brazos en jarra.

—Este es mi hogar —anunció con sencillez.

Luego, con un ademán, invitó a sus huéspedes a que entraran al jardín y los recibió con un «bienvenidos» y una ligera inclinación de cabeza. Una súbita expresión de sorpresa se reflejó en su semblante.

—Vuestros desarrapados amigos se han marchado.

Woodrow y Tas, absortos hasta el momento en la contemplación de la casa, se dieron la vuelta y descubrieron que los gullys no los acompañaban. En honor a la verdad, aquella desaparición no afligió a nadie; y mucho menos al barón, aunque por el trato que había dado a los Aghar, carente de prejuicios, era un caso insólito entre los enanos. No obstante, no estaba muy seguro de que le gustara la idea de que vagaran por la villa, a pesar de que eso era mejor que se alojaran en su casa.

—No tiene importancia —dijo Gisella—. Aparecerán en cualquier momento. O no; quién sabe.

Woodrow, pendiente una vez más de la casa, no salía de su asombro.

—No tenía idea de que se pudieran hacer edificios de esta altura. Me sorprendieron las casas arbóreas de Solace, pero esto... ¿Es la magia lo que la sostiene?

—No —negó el barón entre risas—. Sólo es piedra, ladrillo y maderas. Aunque, por supuesto, fue construida por enanos.

No se percibió el menor asomo de arrogancia en su voz al hacer el comentario.

—Si recogéis vuestras cosas de los caballos, alguien de mi séquito se encargará de llevarlos a la cuadra para que pasen la noche —sugirió, en tanto se encaminaba hacia la puerta.

Woodrow se apresuró a tomar los dos bultos cargados en los animales; uno que contenía las ropas de Gisella que no se habían perdido en el accidentado viaje, y el otro con las suyas propias y objetos personales de Tasslehoff. Algunos de los hombres del barón condujeron entonces a los caballos hacia la parte posterior del edificio.

—Señorita Hornslager... —dijo el joven, mientras le cedía el paso con un gesto.

—Muchas gracias —respondió Gisella, y dedicó un remilgado parpadeo al barón mientras cruzaba la puerta principal con deliberada lentitud.

Ya adentro, el barón Krakold ordenó a sus sirvientes que guiaran a los tres fatigados huéspedes hasta sus aposentos en el tercer piso.

—Cenaremos dentro de una hora —anunció el dueño de la casa, tras lo cual desapareció por una puerta situada bajo la curvada escalera circular.

—¡Vaya, es como estar en casa! —susurró Tas, en tanto subía los peldaños tras un adusto sirviente, quien arqueó las cejas en un gesto interrogante.

—Las puertas y los picaportes están a la altura adecuada —le explicó el kender, al tiempo que se detenía para rozar con el dedo la intrincada talla de una rosa del pasamanos—. Es muy bonita, pero mi amigo Flint le habría añadido más pétalos; es mucho mejor tallista. En las rosas que él hace, da la impresión de que se pueden ver incluso gotitas de agua.

—¡Chitón! —siseó Gisella, temerosa de que el barón hubiese escuchado la crítica de Tas.

Al final del segundo tramo de escalones, el criado de librea los condujo a un corredor largo, flanqueado por puertas. Comenzó por la primera a la derecha, y destinó las habitaciones para Gisella, para Tasslehoff y para Woodrow.

—Serás responsable de la vigilancia de Burrfoot mientras nos alberguemos en esta casa, Woodrow —advirtió la enana antes de desaparecer tras la puerta.

—Sí, señora. No se preocupe.

Pero, tanto el joven humano como el kender, pasaron al olvido cuando los agudos ojos de Gisella se posaron en la bañera de cobre situada en el centro del cuarto. Dos doncellas, ataviadas con uniformes de muselina gris, echaban agua de un enorme balde de madera en la impoluta bañera. Un ronroneo de satisfacción escapó de entre los labios de Gisella, quien se adentró en la habitación despojándose por el camino de las ropas sucias.

Tasslehoff, entretanto, exploraba habitación tras habitación. Había entrado ya en la tercera del tercer piso y se preguntaba si cambiar de planta para hacer su exploración más variada y amena, cuando una mano lo agarró con fuerza por el hombro. Sus ojos se encontraron con el pelo pajizo del joven humano. El enojo agolpó la sangre en las mejillas del kender.

—No te acerques de un modo tan furtivo, Woodrow. ¡Podrías asustarme!

—Y tú, podrías permanecer en tu cuarto —replicó impasible el joven—. Sabes que soy el responsable de tus actos. ¿Cómo cumpliré mi cometido si vas de un lado para otro? Creí que éramos amigos.

—Y lo somos —dijo Tas con tono paciente—. Pero me aburría tanto en mi habitación...

—¡Pero si no llevamos aquí ni diez minutos!

Woodrow recorrió con la mirada la estancia en donde había encontrado al kender.

—Esta es igual a la tuya... todas lo son, en realidad —comentó, tras el somero examen.

—Bueno, no tengo la culpa de que se parezcan. Los enanos son muy poco imaginativos —dijo malhumorado Tas, al tiempo que abría un cajón del tocador para confirmar sus palabras—. ¿Ves? Está vacío, como todo lo demás.

Luego, extendió los brazos para mostrarle su nuevo atavío.

—Encontré estas ropas sobre la cama de mi cuarto.

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