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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (64 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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El mismo genio de la familia presentaba a la señora de Guermantes la posición de las duquesas, por lo menos de las primeras de entre éstas, y como ella multimillonarias, el sacrificio, hecho a unos tés aburridos, a unas cenas fuera de casa, a unas reuniones, de unas horas en que hubiera podido leer cosas interesantes, como necesidades desagradables análogas a la lluvia, y que la señora de Guermantes aceptaba ejercitando a cuenta de ellas su gracejo criticón, pero sin llegar hasta buscar las razones de su aceptación. El curioso efecto de la casualidad de que el mayordomo de la señora de Guermantes dijera siempre: «la señora duquesa» a esta mujer que sólo creía en la inteligencia no parecía chocarle a ella, sin embargo. Nunca había pensado en rogarle que la llamase «señora» simplemente. Llevando la buena voluntad hasta sus límites extremos, hubiera podido creerse que, distraída, oía tan sólo el «señora», y que el apéndice verbal que se añadía a esto no era percibido. Sólo que, si se hacía la sorda, no era muda. Y es el caso que cada vez que tenía algún encargo que dar a su marido, decía al mayordomo: «le recordará usted al señor duque…».

El genio de la familia tenía, por lo demás, otras ocupaciones; por ejemplo, hacer hablar de moral. Desde luego, había Guermantes más particularmente inteligentes, Guermantes más particularmente morales, y no eran de ordinario los mismos. Pero los primeros —hasta un Guermantes que había cometido falsificaciones y hacía trampas en el juego y que era el más delicioso de todos, abierto a todas las ideas nuevas y justas— trataban mejor aún de moral que los segundos, y del mismo modo que la señora de Villeparisis en los momentos en que el genio de la familia se expresaba por boca de la anciana dama. En momentos idénticos se veía de repente a los Guermantes adoptar un tono casi tan anticuado, casi tan bonachón y, debido al hechizo que les era peculiar, más grande, más enternecedor que el de la marquesa, para decir de una sirvienta: «Se ve que tiene buen fondo, es una chica nada vulgar; debe de ser hija de gente bien; indudablemente ha seguido siempre el buen camino». En esos momentos, el genio de la familia se convertía en entonación. Pero a veces era también giro, expresión fisonómica, la misma en la duquesa que en su abuelo el mariscal, una como inaprehensible convulsión (análoga a la de la Serpiente, genio cartaginés de la familia Barca), que varias veces había hecho que el corazón me diese un vuelco, en mis paseos matinales, cuando, antes de haber reconocido a la señora de Guermantes, sentía que me estaba mirando desde el fondo de una lechería. Este genio había intervenido en una circunstancia que había estado lejos de ser indiferente no sólo a los Guermantes, sino a los Courvoisier, parte adversa de la familia y, aunque de tan buena sangre como los Guermantes, el polo opuesto a ellos (los Guermantes explicaban incluso por su abuela Courvoisier el empeño del príncipe de Guermantes de estar siempre hablando de alcurnia y de nobleza como si eso fuera la única cosa que importara). Los Courvoisier no sólo no asignaban a la inteligencia el mismo rango que los Guermantes, sino que ni aun poseían la misma idea de ella. Para un Guermantes (por necio que fuese), ser inteligente era tener una lengua afilada, ser capaz de decir cosas tremendas, de levantar ronchas; era, también, mostrarse a la altura de cualquiera, así a propósito de pintura como de música o de arquitectura, hablar inglés. Los Courvoisier se forman una idea menos favorable de la inteligencia, y a poco que no se perteneciese a su mundo, ser inteligente no andaba lejos de significar: «haber asesinado probablemente a su padre y a su madre». Para ellos, la inteligencia era como la ganzúa gracias a la cual unas gentes a las que no se conocía ni por Eva ni por Adán forzaban las puertas de los salones más respetados, y en casa de los Courvoisier sabían que acababa siempre por costarle a uno caro haber recibido a semejantes «gentecillas». A los insignificantes asertos de las personas inteligentes que no pertenecían al gran mundo oponían los Courvoisier una desconfianza sistemática. Como alguien hubiese dicho una vez: «Pero Swann es más joven que Palamedes». «Por lo menos, eso dice él, y si él lo dice, esté usted seguro de que su interés lleva en ello», había respondido la señora de Gallardon. Es más: decíase a propósito de dos extranjeras elegantísimas a las que recibían los Guermantes, que se había hecho pasar primero a tal de ellas por ser la mayor: «Pero ¿es siquiera la mayor?», había preguntado la señora de Gallardon, no, positivamente, como si esa clase de personas no tuviese edad, sino como si, verosímilmente privadas de estado civil y religioso, de tradiciones seguras, fuesen más o menos jóvenes, como las gatitas de una misma cesta, entre las que sólo podría orientarse en este respecto un veterinario. Los Courvoisier, mejor que los Guermantes, mantenían, por lo demás, en un sentido la integridad de la nobleza, gracias, a la vez, a la pobreza de su espíritu y a la ruindad de su corazón. Así como los Guermantes (para quienes, de las familias reales y de algunas otras como los Ligne, los La Trémoille, etc., para abajo, todo lo demás se confundía en una vaga morralla) eran insolentes con gentes de rancio abolengo que vivían en torno a Guermantes, precisamente porque no paraban atención en esos méritos de segundo orden de que se preocupaban enormemente los Courvoisier, la falta de esos méritos les importaba poco. Ciertas mujeres que no disfrutaban de una condición muy elevada en su provincia, pero que se habían casado brillantemente, ricas, bonitas, estimadas de las duquesas, eran, para París, donde se está poco al corriente de quiénes son «los papás», un excelente y elegante artículo de importación. Podía ocurrir, bien que raras veces, que semejantes mujeres fueran, por conducto de la princesa de Parma o en virtud de su propio aliciente, recibidas en casa de algunos Guermantes. Pero la indignación de los Courvoisier con respecto a ellas no cedía nunca. Encontrarse, de cinco a seis, en casa de su prima a unas gentes con cuyos padres no les gustaba rozarse a los suyos en el Perche, se convertía para ellos en un motivo de rabia creciente y en tema de inagotables declamaciones. Desde el momento, por ejemplo, en que la encantadora condesa de G… entraba en casa de los Guermantes, el semblante de la señora de Villebon cobraba exactamente la expresión que hubiera debido tomar de haber tenido que recitar el verso:

