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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (18 page)

BOOK: El pais de las sombras largas
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A todo esto, Milak se comía con los ojos a Ivalú.

—Pero, si un hombre volviera de un viaje, como es posible que ocurra, ¿se le permitirá hablar a solas con ella, cosa que hasta ahora no ha hecho? ¿Y aun reír con ella?

—Es probable —dijo Asiak, y Milak se retiró farfullando.

—Cuando vuelva con un fusil —dijo Papik a su madre— es posible que también yo tome mujer. En estos días vi a una muchacha conveniente, pero ella me rehuye cuando intento hablarle. Una vez hasta me dio un bofetón porque la toqué.

—Ese es un signo de buena educación. ¿Cómo se llama?

—Viví.

En el ínterin, los hombres blancos tascaban el freno, pero tantas veces los esquimales tuvieron que descargar los trineos y volver a hacer los fardos al recordar algo que habían olvidado, tantas veces tornaron a sus casas para beber otra taza de té o para reír una última vez con las mujeres que se quedaban en la aldea, tantos tirantes y correas y cinchas tuvieron que repararse a último momento o se rompieron en el instante de partir que, antes de que la expedición se hubiera puesto por fin en marcha, el techo del mundo se había oscurecido sensiblemente.

Sin tener en cuenta las costumbres, Asiak e Ivalú acompañaron la expedición por un trecho del camino, junto con algunos niños que no conocían aún las buenas maneras. El cielo estaba cargado de nubes y un viento helado barría el litoral.

Treinta y cinco indígenas con otros tantos trineos, doce mujeres y cinco exploradores blancos viajaban sobre la costra de hielo. Iba a la cabeza de la expedición Papik, cuyos perros estaban flacos y fuertes como consecuencia del reciente viaje realizado, en tanto que los de la aldea estaban aun gordos y pesados.

—¿Por qué no me dejaste ir con Milak? —preguntó Ivalú enojada, procurando mantener el paso veloz de su madre.

—Porque no quiero que viajes con hombres blancos. Son locos peligrosos. Papik es ya demasiado fuerte para que yo pueda prohibirle algo, pero tú, no.

—¡Ahora ya no encontraré marido! —exclamó Ivalú rompiendo a llorar—. Milak fue el único muchacho que me pidió para mujer suya.

—Milak fue el único muchacho que te vio. No temas, pequeña; eres graciosa, y a los hombres les gustan las mujeres graciosas más que ninguna otra; apenas seas suficientemente fuerte para poder llevar una buena carga a las espaldas encontrarás fácilmente un par de maridos y aún más.

—¿Estás segura?

—Completamente segura. Piensa que una niña pequeña tiene tan poco valor que en general se la hace morir; pero precisamente por esta razón tiene mucho valor apenas se hace grande. Sólo cuando llega a mi edad una mujer vuelve a no valer nada.

Cuando los trineos desaparecieron en medio de la bruma, Asiak e Ivalú volvieron a la casa de Siorakidsok, donde encontraron a Torngek y a Neghé preparando el té antes de acostarse. Neghé estaba tranquila, pero Torngek lloraba. Argo, el marido de Neghé, no sufriría sin duda por falta de mujeres durante el viaje, puesto que todos los hombres que habían llevado consigo a sus esposas, se sentirían orgullosos de prestárselas, de manera que Neghé no tenía que preocuparse por el bienestar de su marido. En cambio su gorda y vieja hermana Torngek pensaba que sus dos maridos, siempre escarnecidos y maltratados por todos, la necesitarían; ella había querido acompañarlos, pero Siorakidsok apreciaba tanto su compañía, porque Torngek era dulce y bonachona, que no le había permitido partir.

—Una inútil vieja y su estúpida hija van a construirse un iglú —anunció Asiak al entrar.

—Nadie puede censurarte porque quieras abandonar la compañía de un viejo inválido y de sus ridiculas nietas —dijo Siorakidsok cuando por fin hubo comprendido lo que Asiak dijera— pero sin hombres esta casa y toda la aldea estarán inusitadamente tranquilas. Y como ocurre que el verano pasado muchísimas vacas marinas cayeron heridas por las flechas de Argo, y que también la pesca fue excelente, ahora los depósitos de víveres están colmados y tú harías un gran honor a esta aldea si te dignaras aceptar su hospitalidad y alegrar la casa de un viejo curandero con tu graciosa presencia.

Asiak escuchó gravemente las palabras de Siorakidsok y respondió como convenía:

—Es en verdad un gran honor el que nos haces, pero, ¿no es un pecado comer tu comida y que dos inútiles mujeres aprovechen esta hermosísima casa? No, nos construiremos un iglú.

—Alguien se sentirá feliz y halagado si aceptas su flaca hospitalidad —repuso Siorakidsok, y ordenó a sus nietas que le llevaran el té.

Una vez que todos bebieron el té, se envolvieron en las píeles y se echaron a dormir.

Pero Asiak no tardó en despertarse.

—Pequeña —dijo sacudiendo a su hija—. Una madre sabe que tienes necesidad de ser guiada durante otro trecho del camino y que no debería abandonarte en este punto. Pero está vieja y es inútil de manera que nadie puede complacerse en cuidar de ella.

