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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (67 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Pero este caso era el más raro. El tipo de los hombres distinguidos que formaban el fondo del salón de Guermantes era el de unas gentes que habían renunciado voluntariamente (o creyéndolo así, por lo menos) a lo demás, a todo lo que era incompatible con el espíritu de los Guermantes, con la cortesía de los Guermantes, con ese encanto indefinible, odioso a todo «cuerpo», por poco centralizado que esté.

Y los que sabían que, en otro tiempo, uno de estos contertulios del salón de la duquesa había ganado la medalla de oro en la Exposición; que el otro, secretario de la Conferencia de los abogados, había tenido unos comienzos resonantes en la Cámara; que el tercero había servido hábilmente a Francia como encargado de negocios, hubieran podido considerar como fracasadas a las gentes que no habían vuelto a hacer nada desde hacía veinte años. Pero esos «informados» eran poco numerosos, y los mismos interesados hubieran sido los últimos en recordarlo, por encontrar esos antiguos títulos de ningún valor, en virtud, precisamente, del espíritu de los Guermantes, ya que éste hacía que se tachase de pelmazo, de pasmarote, o bien, por el contrario, de hortera, a determinados ministros eminentes, el uno un tanto solemne, el otro amigo de los juegos de palabras, cuyas alabanzas cantaban los periódicos, pero al lado de los cuales bostezaba la señora de Guermantes y daba muestras de impaciencia si la imprudencia de un ama de casa le había dado al uno o al otro por vecino. Puesto que ser un estadista de primer orden no era, ni mucho menos, una recomendación para con la duquesa, aquellos de sus amigos que habían presentado su dimisión en la «carrera» o pedido su separación del ejército, que no habían vuelto a presentarse al Parlamento, juzgaban, al ir todos los días a almorzar y charlar con su grande amiga, al encontrarse con ella en casa de las Altezas a quienes, por lo demás, tenían en poca estima —eso decían ellos, por lo menos—, que habían escogido para sí la mejor parte, bien que su aspecto melancólico, aun en medio de la animación, contradijese un tanto el fundamento que pudiera tener tal juicio.

Fuerza es reconocer, además, que en la delicadeza de vida social, en la ligereza de las conversaciones entre los Guermantes había, por tenue que fuese, algo real. Ningún título oficial valía en aquel medio lo que el aliciente de ciertos amigos preferidos de la señora de Guermantes, a los que no hubieran podido lograr atraer a su casa los ministros más poderosos. Si en aquel salón habían quedado enterradas para siempre tantas ambiciones intelectuales, e incluso tantos nobles esfuerzos, de sus cenizas, a lo menos, había nacido la más rara floración de mundanidad. Evidentemente, había hombres de talento, como Swann, por ejemplo, que se consideraban superiores a los hombres de valía, a los que desdeñaban; pero es que lo que la duquesa de Guermantes ponía por encima de todo no era la inteligencia; era, según ella, esa forma superior, más exquisita, de la inteligencia elevada hasta una variedad verbal del talento: el ingenio. Y en otro tiempo, en casa de los Verdurin, cuando Swann juzgaba a Brichot y a Elstir, al uno como un pedante, al otro como un mamarracho, no obstante todo el saber del uno y todo el genio del otro, lo que le había hecho clasificarlos así era la infiltración del espíritu de los Guermantes. Jamás se hubiera atrevido a presentar al uno ni al otro a la duquesa, imaginándose de antemano con qué cara hubiera acogido las parrafadas de Brichot, los necios chistes de Elstir, ya que el espíritu de los Guermantes encasillaba las frases prolongadas y pretenciosas del género serio o del género bromista en la más intolerable imbecilidad.

En cuanto a los Guermantes según la carne, según la sangre, si el espíritu de los Guermantes no se había enseñoreado de ellos tan por completo como ocurre, por ejemplo, en los cenáculos literarios, en que todo el mundo tiene la misma manera de pronunciar, de enunciar, y, por vía de consecuencia, de pensar, no es, evidentemente, porque la originalidad sea más vigorosa en los círculos mundanos y ponga en ellos obstáculos a la imitación. Pero la imitación tiene por condiciones no sólo la ausencia de una originalidad irreductible, sino, además, una relativa finura de oído que permita discernir primero lo que se imita luego. Ahora bien, había algunos Guermantes a los que les faltaba este sentido musical casi tanto como a los Courvoisier.

