La perra había batallado con una pareja de lobos que rondaban la casa, hasta que algunos hombres de la aldea, atraídos por e1 alboroto, mataron uno de los lobos y pusieron en fuga al otro; pero en la pelea la perra había perdido un ojo y hubo de morir poco después. Cuando Ivalú vio volver al otro lobo, afiló un cuchillo, lo recubrió de grasa y lo plantó con el mango en tierra, a la entrada de la casa. Luego se retiró adentro. Después de haber husmeado largamente la hoja del cuchillo, el lobo se puso a lamerla. Bien pronto comenzó a sangrarle la boca, pero el sabor de su propia sangre no hizo sino aumentar la voracidad del animal, que continuó lamiendo la hoja hasta que la lengua le quedó reducida a jirones. Un sueño después, Ivalú lo encontró tieso en el suelo; pero sabía que tenía que andar con cautela, pues a los lobos no les gusta morir, y por precaución se le acercó en silencio con un cuchillo en la mano y le cortó la garganta. A partir de aquel momento, comenzó a rodear su casa de trampas, cuidadosamente revestidas de tierra, y de bolas de grasa que ocultaban en su interior huesos afilados.
De su padre había aprendido a disponer de cualquier animal, desde el oso blanco hasta los minúsculos piojos, que capturaba metiéndose entre su carne y la ropa un trocito de piel untado de grasa y atado a un nervio; cuando lo retiraba, estaba cargado de insectos. v Sí, con la ayuda de Dios ella era muy capaz de cuidar de sí misma.
De vez en cuando alguien se detenía para cambiar cuatro palabras con Ivalú. A veces Viví y Torngek le llevaban a escondidas pequeños regalos: un plato de ostras, algún ojo de foca, menudos de ptarmigan, y otras delicadezas de este género; o bien le llevaban alguna figurilla de esteatita o algún animalito hecho con sus propias manos, para Pupililuk. Aunque era verano, continuaban llegando algunos peregrinos que habían oído hablar del parto milagroso y querían ver al niño; Ivalú contaba sonriendo lo que sabía; ellos devolvían la sonrisa y a menudo dejaban alguna ofrenda. Todos se mostraban bondadosos. Algunos eran cristianos bautizados por misioneros de otras localidades y éstos iban a hurtadillas para evitar que lo supiera Titerarti.
Ivalú llegó a enterarse de muchas cosas sobre el nuevo misionero.
Había roto con Siorakidsok y convencido a los miembros de la aldea de que creer en un curandero no era sino crasa idolatría que les valdría la perdición eterna. Siorakidsok, que veía así esfumarse definitivamente sus proyectos para ulteriores viajes a la luna, estaba sumamente alarmado por ese estado de cosas y en su casa se había producido una seria disidencia entre él y Torngek por una parte y Neghé y sus amigas por otra.
Titerarti, que había llegado sin llevar provisiones propias, no tardó en consumir las que Kohartok había dejado. Así y todo no salía a cazar ni a pescar ni tampoco participaba, desde luego, en los trabajos comunes, pero aceptaba tranquilamente toda la carne y todas las golosinas que le llevaban los de la aldea, quienes lo compadecían a causa de su poca habilidad; y la gran entereza de ánimo de que daba prueba al no mostrarse nunca afligido o humillado por los numerosos regalos que recibía, revelaba un espíritu verdaderamente superior, que suscitaba la admiración de aquella gente primitiva.
Trabajando incansablemente, había inculcado en el ánimo de la grey el temor de Dios y de su ministro, de manera que ya los fieles se espiaban y denunciaban recíprocamente, montando una buena guardia en las puertas del Reino. Ya nadie salía a cazar los domingos ni cantaba baladas inmorales ni andaba desnudo por la casa, ni comía hasta hartarse, ni reía sino con quien estaba unido legalmente en el matrimonio celebrado por el propio Titerarti. O por lo menos no abiertamente. En cambio se dio una edificante sucesión de plegarias, salmos, sermones, confirmaciones, conversaciones, ceremonias nupciales y servicios religiosos.