Et s’il n’en reste qu’un, je serai celui-là
[15]

verso que, por lo demás, no conocía. Esta Courvoisier había engullido casi todos los lunes un pastelillo cargado de crema, a unos cuantos pasos de la condesa de G…, pero sin resultado. Y la señora de Villebon confesaba a escondidas que no podía concebir cómo su prima la de Guermantes recibía a una mujer que ni siquiera era de la «buena sociedad de segundo orden» en Châteaudun. «Realmente no vale la pena de que sea tan exigente mi prima en sus amistades; es como para reírse del gran mundo», concluía la señora de Villebon con otra expresión en su semblante, expresión sonriente y zumbona en medio de la desesperación, y sobre la cual hubiera puesto más bien un juego de adivinanzas otro verso que, naturalmente, tampoco conocía la condesa:

Grâce aux Dieux mon malheur passe mon espérance
[16]
.

Por otra parte, adelantémonos a los acontecimientos diciendo que la «perseverancia», rima de «esperanza» en el verso siguiente, que la señora de Villebon tenía de
esnobizar
a la de G… no fue del todo inútil. A los ojos de la señora de G… dotó a la señora de Villebon de un prestigio tal —por lo demás, puramente imaginario— que cuando la hija de la señora de G…, que era la más bonita y la más rica de los bailes de la época, estuvo para casar, la gente se extrañó de verla rechazar a todos los duques. Es que su madre, acordándose de las ofensas hebdomadarias que había sufrido en la calle de Grenelle en recuerdo de Châteaundun, no deseaba realmente más que un marido para su hija: un chico de los de Villebon.