Tomando como ejemplo el ejercicio que se llama, en otra acepción de la palabra imitación, «hacer imitaciones» (lo que se llamaba entre los Guermantes «caricaturizar»), de nada servía que la señora de Guermantes las hiciese admirablemente: los Courvoisier eran tan incapaces de darse cuenta de ello como si hubieran sido una bandada de conejos, en lugar de hombres o mujeres, porque nunca habían sabido observar el defecto o el acento que la duquesa trataba de remedar. Cuando «imitaba» al duque de Limoges, los Courvoisier protestaban: «¡Oh!, no, no habla así, de todos modos; todavía ayer noche cené con él en casa de Bebeth; estuvo hablando conmigo toda la noche; no hablaba así»; mientras que los Guermantes un poco cultos exclamaban: «¡Pero qué gracia tiene esta Oriana! ¡Lo grande es que, mientras le imita, se parece a él! Me parece estarlo oyendo. ¡Oriana, imite otro poco a Limoges!». Ahora bien, estos Guermantes (aun sin llegar a los que eran francamente notables, que, cuando la duquesa imitaba al duque de Limoges, decían con admiración: «¡Ah!, la verdad es que es usted el duque clavado», o «que eres»), por más que careciesen de ingenio según la señora de Guermantes (que en eso estaba en lo cierto), en fuerza de oír y de repetir las ocurrencias de la duquesa habían llegado a imitar, bien que mal, su manera de expresarse, de juzgar, lo que Swann hubiera llamado, como el duque, su manera de «redactar», hasta presentar en su conversación algo que a los Courvoisier les parecía espantosamente similar al ingenio de Oriana, y que era tratado por ellos de ingenio de los Guermantes. Como esos Guermantes eran para ella no sólo parientes, sino admiradores, Oriana (que mantenía rigurosamente aparte al resto de su familia y se vengaba ahora con sus desdenes del malquerer que esa misma familia había tenido para ella cuando estaba soltera) iba a verles a veces, generalmente en compañía del duque, en el buen tiempo, cuando salía con su marido. Estas visitas eran un acontecimiento. A la princesa de Epinay, que recibía en su espacioso salón de la planta baja, le palpitaba un poco más aprisa el corazón cuando distinguía desde lejos, cual los primeros resplandores de un inofensivo incendio a las «señales» de una invasión que no se espera, cruzando lentamente el patio, con paso obligado, a la duquesa, tocada con un sombrero arrebatador e inclinando una sombrilla de que llovía una fragancia estival. «¡Hombre, Oriana!», decía, como un «alerta» que trataba de avisar con prudencia a sus visitantes, y para que tuvieran tiempo de salir en orden, de que evacuasen los salones sin pánico. La mitad de las personas presentes no se atrevían a quedarse, se levantaban. «No, no, pero ¿por qué? Siéntense ustedes; encantada de tenerles conmigo un ratito más», decía la princesa con expresión de naturalidad y desembarazo (por dárselas de gran señora), pero con voz de fingimiento. «A lo mejor tienen ustedes que hablar». «Bueno, si es que tiene usted prisa… Ya iré a verla», respondía la señora de la casa a aquellas que tanto le complacía ver marcharse. El duque y la duquesa saludaban muy cortésmente a unas gentes a las que veían allí desde hacía varios años, sin que por ello las conociesen más, y que apenas les saludaban a ellos, por discreción. No bien se habían retirado, cuando el duque hacía amablemente algunas preguntas a cuenta de ellas, para hacer ver como que se interesaba por la calidad intrínseca de las personas a quienes no recibía en su casa por culpa del destino o por el estado de los nervios de Oriana. «¿Quién era esa señora menudita del sombrero rosa?». «¡Pero, primo, si la ha visto usted muchas veces! Es la vizcondesa de Tours, una Lamarzelle». «¿Pues sabe usted que es bonita? Parece inteligente; si no tuviera un defectillo en el labio superior, sería sencillamente encantadora. Si es que hay un vizconde de Tours, no debe de aburrirse. Oriana, ¿sabe usted en quién me han hecho pensar esas cejas y la disposición del pelo? En su prima Hedwige de Ligne». La duquesa de Guermantes, que se consumía desde el momento en que hablaban de la belleza de otra mujer que no fuera ella, dejaba decaer la conversación. No había contado con el gusto que tenía