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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (21 page)

El océano ya líquido abundaba en focas y si se hubieran hallado presente los hombres, la aldea habría podido banquetear y hartarse de carne, sangre fresca y ostras vivas extraídas del estómago de las focas; pero no era lícito que ninguna mujer matara uno de estos animales, porque de hacerlo así todos los demás, mortalmente ofendidos, se retirarían al fondo del mar, para no volver ya nunca a la superficie; y los niños eran demasiado pequeños para capturar otra cosa que no fuera un ejemplar muy joven, de primer pelo, casi exangüe y con el estómago vacío.

A mediados del verano, un barco humeante penetró en la pequeño rada.

Su llegada constituyó un gran acontecimiento: rostros nuevos, voces nuevas, comidas nuevas. Además los tripulantes anunciaron que la expedición había llegado a su destino, lo cual significaba que los hombres de la aldea se encontraban ya en viaje de regreso.

El barco no llevaba comerciantes de profesión; sin embargo, todos los tripulantes, desde el fogonero al capitán, esperaban hacer algún negocio. Todos tenían numerosos espejitos, cuentas de vidrio, cuchillos de acero y cintas multicolores que querían cambiar por pieles de zorro, armiño y marta. Eran hombres de elevada estatura, toscos e hirsutos, que rara vez sonreían, pero que hacían mucho ruido. No tardaron en organizar bailes a los sones de sus cajas de música, y cuando habían bebido demasiado agua de fuego se comportaban como locos, se hacían ligeros de manos y armaban un alboroto endiablado, mientras perseguían a las mujeres, hasta a las viejas desdentadas, como si nunca hubieran oído hablar de pecados y de los tormentos del infierno. A veces sus propios compañeros debían llevarlos a bordo, no sin dificultad y en medio de riñas. Sin embargo, las mujeres de la aldea estaban contentas con su presencia, que representaba una diversión agradable.

El misionero en cambio tenía aspecto de enojado, pero no dijo nada, ni siquiera cuando por primera vez vio asientos vacíos entre los bancos de la Misión, ni cuando algunas mujeres ya no pudieron mirarlo a los ojos después de haber salido a pasear con los miembros de la tripulación.

El barco humeante se había llegado hasta la aldea con el fin de embarcar las cajas de los exploradores. El capitán, uno de los pocos que prefería los ricos pero peligrosos mares hiperbóreos infestados de icebergs, tenía prisa por partir, porque siendo breve el verano, aquellos parajes estaban abiertos a la navegación apenas un mes por año, y ésa era la estación de la caza de la ballena. La nave era grande sólo a los ojos de los indígenas que nunca habían visto otra mayor; pero en verdad se trataba de una pequeña y sucia ballenera, con el casco de madera raspado, astillado y descortezado por los hielos, y sólo la proa, que a menudo tenía que servir de ariete, estaba provista de gruesas planchas de acero.

Un sueño antes de que el vapor zarpara, Kohartok se presentó aún una vez más junto a Ivalú, en uno de los toscos bancos de madera y le tomó una mano entre las suyas. La joven notó que estaba pálido y enflaquecido y que mostraba grandes sombras alrededor de los ojos.

—He decidido dejar este puesto, hija mía.

—Pero ¿por qué? —preguntó Ivalú, espantada—. ¿Te has cansado de esparcir la Buena Semilla?

El misionero se movió nerviosamente en el banco.

—También un misionero tiene momentos en los cuales comienza a dudar; no de Dios, sino de sí mismo. Para continuar mi obra necesito ayuda y te la pido a ti, Ivalú.

—¿La ayuda de una muchacha tonta?

—Sí. Lo que ahora oirás tal vez te sorprenda, pero deseo que te conviertas en mi mujer. Casémonos con el consentimiento de Dios, pequeña Ivalú, y juntos llevaremos la luz a las tinieblas.

Tuvo que repetir y explicar su proposición varias veces, antes de que Ivalú comprendiera su sentido. Entonces la joven bajó los ojos y se sonrojó.