—¿Qué quieres decir, mamá? —preguntó Ivalú levantando la mirada velada por el sueño.

—Para una mujer que durante toda su vida tuvo el privilegio de conceder favores a los demás, no es digno aceptar la hospitalidad de los extraños.

Ivalú tenía aún la cabeza nublada por el sueño.

—¿Qué pretendes hacer?

—Irme, pequeña; pero no pienses que alguien te ama menos porque te deja. Aquí tú estás bien; estás protegida y alimentada, es un lugar seguro y lujoso.

Ivalú se despertaba lentamente.

—¿Adonde quieres ir? —le preguntó echándole los brazos al cuello y rompiendo a llorar—, ¿No me abandonarás tú también, no es así?

—Silencio, pequeña, que despertarás a los otros. Vuelve a dormirte. Pareces muy cansada.

Una mujer desea reunirse con su marido, en aquella tierra donde vuelven a encontrarse todos los hombres y allí te esperará.

Ivalú quería decir algo más, pero el cansancio le pesaba tanto sobre los párpados que dejó que su madre la envolviera en las pieles.

Asiak la olfateó por un breve instante y luego se deslizó silenciosamente fuera de la casa.

El tiempo se había puesto hermoso y el cielo presentaba un color vespertino pálido y puro.

Una mujer saludó a Asiak cuando ésta se dirigía hacia el mar. Asiak respondió con una sonrisa ausente. Los restos de morsas, de narvales y de una ballena blanca se hallaban diseminados sobre la playa, junto a dos grandes umiak cuidadosamente protegidos por pieles.

Asiak se adentró en la capa helada, en dirección al agua.

Por un momento contempló interesada a dos muchachitos que jugaban con sus frágiles kayak de pieles de foca, en los arroyuelos de agua que quedaban entre los bloques de hielo flotantes; estaban enfundados en chaquetas impermeables hechas de intestinos que, apretadamente atadas en las muñecas y cerradas herméticamente alrededor de la abertura de la embarcación, los convertía en una parte de la pequeña canoa, lo cual les permitía volcarla y volver a emerger sin que en la embarcación entrara agua. Para mostrar sus habilidades frente a Asiak, los muchachos realizaban rápidas cabriolas, se zambullían en el mar y, haciendo dar una vuelta completa a sus hayak, mediante el desplazamiento del peso de sus cuerpos, volvían a emerger luego, ligeros, mientras el agua les goteaba de los rostros untados y jubilosos.

Asiak sonrió al pensar en Ernenek, que muchos años atrás había querido probar un kayak; pero, habiendo despreciado los consejos de los expertos, después de la segunda cabriola la embarcación, y aun el propio Ernenek, contenían más agua que aire. Mas el motivo fundamental del accidente consistía en que entre los ochenta amuletos que Ernenek llevaba, faltaba la pata de un somorgujo, el único amuleto capaz de asegurar la habilidad necesaria para manejar un kayak.

Asiak siguió con la mirada a los muchachos, hasta que los perdió de vista; luego avanzó hacia el borde de la capa helada, donde el hielo era gris. De pronto tuvo la sensación de que estaba flotando. En efecto, bajo su peso, se había desprendido un bloque de hielo que se hallaba a la deriva en la corriente. Se dio cuenta de ello sin necesidad de volverse, ya que el bloque de hielo giraba y, al cabo de un rato, Asiak se encontró con la cara vuelta hacia la aldea, y separada de la tierra firme por un canal qué se iba haciendo rápidamente cada vez más ancho.

Se oprimió la chaqueta sobre el pecho como si tuviera frío. Pero no sentía miedo. Creía implícitamente, como todos los de su raza, en la inmortalidad del alma, y tenía la seguridad de que la muerte no podía ser más dura que la vida, persuadida como estaba de que ya había encontrado en sus trabajos cotidianos y en sus desgracias terrenales amplio castigo por cualquier pecado que hubiera podido cometer.

Dos mujeres la vieron andar a la deriva en el mar.

—Asiak corre a su muerte —dijo una a la otra.

—¿Querrá ahogarse o sencillamente se tratará de una desgracia?

—Quién sabe.

Permanecieron contemplándola, pero se guardaron bien de socorrerla, pues sabían que la divinidad del mar tenía derecho a un cierto número de víctimas y que, si se la defraudaba, se vengaría en ellas, que se inmiscuían en aquel asunto, y en toda la comunidad.

Asiak miró el agua que la rodeaba y se preguntó qué sensación experimentaría si se arrojara a ella. Su cuerpo nunca había estado en contacto con el agua. La superficie reflejaba el cielo con tonalidades grises y azuladas, y Asiak descubrió en el fondo gruesos peces que nadaban y se escabullían, que se escabullían y nadaban.

¡El agua tibia y buena! ¡Los buenos y gordos peces!

Un cachorro de los perros de trineo dejado por Papik, la había seguido sin que ella lo advirtiera. Con la cola enrollada y la frente fruncida por encima de los ojillos oblicuos observaba alternativamente a su ama y al agua desconocida, moviendo con pequeños intervalos la lanuda cabeza.