su marido por hacer ver que estaba perfectamente al tanto de la gente a quien no recibía, con lo que creía mostrarse más serio que su mujer. «Pero —decía de pronto con fuerza— ha pronunciado usted el nombre de Lamarzelle… Recuerdo que cuando estaba yo en el Parlamento pronunció un discurso notabilísimo…». «Era el tío de la joven que acaba usted de ver». «¡Ah, qué talento! No, hijita —decía el duque a la vizcondesa de Egremont, a la que no podía soportar la señora de Guermantes, pero que, como no salía de casa de la princesa de Epinay, donde se rebajaba voluntariamente al papel de doncella (sin perjuicio de pegarle a la suya cuando volvía a casa), se quedaba, confusa, desconsolada, pero se quedaba, cuando la pareja ducal estaba allí, le quitaba los abrigos, trataba de hacerse útil, les ofrecía, por discreción, que pasasen a la habitación inmediata—, no haga usted té para nosotros; charlemos tranquilamente; somos gente sencilla, a la pata la llana. Además —añadía, volviéndose a la señora de Epinay (dejando a la de Egremont sonrojada, humilde, ambiciosa y solícita)—, sólo podemos concederle a usted un cuarto de hora». Ese cuarto de hora estaba ocupado íntegramente por algo así como una exposición de las ocurrencias que había tenido la duquesa durante la semana y que ella, por su cuenta, no hubiera citado seguramente, pero que el duque, con extraordinaria maña, mientras parecía sermonearla a propósito de los incidentes que las habían provocado, la llevaba como involuntariamente a repetir.

La princesa de Epinay, que quería a su prima y sabía que ésta tenía debilidad por los requiebros, se extasiaba ante su sombrero, ante su sombrilla, ante su ingenio. «Háblele usted de su traje todo lo que quiera —decía el duque con el tono de malhumor que había adoptado y que atemperaba con una sonrisa maliciosa para que no se tomase en serio su descontento—, pero ¡por los clavos de Cristo!, no de su ingenio; nada se perdería con que no tuviera yo una mujer tan ingeniosa. Probablemente hace usted alusión al endiablado retruécano que ha hecho a costa de mi hermano Palamedes —añadía, sabiendo perfectamente que la princesa y el resto de la familia ignoraban aún el juego de palabras en cuestión, y encantado de hacer valer a su mujer—. Ante todo, encuentro indigno de una persona que ha dicho a veces, lo reconozco, cosas que estaban bastante bien, hacer pésimos juegos de palabras, pero sobre todo a costa de mi hermano, que es muy susceptible, y si la cosa ha de tener como resultado ponerme a mal con él, ¡sí que vale la pena!». «¡Pero si no sabemos nada! ¿Un juego de palabras de Oriana? Tiene que ser delicioso. ¡Oh, díganoslo!». «No, no —repetía el duque, haciéndose todavía el enfadado, aunque más sonriente—; me alegro de que no lo conozca usted. En serio, quiero mucho a mi hermano». «Oiga usted, Basin —decía la duquesa, para quien había llegado el momento de dar la réplica a su marido—: no sé por qué dice usted que puede molestarle eso a Palamedes; sabe usted perfectamente que es todo lo contrario. Palamedes de sobra es inteligente para atufarse por esa broma estúpida que no tiene nada de ofensiva. Va usted a hacer que crean que he dicho algo malo; lo que he hecho ha sido responder una cosa que no tiene ni pizca de gracia, pero es usted el que le da importancia con su indignación. No lo comprendo». «Nos está usted intrigando terriblemente, ¿de qué se trata?». «¡Oh! ¡Evidentemente, de nada grave! —exclamaba el señor de Guermantes—. Quizá haya usted oído decir que mi hermano quería darle Brézé, el castillo de su mujer, a su hermana la de Marsantes». «Sí, pero nos han dicho que ella no deseaba semejante cosa, que no le gustaba el sitio en que está el castillo, que el clima no le convenía». «Pues bueno, no sé quien estaba diciéndole justamente todo eso a mi mujer, y que si mi hermano le regalaba ese castillo a nuestra hermana no era por darle gusto, sino por hacerla rabiar. ¡Es que Charlus es tan cargante, tan amigo de llevar la contraria!» —decía la persona que se lo contaba a mi mujer