—¡Cuánto quisiera que mis padres estuvieran vivos y vieran el día en que un hombre blanco, y uno de tu importancia, me pide en matrimonio! ¿Te parece que nos estarán observando?

—Es posible.

—Me siento muy honrada, Kohartok.

El misionero dejó escapar un suspiro y se acarició pensativamente la barba rojiza.

—No hay por qué pequeña.

—Y me entristece el no poder aceptar este honor.

—¿No puedes? Pero, ¿por qué? —exclamó el hombre con alivio.

—Lo mismo que todos los hombres blancos, tú seguramente no eres un buen cazador ni sabrás manejar un trineo y un tiro de perros, ni sabrás hacer muchas cosas que gustan a una muchacha. Por eso no puedo. Pero lo que me preocupa es esto: ¿quién bautizará a mi hijo cuando llegue y tú no estés aquí? ¿Y quién dirigirá los servicios religiosos y nos señalará la recta vía?

—De Dios no puedo enseñarte nada que tú ya no sepas, pequeña Ivalú; no soy sino un pobre pecador como muchos otros. Tú misma podrás asumir mis funciones, bautizar a los recién nacidos y ocuparte de la grey. Te dejaré mi libro para que las figuras te ayuden a recordar la Buena Nueva.

Sacó de las páginas del libro una flor desecada —una flor con cuatro grandes pétalos violáceos— y se la ofreció a Ivalú:

—Toma. Es una flor de mi país.

—¡Qué bueno es esto! —exclamó Ivalú mientras se la comía—. ¡Bueno como tú!

La partida de Kohartok entristeció a toda la aldea. ¡Era un hombre tan fino! ¡Tenía ojos tan comprensivos! ¡Eructaba con tanta delicadeza! Sin embargo, se despidió de manera hasta inconveniente, porque anunció a todos que partía y visitó uno por uno a los miembros de la comunidad antes de embarcarse. Entonces todos lo acompañaron al vapor con las lágrimas en los ojos, aun aquellas mujeres que lo habían decepcionado al faltar a las reuniones y a los servicios religiosos durante la permanencia de la tripulación en tierra.

A todo el mundo le parecía que en los últimos tiempos el misionero había perdido mucho de su antiguo rigor. En su discurso de despedida no imprecó contra los pecadores, sino que se limitó a recordarles las palabras del Buen Libro:
Vigilad y Orad para no caer en la tentación; sí, el espíritu está pronto, pero la carne es débil.

A bordo de sus kayak algunos niños siguieron al barco humeante a través de la estela que dejaba entre los bloques de hielo, y el resto de la aldea lo siguió con la mirada hasta que el humo de la chimenea se perdió en la niebla estival. Entonces Ivalú sacó de la chaqueta el misterioso barómetro que siempre había sido objeto de maravilla para la comunidad y que Kohartok le había dejado como recuerdo; todos la rodearon para admirar el estupendo regalo.

Ivalú lo rompió con una piedra y repartió los trozos entre los circunstantes.

La noticia de la presencia de la nave en la rada se había propagado por los montes y por el mar, de esa manera misteriosa con que se propagan todas las noticias, de suerte que, al cabo de muy poco tiempo, apareció un grupo de nómades nechillik que levantó sus tiendas en las afueras de la aldea, si bien el verano era la peor estación para viajar. Pero una vez que la nave hubo zarpado, también se marcharon los nómades y, cuando, habiendo caído la noche, el mar quedó de nuevo cubierto de hielo y los indígenas se mudaron otra vez al mar congelado, la comunidad volvió a su estado normal. El fulgor de las lámparas se filtraba a través de las paredes de nieve y la fila de iglúes brillaba con un cálido color salmón en la oscura rada.