Las ceremonias pías habían ganado en decoro y dignidad desde que todos los fieles mantenían en sus rostros expresiones graves, puesto que Titerarti fruncía el ceño e interrumpía su discurso cuando descubría sonrisas durante el servicio religioso. Los perros ya no eran admitidos en la Misión; y si durante el régimen de Kohartok y de Ivalú las mujeres solían dar de mamar a sus hijos o colocarlos sobre las vasijas que tenían expresamente puestas debajo del banco de la Misión, ahora, si un niño lloraba, la madre se apresuraba a sacarlo afuera, seguida por las severas miradas de Titerarti.
Una mujer de edad mediana, llamada Minik, había quedado embarazada de uno de los nómades que llegaran en la primavera y que hacía poco se había convertido. Titerarti apostrofó a los dos durante el servicio dominical, como se lo merecían. Luego los indujo a que se casaran.
A Minik no le gustó esta idea, porque se consideraba esposa de un tal Tutiak, hombre que había partido con la expedición. ¿Qué ocurriría cuando volviera Tutiak? Pero Titerarti le aseguró que no ocurriría nada, porque la unión con Tutiak, fundada en el pecado, era ilegal y, por lo tanto, sólo le daba derecho a un puesto en el infierno.
Titerarti insistió tanto que habría parecido poco cortés no acceder a su exigencia, de modo que, por respeto al hombre blanco, la pareja se avino a sus deseos; pero no sin cierta mala gana.
Con el invierno llegaron al mar congelado la noche y los hombres.
Habían viajado hacia el norte sobre el Océano Glacial y el gran casquete ártico, hasta que se encontraron nuevamente en el sur, donde hay otros hombres blancos y barcos humeantes. Allí, una vez recibidos los fusiles y cuchillos prometidos, se separaron de los exploradores para emprender el camino de regreso.
Además de las armas y de las municiones, llevaban muchas cosas que contar. Dos mujeres y numerosas perras habían dado a luz durante el viaje; un niño había nacido muerto y muchos cachorros fueron devorados por los perros de tiro; a un hombre blanco se le congelaron las piernas y, habiéndosele desarrollado la gangrena, fué necesario amputárselas al llegar al puerto meridional; un hijo de Neghé, que había vuelto sobre sus pasos un trecho, para buscar un cuchillo olvidado, ya no había regresado. Estas fueron las primeras noticias que se difundieron por la aldea entre el alboroto de las bienvenidas.
Ivalú fué la última en enterarse de ellas.
Sosteniendo a Pupililuk sobre las espaldas, estaba pescando en un hoyo que había hecho en el mar, cerca de su iglú de invierno, porque comenzaban a escasearle las provisiones desde que la noche había hecho huir la caza y desde que los hombres dormían más y cazaban menos. El viento que provenía de los montes le apagaba continuamente la lámpara. No había luna y pocas eran las estrellas en el cielo cargado de nubes; sin una luz era difícil atraer los peces y difícil verlos, tanto que hasta ese momento Ivalú no había pescado ninguno.
Hacía tanto tiempo que estaba inclinada sobre aquel agujero que se sentía entumecida; de pronto, advirtió la presencia de alguien, y al levantar los ojos reconoció la esbelta silueta de Milak, que estaba de pie frente a ella. No lo había oído acercarse: por eso se heló de terror al pensar que Milak podía estar muerto, que aquél era su fantasma, y que había ido con malas intenciones; se guardó pues de moverse, hasta que el otro habló:
—Ocurre que alguien ha vuelto de un viaje —dijo Milak con tono indiferente, como convenía a un verdadero hombre, y su voz clara hizo disipar el miedo de Ivalú.
—Milak...
Ivalú se puso en pie de un salto, para correr al encuentro del hombre, pero luego se contuvo y se le acercó mesuradamente. Se estrecharon las manos, agitándolas por encima de las cabezas, mientras se hacían inclinaciones y cambiaban sonrisas. Luego Milak intentó restregar su nariz contra la de Ivalú. Pero ésta se echó hacia atrás. La roía el deseo de pedirle noticias de Papik, pero en el caso de que éste hubiera muerto durante el viaje y alguien pronunciara su nombre, el fantasma sería perturbado; por eso Ivalú renunció a hacer la pregunta.