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—. Pero es el caso, como usted sabe, que lo de Brézé es regio, puede valer varios millones, es una antigua tierra del rey; allí está una de las más hermosas selvas de Francia. Ya quisieran muchos que les gastasen bromazos de ese género. Así es que al oír la palabra
cargante
aplicada a Charlus porque regalaba un castillo tan hermoso, Oriana no pudo menos de exclamar, involuntariamente, debo confesarlo; no puso en ello ninguna picardía, porque la cosa fue rápida como una centella: «Cargante, cargante… ¡Vamos, lo que es, es Taquino el Soberbio!». «Como usted comprende, añadía —recobrando su tono de enfado y no sin haber lanzado una mirada circular para juzgar del ingenio de su mujer— el duque que, por otra parte, era bastante escéptico tocante al conocimiento que de la historia antigua tuviese la señora de Epinay, como usted comprende, es por Tarquino el Soberbio, el rey de Roma; la cosa es estúpida, es un pésimo juego de palabras, indigno de Oriana. Y luego, yo, que, si tengo menos talento que mi mujer, soy más circunspecto que ella, pienso en las consecuencias; si da la mala suerte de que le repitan eso a mi hermano, habrá que ver la que se arma. Tanto más —añadió— cuanto que como justamente Palamedes es muy arrogante, está muy en alto y es también muy puntilloso, muy inclinado a los comadreos, aun prescindiendo de la cuestión del castillo, hay que reconocer que lo de Taquino el Soberbio le cae bastante bien. Eso es lo que salva las frases de esta señora, que hasta cuando quiere rebajarse a vulgares aproximaciones sigue siendo ingeniosa a pesar de todo, y pinta bastante bien a la gente».

Así, gracias una vez a lo de Taquino el Soberbio, otra vez a otro dicho, estas visitas del duque y de la duquesa a su familia renovaban la provisión de relatos, y la emoción que habían causado duraba todavía mucho después de la partida de la mujer ingeniosa y de su empresario. Primero era el regalarse, en unión de los privilegiados que habían asistido a la fiesta (las personas que se habían quedado), con las frases que había dicho Oriana: «¿No conocía usted lo de Taquino el Soberbio?», preguntaba la princesa de Epinay. «Sí —respondía sonrojándose— la marquesa de Baveno; la princesa de Sarsina (La Rochefoucauld) me había hablado de ello, aunque no precisamente en esa forma. Pero ha debido de ser mucho más interesante oírlo contar así delante de mi prima», añadía, como hubiera dicho de oírlo acompañar por el autor. «Hablábamos de la última ocurrencia de Oriana, que estaba aquí ahora mismo», decían a una visitante que iba a sentirse desolada por no haber llegado una hora antes. «¿Cómo, que estaba aquí Oriana?». «Sí; con que hubiera venido usted un poco más pronto…» —le respondía la princesa de Epinay, sin reproche, pero dando a entender todo lo que se había perdido por su torpeza. Ella tenía la culpa si no había asistido a la creación del mundo o a la última representación de madama Carvalho—. «¿Qué me dice usted de la última frase de Oriana? Lo que es a mí, confieso que me parece muy bueno lo de Taquino el Soberbio» —y la frase se saboreaba todavía, fiambre, al día siguiente, en el almuerzo, entre los amigos íntimos a quienes se invitaba para eso, y reaparecía con diferentes salsas durante toda la semana—. Incluso la princesa, al hacer esa semana su visita anual a la princesa de Parma, aprovechaba la ocasión para preguntar a Su Alteza si conocía la frase, y se la contaba. «¡Ah, Taquino el Soberbio!», decía la princesa de Parma, desmesuradamente abiertos los ojos por una admiración
a priori,
pero que imploraba un suplemento de explicaciones a que no se negaba la princesa de Epinay. «Confieso que lo de Taquino el Soberbio me gusta infinitamente como redacción», concluía la princesa. En realidad, la palabra redacción no venía ni poco ni mucho a pelo tratándose de este juego de palabras; pero la princesa de Epinay, que tenía la pretensión de haberse asimilado el ingenio de los Guermantes, había tomado de Oriana las expresiones «redactado, redacción», y las empleaba sin mucho discernimiento. Ahora bien, la princesa de Parma, que no veía con muy buenos ojos a la señora de Epinay, a la que encontraba fea, sabía avara y creía malintencionada, fiándose de los Courvoisier, reconoció la palabra «redacción», que había oído pronunciar por la