Las reuniones religiosas continuaron bajo la dirección de Ivalú, quien se servía del libro ilustrado de Kohartok; empero la joven no tenía modo de saber cuándo era domingo, de manera que los servicios se celebraban muy irregularmente. Cuando de vez en cuando se le ocurría que la comunidad necesitaba un poco de religión, Ivalú hacía sonar la campana y mujeres y niños acudían a escuchar su palabra y a tomar su té. Explicaba la Buena Nueva lo mejor que podía y del mismo modo respondía a las preguntas.

La vieja Tippo se mostraba rencorosa y difícil de tratar; por eso Ivalú rehuía su compañía lo más posible y, para tenerla alejada de ella, le permitía dormir en la habitación grande, junto a la estufa. La vieja golosa se pasaba noches enteras sin dormir, meditando en algún medio que le permitiera llegar a los dulces que Ivalú tenía bajo llave, porque Kohartok había sido muy explícito en lo tocante al modo de administrar las provisiones de la Misión. ¡Ay de aquellos indígenas que, de modo enteramente pagano, creyeran que la repartición de los bienes que ellos practicaban podía extenderse a la despensa de la Misión! Ivalú debía administrarla con la máxima parsimonia; por eso, para proteger la azucarera de la rapacidad de Tippo había pedido a Viví que la ayudara a distribuir las golosinas, precaución que aumentó el rencor de la vieja.

Viví en cambio era una buena amiga, con la risa siempre pronta en los labios. Y como Papik antes de partir, había demostrado que se interesaba por ella, Ivalú le hablaba a menudo de su hermano.

Los dolores la asaltaron en medio del sueño e Ivalú comprendió en seguida que había llegado la hora. La sacudían estremecimientos de frío. Se vistió rápidamente y en silencio, para no despertar a Tippo, y se precipitó a la casa de Siorakidsok.

—¡Ha llegado la hora! Ustedes querían estar presentes.

Una de las niñas de Torngek fue enviada a advertir a las otras mujeres, que bien pronto llegaron riendo y bromeando.

—No hagan ruido que despertarán a Siorakidsok —dijo Ivalú—. Alguien no quiere que él la mire.

Viví llegó jadeante y sumamente excitada; quiso quitar en seguida los calzones a Ivalú, pero las mujeres se burlaron de ella, y Torngek, dándole un empellón, le dijo:

—Quédate quieta, estúpida. Todavía es demasiado pronto.

Siorakidsok que, como buen sordo, oía todo lo que no debía oír, se despertó con el alboroto.

—Alguien te ruega que salgas de la casa por un tiempo —le dijo Ivalú.

—¡He visto nacer muchos niños! —gritó el curandero fastidiado.

—Lo sé; pero de todos modos alguien te ruega que salgas.

Por último, convinieron en instalar al viejo en el ángulo más distante de la habitación, con la cara vuelta a la pared; después de dejarlo allí, las mujeres se agruparon alrededor de Ivalú, que se había tendido sobre el banco de nieve, con los ojos cerrados y con el rostro tenso, en espera de los dolores. Cuando éstos la asaltaban, le temblaban los labios. Tenía una sed desmedida, pero hacía lo posible por permanecer silenciosa, porque no quería que se despertara Siorakidsok, que había vuelto a roncar.

Cuando los dolores, que se habían hecho cada vez más frecuentes, comenzaron a sucederse casi sin interrupción, murmuró: "Ahora", como si hubiera dado a luz muchas veces.

La levantaron del banco y la pusieron de rodillas en el suelo. Un par de manos le bajó los calzones y dobló hacia abajo las calzas. Alguien cavó debajo de ella un foso en la nieve y Torngek la abrazó por detrás y la oprimió, diciendo:

—¡Empuja!

El dolor le oscurecía la vista y le secaba la boca. Percibía agudamente las cosquillas que le hacían las gotas de sudor sobre la punta de la nariz. Oyó que las mujeres gritaban:

—¡Aquí está la cabeza! ¡Empuja con más fuerza! ¡Tienes que ayudar, estúpida! Una vez que salga la cabeza ya pasó lo peor.