—Nada dices del niño que llevo a la espalda —dijo en cambio—. Seguramente ya te habrán hablado de él en la aldea.
—Alguien no ha tenido tiempo de escuchar las charlas de la aldea. Acabamos de llegar. Bien se ve que tienes un niño. ¿Tienes también marido?
—No, ningún marido —dijo Ivalú con una sonrisa.
—¡Desde luego que no, porque de tenerlo no estarías aquí pescando! En todo este tiempo habrás podido darte cuenta de que es muy incómodo inclinarse sobre un agujero de pesca teniendo un niño en las entrañas o a las espaldas, como alguien te lo advirtió hace mucho tiempo.
—No es incómodo en modo alguno —dijo tercamente Ivalú—. Sólo una vez el pequeño se me resbaló fuera de la chaqueta y fue a dar al pozo de pesca, porque me había inclinado demasiado hacia adelante. Aun ahora me río al pensar en ello, aunque en aquel momento tuve mucho miedo. ¿Oíste hablar alguna vez del Dios cristiano, Milak?
—Con bastante frecuencia en mis anteriores viajes, ¿por qué?
—Porque este niño es hijo suyo. ¡Míralo! Fué procreado sin la intervención de ningún hombre y sin que siquiera mirara yo la luna llena. Llegará a ser un misionero y difundirá entre los hombres el mensaje de la verdad.
Milak la miró espantado.
—Pero, ¿qué cosas estás diciendo? Debe de haberte entrado en el cuerpo un espíritu maléfico que te ha hecho volver más loca que un glotón. ¡Más valdría que rieras conmigo antes de decir tal cúmulo de tonterías!
Ivalú frunció el ceño.
—¡Durante cuánto tiempo mi cuerpo sintió hambre del tuyo, Milak! Siempre te llamaba. Mi calor habría podido fundir todo el casquete de hielo que nos separaba. Felizmente ocurrió algo que acalló esa hambre y apagó ese calor: mi preñez.
—¡Pero el calor vuelve! ¡Siempre vuelve!
—No dejo que vuelva. Es un grave pecado.
Tenían que estar muy cerca el uno del otro para verse los ojos al fulgor de las escasas estrellas. La mirada de Ivalú corría rápida sobre el rostro de Milak, como el viento antes de una tormenta. ¡Cuánto amaba las expresiones cambiantes de aquel rostro, aquella frente sombría y aquella boca despectiva! Parecía increíble que esa frágil figura y ese rostro nervioso hubieran desafiado los vientos y las tempestades y que hubieran visto sangre y muertes violentas.
—Mira —dijo Ivalú antes de que él pudiera replicarle— mi hijo es todo y yo no soy nada, porque es el hijo de Dios y porque la semilla es más importante que la tierra. No quiero otros hijos, para poder dedicar así mi vida a éste, para velar sobre él, para instruirlo en su misión y ayudarlo a llevar su cruz.
—Bien se conoce que tu cerebro está envenenado por el fuego del vientre que pretendes negar y que sólo puede apagar el calor del hombre. El frío se combate con el hielo, pequeña; y el fuego con el fuego.
Y repentinamente la apretó entre sus brazos, con lo que hizo llorar a Pupililuk.
—No quería hacerle daño —dijo mortificado, aflojando el abrazo.
Ivalú se sentó en la nieve.
—No es nada. Es fácil hacerlo callar.
—El hijo de Dios chilla como cualquier cachorro —observó Milak con una carcajada de burla; pero luego, viendo cómo Ivalú sacaba el seno y se lo ofrecía al niño, calló mientras el rostro le palidecía y se le ponía tenso.
—¡Ah, me olvidaba... no tienes que mirar!
—¿Que no tengo que mirar? —gritó Milak montando de nuevo en cólera—. ¡Pues bien, haré otra cosa!