señora de Guermantes y que ella sola no hubiera sabido aplicar. Tuvo la impresión de que era, en efecto, la redacción lo que constituía el encanto de «Taquino el Soberbio», y sin olvidar del todo su antipatía hacia la dama fea y avara, no pudo defenderse contra un sentimiento tal de admiración respecto de una mujer que hasta ese extremo poseía el talento de los Guermantes, que quiso invitar a la princesa de Epinay a la Opera. Lo único que la detuvo fue el pensamiento de que acaso conviniera consultar primero a la señora de Guermantes. En cuanto a la señora de Epinay, que, harto diferente de los Courvoisier, hacía mil arrumacos a Oriana y la quería, pero estaba celosa de sus amistades y un tanto irritada por las bromas que la duquesa le gastaba delante de todo el mundo a cuenta de su avaricia, contó, al volver a su casa, el trabajo que le había costado a la princesa de Parma comprender lo de Taquino el Soberbio, y que ya hacía falta que fuese
snob
Oriana para admitir en su intimidad a semejante pava. «Lo que es yo, nunca hubiera podido tratar asiduamente a la princesa de Parma, aunque hubiese querido —dijo a los amigos que tenía a cenar—, porque el señor de Epinay jamás me lo hubiera permitido, por su inmoralidad —haciendo alusión a ciertos desbordamientos puramente imaginarios de la princesa—. Pero aun cuando hubiese tenido un marido menos severo, confieso que no me hubiera sido posible. No sé como hace Oriana para estarla viendo a cada paso. Yo voy allá una vez al año, y mi buen trabajo me cuesta llegar hasta el final de la visita». En cuanto a aquellos de los Courvoisier que se encontraban en casa de Victurniana en el momento de la visita de la señora de Guermantes, la llegada de la duquesa los ponía generalmente en fuga, por la exasperación que les causaban las «zalemas exageradas» que se hacían a Oriana. Sólo uno se quedó el día de Taquino el Soberbio. No comprendió el chiste, aunque sí, de todas maneras, a medias, porque era instruido. Y los Courvoisier se dedicaron a repetir que Oriana había llamado al tío Palamedes «Tarquino el Soberbio», cosa que, según ellos, lo pintaba bastante bien. «Pero ¿a qué armar tanto ruido a cuenta de Oriana? —añadían—. No se hubiera hecho más por una reina. En fin de cuentas, ¿qué es Oriana? No digo que los Guermantes no sean de añeja estirpe, pero en nada les ceden los Courvoisier, ni en cuanto a figuras ilustres, ni en cuanto a antigüedad, ni en cuanto a entronques. No hay que olvidar que en el campo de la Tela de Oro, al preguntarle el rey de Inglaterra a Francisco I cuál era el más noble de los señores allí presentes: ‘
Sire,
respondió el rey de Francia, es Courvoisier’.» Por lo demás, aunque todos los Courvoisier se hubieran quedado, las ocurrencias de Oriana les habrían dejado tanto más insensibles cuanto que los incidentes que generalmente las hacían nacer hubieran sido considerados por ellos desde un punto de vista por completo diferente. Si, por ejemplo, una Courvoisier se encontraba con que le faltaban sillas en una recepción que daba, o si se equivocaba de apellido al hablar a una visitante a la que no había reconocido, o si uno de sus criados le dirigía una frase ridícula, la Courvoisier, molesta en extremo, sonrojándose, estremeciéndose con la agitación, deploraba semejante contratiempo. Y cuando tenía una visita y Oriana iba a ir a su casa, decía en tono ansioso e imperiosamente interrogante: «¿La conoce usted?», temiendo, si la visita no la conocía, que su presencia causase mala impresión a Oriana. Pero la señora de Guermantes tomaba, por el contrario, de tales incidentes ocasión para relatos que hacían reír a los Guermantes hasta saltárseles las lágrimas, de modo que se veía uno obligado a envidiarla porque le hubiesen faltado sillas, por haber cometido o dejado cometer a su criado una torpeza, por haber tenido en su casa a alguien a quien nadie conocía, como se ve uno obligado a felicitarse de que los grandes escritores hayan sido tenidos aparte por los hombres y traicionados por las mujeres cuando sus humillaciones y sufrimientos han sido, si no el aguijón de su genio, por lo menos la materia de sus obras.

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