Sintió que se desgarraba y, en la niebla causada por el dolor, entrevió de pronto, debajo de sí, la brillante cabeza del niño, con una cresta de cabellos húmedos.

Continuó haciendo fuerza, ayudada por Torngek, mientras las mujeres la alentaban vociferando, y la perra de la casa, que se había acercado gañendo y husmeando, recibió un golpe que la hizo rodar por la habitación. Y, casi antes de que se diera cuenta de ello, Ivalú había dado a luz y el peso de Torngek se retiró de sus espaldas.

Krulí recogió al recién nacido y apenas Torngek lo separó de la madre, se oyó un vagido fortísimo. Las mujeres pusieron una piel de zorro entre las piernas de Ivalú, le volvieron a levantar los calzones y le dieron a beber un tazón de nieve derretida.

—Descansa un poco antes de volver a tu casa.

—Perdonen a una muchacha tonta el haberles causado tantas molestias —dijo Ivalú extendiéndose sobre el banco—. ¿Dónde está el pequeño?

—Aquí está. Es un varoncito —dijo Neghé, que lo había limpiado y untado con grasa.

—Alguien querría que hubiera mucha luz —dijo Ivalú.

Las mujeres le acercaron al borde del lecho dos antorchas de sebo. Mientras la madre lo levantaba para verlo a la luz, el pequeño dejó de berrear. Sólo se oía el crepitar de las antorchas y la perra que lamía la sangre del suelo. Luego sonó la voz de Siorakidsok, que se había despertado a medias:

—¿Ya está por llegar el hijo de Ivalú?

Nadie respondió. Todas las mujeres se habían arrodillado en adoración, con las manos juntas.

La perra se acercó husmeando y alargando el hocico hacia el lecho, y se puso a gañir de maravilla y asombro, porque, aunque era vieja, aunque había viajado mucho y tenido acceso a muchas casas de nieve, nunca había visto un recién nacido como aquel.

En efecto, aquel era un pequeño hombre que salía de lo común, con ojos azules como el cielo y cabellos rojos como el infierno.

TITERARTI

Ivalú celebró el bautismo de su hijo con la mayor pompa posible. Lo llamó Pupililuk. Cada nombre tenía un significado bien definido, pero Ivalú ignoraba lo que quería decir Pupililuk, nombre que provenía de una tribu muy alejada, cuya lengua era incomprensible para los esquimales polares; pero cuando en una conversación, la muchacha había oído ese nombre, se había enamorado de él a tal punto, que siempre había esperado echar al mundo un hijo para poder llamarlo Pupililuk.

Nunca se había imaginado que podía llegar a ser tan feliz. ¡Tener permiso para celebrar los servicios religiosos y para bautizar su propio hijo varón! ¿Qué había hecho para merecer todo eso?

Mientras tanto, bajo su régimen religioso, la disciplina se había aflojado algún tanto. A veces esa muchacha negligente dejaba de reprender a los que andaban por la casa desnudos o comían desmesuradamente. Además no quedaba excluida la posibilidad de que ella misma se permitiera alguna de estas libertades.

Pero lo cierto es que la gente se agrupaba a su alrededor para escucharla y para adorar a su hijo, y no sólo las mujeres de la aldea, sino también peregrinos llegados desde lejos. Los nómades que se afincaron en la rada durante la permanencia del barco humeante, habían propagado la noticia del milagro más allá de los límites de la pequeña aldea. Parecía que todos sentían gran interés en escuchar y repetir historias relativas a partos. Y así, pasando de boca en boca, la noticia se había difundido de iglú en iglú y había sido acogida, ora con risas, ora con admiración, con fe o con befas; pero se había difundido en todas las direcciones, y sobre todo hacia el sur, como los rayos del sol. Numerosos trineos, después de haber errado largamente en la bruma invernal, echaban el ancla en la pequeña rada y perros forasteros unían su ulular a la luna (todavía corría por sus venas sangre de lobo) a los ladridos de los perros de la aldea, mientras los recién llegados levantaban sus iglúes en las proximidades de la Misión.

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