Con temblorosas manos le arrancó el niño del seno y, a pesar de sus gritos, lo dejó sobre el hielo. Los ojos de Ivalú se dilataron, pero sus labios permanecieron cerrados. Milak le abrió el sayo y, apretándole el seno lleno y aún húmedo, la hizo extender de espaldas.
—Alguien hará de ti una magnífica pecadora —dijo con los dientes apretados, mientras le bajaba los calzones por la lisa y blanca llanura del vientre y seguía con la mano la sutil cabeza de flecha de minúsculos pelos, que partían del ombligo y apuntaban al sur.
Ella tendría que haberlo mordido, arañado, golpeado y escupido, como lo exigían las buenas maneras; pero permaneció inerte y frígida al tiempo que los ojos se le velaban de lágrimas. El ardor de Milak se apagó en medio de tanto hielo, y el joven se separó de Ivalú, pasándose una mano trémula por el pelo revuelto.
Ivalú se sentó, puso en orden su sayo y, sonriendo, tomó en brazos a Pupililuk. Había pasado la tormenta y había vuelta la calma.
—A veces soñaba que reías conmigo, pequeño Milak, porque reír en sueños no es pecado.
—Tienes que irte de aquí, pequeña, y volver al norte. Alguien le hablará sobre esto a Papik.
— Papik! ¿Dónde está? —gritó Ivalú feliz.
—Lo verás dentro de poco.
—¿Por qué no vino en seguida?
—Fue a ver a una mujer que para él es más importante que la hermana.
—¿Cómo es posible?
—¿Y por qué no?
—Crecimos juntos. Jugamos con los mismos muñecos. Nuestra carne es la misma, formada de la misma semilla y de la misma tierra, criada en el mismo seno, crecida con la misma comida. ¿Había una foca? A mí me daban la aleta izquierda y a él la derecha. ¿Había un oso? Yo recibía el ojo derecho y él el izquierdo. ¿Cómo puede haber para él una mujer más importante?
—Es que el tiempo pasa, y los niños se hacen tan grandes que ya no quieren jugar más con muñecos de cuerno y pieles, sino con los de carne y hueso. Por eso Papik fue ante todo a ver a Viví, así como uno que tú conoces te visitó a ti primero.
En el silencio que siguió Ivalú se quedó mirando fijamente la punta de sus botas. De pronto, el silencio quedó roto por el ladrido furioso de su nuevo perro doméstico, que se hallaba a la entrada del iglú.
—Viene alguien —gritó Ivalú jubilosa, y se precipitó hacia su casa, llevando a Pupililuk en los brazos.
Encontraron al perro, que aporreado se lamentaba en un rincón, la lámpara encendida y, tendida en el banco de nieve, una figura maciza, una carota chata de sonrisa llena, de grandes dientes, masticadores de carne cruda: la imagen misma de Ernenek, tal como se le apareció a Asiak una generación antes.
—¡Pequeño Papik! —e Ivalú corrió a abrazarlo.
Era tan "pequeño" que, aunque mantenía la cabeza inclinada, sus cabellos rebeldes rozaban el hielo de la bóveda. Era una masa de músculos, más robusto y más alto que cuando había partido, y mostraba aquellas contorsiones de los labios, aquel brusco alzar del mentón, aquellos movimientos petulantes del tórax poderoso que habían sido propios de su padre.
Ivalú restregó largamente su rostro contra el de Papik, golpeándole las mejillas con la nariz y olfateándolo, mientras los ojos se le llenaban nuevamente de lágrimas; pero esta vez no eran lágrimas de dolor; había vuelto a ver a Papik, su propia carne, su propia sangre: Ernenek vuelto y Asiak continuada. En el olor del rostro, en la fusión de sus alientos volvió a encontrar el aire de la infancia y de los primeros iglúes donde había vivido. ¡De Papik lo sabía todo! Y por eso comprendió en seguida que el muchacho no se había llegado hasta allí sólo para charlar, comer y descansar, sino que le urgía saber algo y que estaba furioso.