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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (27 page)

—¿Y agregar así el pecado de la mentira a todos los otros pecados? Por cierto que no lo haré, Titerarti.

—¡Entonces vete, Ivalú! ¡Y que Dios tenga piedad de tu alma perversa!

—Gracias Titerarti. Es ésta la primera vez que me dices una palabra benévola. Nos iremos en seguida, pero Papik piensa llevarse consigo a Viví, porque en el norte escasean mucho las mujeres. ¿Quieres casarlos en presencia de Dios, antes de que partan?

—Estoy dispuesto a hablar con Papik y espero que mis palabras caigan en un terreno más fértil que el tuyo.

—Siempre dices frases muy bellas, Titerarti. Pero ahora una estúpida muchacha querría saber qué quieres decir con estas últimas.

—Quiero decir que Papik tendrá que oír muchas lecciones antes de que yo pueda convertirlo y acordarle un matrimonio cristiano.

—Pero no hay tiempo. Cásalo en seguida y yo le enseñaré luego todo lo que necesita saber. Conozco bien la Buena Nueva y también el camino del corazón de mi hermano.

—¿Confiar a una mentirosa como tú la misión de enseñar la verdad? Pobre muchacha, ¿es que no terminarás nunca de decir tonterías?

—Ocurre —dijo Ivalú con un hilo de voz— que Papik está decidido a casarse inmediatamente con Viví y que si tú no los unes en matrimonio cristiano ellos se marcharán de todos modos y llevarán una vida de pecado.

—¿De manera que es ésta la clase de hermano que tienes? ¡Es verdaderamente digno de ti!

¿Y tendré que declarar cristiano a semejante hombre?

—¡Para evitar violencias!

—¡Las amenazas del diablo son vanas en la casa de Dios! ¡Llévate a tu hermano y no vuelvas a esta casa hasta que Dios te haya mostrado el recto camino! ¡Ya causaste bastante turbación en esta aldea!

—Creo que precisamente en este momento Dios me muestra el recto camino. No haces sino colmarme el corazón de amargura. Siorakidsok tenía razón: deben de existir muchos dioses y tu Dios no puede ser el de Kohartok. Desde que llegaste aquí Titerarti, no lo sentí ni una vez en mi corazón, porque Él no podría acercarse al lugar en que tú estás. ¡Pero sé dónde encontrarlo!

—¡Sal de aquí, blasfema! —gritó el misionero furioso, señalándole la puerta.

Pero Ivalú ya le había vuelto las espaldas y se alejaba corriendo.

Entró de sopetón en el iglú de Viví. En aquella casa Krulí era la reina y su marido, Hiatallak, tan sólo un siervo, aunque ambos siempre habían mantenido oculto a la comunidad ese estado de cosas. No parecían contentos de volver a verse, sino que estaban distanciados el uno del otro, y con los rostros sombríos y tempestuosos.

Los ojos de Viví, enrojecidos por el llanto, se iluminaron al ver a Ivalú.

—Excusen a una estúpida muchacha que entra sin que la inviten y habla sin permiso —dijo rápidamente Ivalú— pero ocurre que mi hermano está dispuesto a cederles su feísimo fusil y todas sus municiones, que bien poco valor tienen, a cambio de Viví. Papik es un cazador suficientemente bueno.

—¿Y qué dice Titerarti? —preguntó Krulí, con semblante severo.

—Quiere hacer las cosas con tiempo; en cambio Papik tiene prisa. Por eso, si una muchacha impertinente puede expresar su parecer, sería tal vez mejor dársela de un modo u otro, y más tarde, cuando yo haya tenido tiempo de instruirlo, Papik se hará cristiano.

—¿Te has vuelto loca?

—¡Oh, todos dicen que estoy loca! Pero unos lo dicen por una razón y otros por la opuesta. Sin embargo, una cosa es segura: Papik vendrá a llevarse a Viví y si no se la dan ocurrirá alguna desgracia. "

—¡Que venga! —gritó Krulí en tono de desafío—. ¡Por la salvación del alma de nuestra hija, combatiremos hasta el último aliento! ¿No es verdad Hiatallak?