Asiak se dio cuenta dé su presencia sólo después de haber saltado al agua, al salir a la superficie, respirando entrecortadamente. Sus ropas se estaban haciendo pesadas como la roca, las orejas y las narices estaban llenas de agua, y el sabor áspero de la sal le hería la garganta. El perrito la había seguido al mar y ahora nadaba desesperadamente, mientras arañaba el rostro de Asiak con sus uñas jóvenes aún no desgastadas.

En un momento, Asiak se aferró a él instintivamente. Luego abandonó la presa, alejándola de sí, y en un gorgoteo, dijo:

—Vete, vete.

LA SIMIENTE

Kohartok, el misionero blanco, poseía una campana que hacía sonar con todas sus fuerzas cuando su libro le indicaba que era domingo.

Era él la única persona que había quedado en tierra firme una vez que el hielo y la noche invadieron la rada. En efecto, la tierra se había hecho tan fría que se habrían necesitado ingentes cantidades de aceite para calentar las casas de piedra. De modo que la comunidad se había mudado a la costra del mar, donde construyó una serie de iglúes cerca de la playa y de la barraca de madera que ocupaba el hombre blanco.

Apenas partieron sus compañeros, Kohartok clavó sobre su puerta un cartel con la palabra "Misión", aunque él era el único que sabía leer. Además de muchas provisiones, demasiado pesadas para llevárselas en los trineos, los exploradores le habían dejado también algunas cajas llenas de instrumentos y de libros en los que habían anotado sus observaciones. Los exploradores no volverían a aquella aldea, sino que seguirían camino directamente hacia el país del sol, después de atravesar el gran casquete ártico detrás del cual se hallaban otros hombres blancos y barcos humeantes que los llevarían a sus países.

De manera que los guías esquimales volverían solos.

Kohartok disponía además de muchas provisiones que le habían donado gente blanca de buena voluntad y que le ayudaban a esparcir la Buena Semilla entre los salvajes. Mientras compartió la barraca con los exploradores, había contenido su celo de misionero y se había contentado con celebrar sólo las ceremonias dominicales y a convocar a la gente a un número reducido de reuniones; pero una vez que partieron los blancos, se dio con cuerpo y alma a su actividad redentora. En reuniones diarias, a las que convocaba a toda la aldea, leía en voz alta una versión simplificada de las Sagradas Escrituras, preparada por la Misión que lo había enviado, y luego exhibía las ilustraciones en colores que acompañaban el texto.

Consciente de que para cristianizar a sus discípulos se necesitaba ante todo convencerlos de que eran pecadores, empleó buena parte del invierno y toda su habilidad de persuasión para hacer que se dieran cuenta de la maldad de la naturaleza humana, cosa que parecían ignorar por completo. Insistió en la necesidad de que se salvaran, hasta que los discípulos comenzaron a sospechar que estaban perdidos. Pero, recordando que un buen predicador debe dar fruto y no flores, Kohartok daba fin a las reuniones distribuyendo té azucarado y dulces envasados.

Naterk, una mujer a la que normalmente deberían haber abandonado ya a los hielos, le ayudaba a cumplir los deberes de la hospitalidad y le gobernaba la casa.

Teniendo provisiones suficientes para pasar el invierno sin preocupaciones y privadas de toda ocasión de chisme por la ausencia de los hombres, las mujeres estaban ansiosas de cualquier diversión, de manera que a las reuniones de Kohartok, interesantes además de fructuosas, nunca faltaba nadie.

Entre el misionero y el curandero se había establecido un tácito acuerdo: Siorakidsok podía continuar curando a los enfermos a su modo e influyendo en los cambios del tiempo y en la caza, siempre que no trabara la actividad de Kohartok. El decrépito curandero hasta se había empeñado en recomendar a todos la nueva doctrina, con la condición de que Kohartok advirtiese a la grey que ayudar a los viejos, en lugar de abandonarlos al hielo, era cosa grata a Dios, especialmente cuando se trataba de curanderos venidos a menos: condición que el misionero no tuvo dificultad en aceptar, con lo cual convenció a Siorakidsok de que la religión cristiana era un doctrina verdaderamente noble y elevada.

El viejo, glotón impenitente, siempre era el primero en acudir al llamado e iba a la Misión transportado por sus nietas; cuando terminaba la conferencia, se hacía despertar y, después de haber juntado las últimas migajas y limpiado la azucarera, se ponía a conversar con Kohartok sobre temas más o menos profundos.

En muchas comunidades indígenas, misioneros demasiado celosos de sus deberes habían chocado con el curandero local; pero Kohartok era suave como la luna y Siorakidsok, suficientemente sabio para dejar en paz a quien lo dejaba vivir. A ninguno de los dos le importaba si una herida se trataba con tintura de yodo o con estiércol de conejo, ya que ambos métodos resultaban igualmente eficaces y puesto que, frente a casos más graves, los dos hombres eran igualmente impotentes. De esta suerte, la blanca navecilla de la doctrina cristiana avanzaba con las velas hinchadas, por la pequeña rada.

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