Hiatellak asintió, riendo idiotamente y preguntándose de qué estarían hablando, mientras se rascaba la cabeza.

Viví, con la cabeza enhiesta, mantenía la mirada fija en el rostro de Ivalú.

—¿Irás con Papik si te lo pide, pequeña?

Viví se sonrojo y dijo con un hilo de voz:

—Una muchacha irá.

Un instante después, bajo la mirada aterrorizada de Ivalú que nunca había visto a los padres pegar a sus hijos, el puño de Krulí la derribó al suelo.

Luego la vieja se volvió a Ivalú, como una furia.

—Sal de aquí y que no te vuelva a ver, muchacha malvada. Empiezo a creer que no fue sino el demonio mismo quien te hizo este niño que llevas a la espalda.

Pero Ivalú no la escuchaba; la cólera de Krulí le había hecho recordar la cólera que se estaba alimentando en su propio iglú; se puso pues a correr en dirección a su casa. Comenzaba a sentir el cansancio de tantas idas y venidas y Pupililuk le pesaba.

Encontró el iglú vacío, el pabilo apagado y el agua del té congelada.

Afuera las rodillas parecieron querer ceder otra vez por la ansiedad y el cansancio. No sabía qué hacer, a quién recurrir. Recordó lo que solía contarle Asiak y tuvo miedo: los hombres estaban a punto de cometer algún acto de violencia y los blancos los perseguirían, les envenenarían la vida con la amenaza de su poder, al inscribir los nombres en libros que sobrevivían a la memoria.

Tornó a recorrer el camino que había hecho, jadeante y bañada en sudor, tropezando frecuentemente por el cansancio, hasta que despertó al niño, que se puso a llorar. Se detuvo varias veces para volver a tomar aliento. Fulgores de hachas encendidas brillaban en el mar oscuro y proyectaban largas sombras ondulantes entre las casuchas blancas; Ivalú aceleró el paso.

Argo pasó junto a ella con una antorcha encendida en una mano y un fusil en la otra.

—¿Qué ocurre Argo? ¿Por qué no estás en tu casa con Neghé, después de tan larga ausencia? —preguntó Ivalú manteniéndose junto al hombre.

—¡Ya corre sangre y pronto correrá más sangre! Tutiak dio muerte a un hombre que no quería devolverle a su mujer, Minik, y el hombre blanco embrujó a Neghé. Tanto es así que se niega a reír conmigo, que soy su marido. Fue a refugiarse a la Misión, perra sin cola, y ahora voy a buscarla, y la aporrearé hasta que le vuelvan las ganas de reír.

—¡Espera, espera! —lo llamó en vano Ivalú. En ese momento oyó el crujir de otras botas sobre la nieve y de pronto Papik y Milak se le aparecieron entre las tinieblas. Ambos iban armados con fusiles y trotaban hacia la Misión.

—¿Eres tú Ivalú?

—Sí, Papik, ¿adonde vas?

En la voz de Papik hervía el deseo de dar batalla.

—Como no volvías fuimos a buscar los fusiles a Nuestros trineos y por el camino nos enteramos de que habían llevado a Viví a la casa del hombre blanco. Ahora vamos a libertarla.

Ivalú sólo a duras penas podía seguirlos. Hachas encendidas, voces y pasos convergían hacia la Misión desde todas partes. Argo iba a la cabeza de los hombres y pronto aparecieron también los dos maridos de Torngek, que llevaban a Siorakidsok sobre la alfombra.

—¡Manden al diablo blanco a su país! —vociferaba Siorakidsok a voz en cuello.

En la explanada que había frente a la Misión se vio de pronto la sombra erguida de la vieja Tippo.

—¡Atrás hijos del diablo!

También ella tenía un fusil que agitaba como una bandera; desde que la expedición había regresado, la aldea estaba llena de fusiles.

—¡No profanen la casa de Dios, porque experimentarán su ira!

—¡Cierra la boca, para que no se te vean hasta los pies, vieja foca desdentada! —vociferó Siorakidsok.

—Aparta ese fusil, Tippo —dijo Argo con aire sombrío y sereno, mientras pasaba junto a la vieja—. Podría dispararse, vieja estúpida.

—Sí, en tus espaldas, si no vuelves atrás en seguida.

Pero Argo siguió avanzando, sin cuidarse de ella.

Papik se le adelantó a la carrera, saltó a la galería de la Misión y se puso a descargar una lluvia de culatazos de fusil contra la puerta.

—¡Haz salir a Viví, hombre blanco, o aquí terminarán tus días entre los vivos!

—¡Alguien quiere ver el color de tu hígado, Titerarti! —gritó Milak con su voz clara y resonante.

—Si lo envían al reino de los cielos le harán un favor a él y también a nosotros —aulló Siorakidsok, con voz de falsete muy aguda, mientras su cuerpo descarnado se agitaba frenéticamente dentro de sus ropas demasiado amplias.

Sonó un disparo y Argo, que había puesto ya un pie en la galería, cambió de idea. Se llevó una mano al costado, luego se desplomó al suelo y allí permaneció inmóvil, mientras su antorcha se apagaba en la nieve.

—Les advertí que no se acercaran a la casa de Dios —gritaba Tippo, agitando el fusil humeante.

—¡Maten a esa vieja loca! ¡Mátenla como a un glotón, arránquenle las tripas! —chillaba Siorakidsok, mientras desde el interior de la Misión se oía el eco de la voz de Titerarti:

—¡Socorro! ¡Que todos los cristianos y los hombres de buena voluntad se unan en la lucha contra el demonio!

Mientras a sus espaldas sonaban otros disparos de fusil, Ivalú alcanzó a su hermano e intentó contenerlo; pero Papik continuaba descargando golpes sobre la puerta, con las venas del cuello y de las sienes prodigiosamente hinchadas. Con todo, la puerta no cedía.

Entonces intervino Milak. Saltó desde abajo, rápido y silencioso, al pórtico y descargó veloz contra la puerta todo su peso. La puerta se quebró como si fuera de nieve y Milak rodó con ella al interior de la habitación, arrastrando consigo a Papik.

Ivalú los siguió rápidamente.

El misionero los esperaba apuntándolos con un fusil; estaba muy pálido pero se mantenía erguido y, con aire de desafío, cubría a Viví y a Neghé; junto a él tenía a Krulí y a Hiatallak.

Krulí blandía la lanza de su marido.

—¡Atrás, Satanás! —tronó Titerarti agitando el arma; era evidente que no sabía manejarla.

Sin dignarse echarle una mirada, Papik arrojó ruidosamente su fusil a los pies de Krulí.

—Toma esto —dijo, procurando parecer sereno— que un hombre se llevará en cambio a Viví.

Y precisamente como lo hubiera hecho Ernenek, se adelantó imperturbable, con desprecio del arma que lo apuntaba y de las garras de Krulí.

—¡Atrás Satanás! —gritó la vieja arrojándole la lanza.

Papik lo vio con toda claridad, pero su dignidad de hombre no le permitía agacharse frente a una mujer; por eso no trató de evitar el lanzazo. El arma le rozó un pómulo y luego fue a clavarse pesadamente en la pared que Papik tenía a sus espaldas. Con el rostro bañado en sangre, Papik siguió avanzando.

Titerarti parecía por fin dispuesto a disparar su arma; pero antes de que pudiera hacerlo, Krulí se arrojó sobre Papik para castigarlo con una lluvia de puñetazos, pero involuntariamente le sirvió de escudo, de manera que cuando Papik la arrojó al suelo, Milak ya había entrado nuevamente en acción.

Rápido como el rayo y silencioso como el sol se deslizó entre los circunstantes indecisos, arrancó el fusil de las manos del misionero y con él le golpeó la cabeza, una, dos, tres veces, y aún más, después que lo hubo hecho desplomarse, hasta que Ivalú se interpuso. Sólo entonces desistió Milak de seguir golpeando. Estaba pálido y tembloroso; luego se volvió y comenzó a romper todo lo que encontró alrededor.

En el ínterin también la cólera creciente había hecho presa de Papik. Con el cuchillo se había puesto a destrozar los libros y a romper los cacharros. Por fin cortó la cuerda que sostenía la lámpara. Por un instante la habitación quedó a oscuras, pero luego el petróleo derramado se inflamó al contacto con la mecha encendida.

El espectáculo de las llamas que se entendían rápidamente sobre el piso de madera, apagó en un instante la furia de los dos hombres. Nunca habían visto un fuego semejante y se quedaron mirándolo, fascinados, hechizados. Pero Hiatallak lanzó un alarido de terror y huyó seguido por Krulí y Neghé. Por la puerta entró una ráfaga de aire que avivó el fuego y las llamaradas derritieron la grasa con que los hombres tenían untados los rostros e hicieron que las pieles se arquearan.

Entonces Papik se arrancó al hechizo.

—Ven Viví, mi trineo está todavía cargado y mis perros están flacos y son veloces. Ven, Ivalú, ven Milak. Alejémonos rápidamente; afuera disparan y podría alcanzarnos alguna bala, porque hay demasiada oscuridad para que la gente pueda saber a quien apunta.

Su cólera se había desvanecido por completo. Cogió a Viví por una mano y la sacó de la casa.

—Corro a preparar mi trineo, que está cerca de tu iglú —dijo Milak a Ivalú—. Allí te esperaré. También mis perros están flacos y son veloces —y así diciendo se largó afuera.

Las llamas habían ya conquistado la mitad del suelo y continuaban avanzando en medio de silbidos y llenando de humo la habitación. Ivalú se puso de rodillas junto al cuerpo de Titerarti, quien, todavía en el suelo, se llevaba la mano a la cabeza ensangrentada y gemía.

—¿Puedes levantarte? —le preguntó Ivalú tosiendo a causa del humo.

—Tú eres el diablo encarnado —dijo Titerarti con voz quebrada—. Tenemos que agradecerte a ti y a los de tu ralea lo que ha ocurrido.

—Pero si no queremos agradecimiento de nadie.

—Sin ustedes ésta sería una comunidad feliz y tranquila.

—Estamos a punto de partir —dijo Ivalú sonriendo a tal pensamiento—; pero tienes que salir de aquí en seguida, porque las llamas se te acercan.

Lo ayudó a levantarse y salió de la casa presurosamente.

Al bajar tropezó con el cadáver de Argo, que yacía en medio de un charco de sangre. Neghé le sacudía la cabeza y lo llamaba llorando. Un poco más allá estaba Tippo que, con la cara en la nieve se agitaba en los últimos estremecimientos. Toda la explanada que había frente a la Misión estaba desierta. Algunas antorchas abandonadas, porque su luz ofrecía buen blanco, crepitaban en la nieve y el aire estaba impregnado del acre olor de la pólvora de los disparos, nuevo para Ivalú.

La cólera se había extendido. Se había iniciado la guerra santa. Detrás de las casas y de los iglúes resonaban tiros y gritos; pero tanto los cristianos como los paganos disparaban sobre todo para calentarse los guantes, porque resultaba imposible ver nada en la noche, de la que había desaparecido hasta la última estrella.

Ivalú caminaba rápidamente. Oyó que algunos proyectiles le silbaban en torno, pero en ningún momento sintió miedo de que la alcanzaran. Estaba contenta porque Pupililuk se mantenía tranquilo.

—¡Aniquílenlos a todos! ¡Aniquilen a los pecadores heréticos! —oyó que gritaba Titerarti a sus espaldas. Y al volverse lo descubrió, largo y negro, en el marco de la puerta, destacándose contra el fondo de fuego, mientras el edificio de la Misión se transformaba en filigranas sutiles.

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