En el único punto en que los Guermantes y los Courvoisier se encontraban era en el arte, infinitamente variado, por lo demás, de señalar las distancias. Las maneras de los Guermantes no eran completamente uniformes en todos ellos. Por ejemplo, todos los Guermantes, aquellos que lo eran verdaderamente, cuando os presentaban a ellos, procedían a una especie de ceremonia, sobre poco más o menos como si el hecho de que os hubiesen tendido la mano hubiera sido tan considerable como si se tratase de armaros caballeros. En el momento en que un Guermantes, aunque no tuviese arriba de veinte años, pero que ya seguía las huellas de sus mayores, oía vuestro nombre pronunciado por el que os presentaba, dejaba caer sobre vosotros, cual si en modo alguno estuviera dispuesto a saludaros, una mirada generalmente azul, siempre de la frialdad de un acero que parecía dispuesto a hundiros en los más hondos recovecos del corazón. Eso es, por otra parte, lo que los Guermantes creían hacer, en efecto, teniéndose todos ellos por psicólogos de primer orden. Pensaban, además, hacer mayor con esa inspección la amabilidad del saludo que iba a seguir y que no habría de seros entregado sino con entero conocimiento. Todo esto sucedía a una distancia de vosotros que, pequeña si se hubiera tratado de un pase de esgrima, parecía enorme para un apretón de manos y le dejaba helado a uno en el segundo caso como lo hubiera hecho en el primero, de modo que cuando el Guermantes, tras una rápida jira por los últimos escondrijos de vuestra alma y de vuestra honorabilidad, os había juzgado dignos de volver a encontraros desde ese instante con él, su mano, dirigida hacia vosotros al extremo de un brazo extendido en toda su longitud, parecía como si os presentase un florete para un combate singular, y esa mano estaba, en suma, situada tan lejos del Guermantes en ese momento, que cuando inclinaba entonces la cabeza resultaba difícil distinguir si era a vosotros o a su propia mano a quien saludaba. Ciertos Guermantes que no tenían el sentido de la medida, o que eran incapaces de no repetirse incesantemente, exageraban, recomenzando esta ceremonia cada vez que volvían a tropezarse con vosotros. Supuesto que ya no tenían que proceder a la indagación psicológica previa para la que había delegado en ellos el «genio de la familia» sus poderes, y cuyos resultados debían tener presentes, la insistencia de la mirada perforadora que precedía al apretón de manos sólo podía explicarse por el automatismo que había adquirido su mirada o por algún don de fascinación que imaginaban poseer. Los Courvoisier, cuyo físico era diferente, habían intentado en vano asimilarse ese saludo escrutador y se habían rebajado hasta dar en la tiesura altanera o en la indolencia rápida. En desquite, de los Courvoisier era de quien parecían haber tomado el saludo de las señoras algunos rarísimos Guermantes del sexo femenino. En efecto, en el momento en que os presentaban a una de éstas, os hacía un gran saludo, en el que acercaba a vosotros, aproximadamente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, la cabeza y el busto, en tanto la parte inferior del cuerpo (que tenía muy larga, hasta la cintura, que hacía de eje) permanecía inmóvil. Pero apenas había proyectado así hacia vosotros la parte superior de su persona, cuando volvía a echarla más allá, hacia atrás, respecto de la vertical, con una brusca retirada de una longitud aproximadamente igual. La subversión consecutiva neutralizaba lo que os parecía que os había sido concedido; el terreno que habíais querido ganar ni siquiera quedaba adquirido; como en términos de desafío, conservábanse las primitivas posiciones. Esta misma anulación de la amabilidad por la repetición de las distancias (que era Courvoisier por su origen y estaba destinada a hacer ver que los anticipos hechos en el primer movimiento no era más que una fiesta de un instante) se manifestaban claramente asimismo, en los Courvoisier como en los Guermantes, en las cartas que uno recibía de ellos, por lo menos durante los primeros tiempos de su trato. El «cuerpo» de la carta podía contener frases que no se escribirían, al parecer, más que a un amigo; pero en vano era que hubieseis creído poder jactaros de serlo de la dama, porque la carta empezaba con un: «Muy señor mío», y acababa con un: «Cuente usted con mi consideración más distinguida». Desde ese momento, entre este frío principio y este fin glacial que cambiaban el sentido de todo lo demás, ya podían sucederse (si era una respuesta a alguna carta de pésame vuestra) las más conmovedoras descripciones de la pena por que la Guermantes había pasado al perder a su hermana, de la intimidad que existía entre ellas, de las bellezas del sitio en que estaba pasando una temporada, de los consuelos que allí encontraba en el encanto de sus hijitos: todo ello no era más que una carta como tantas otras que se encuentran en los epistolarios y cuyo carácter íntimo no llevaba aparejada, sin embargo, más intimidad entre vosotros y la autora de las cartas que si ésta hubiera sido Plinio el Joven o madama de Simiane.

Verdad es que algunas Guermantes le escribían a uno desde las primeras veces: «Mi querido amigo», «amigo mío»; no siempre eran las más sencillas de entre ellas, sino antes las que, como sólo vivían entre reyes y, por otra parte, eran «ligeras», tomaban de su orgullo la certidumbre de que cuanto procedía de ellas era agradable, y de su corrupción, la costumbre de no regatear ninguna de las satisfacciones que podía ofrecer. Por lo demás, como bastaba haber tenido una tatarabuela común en tiempos de Luis XIII para que un Guermantes joven dijese, al hablar de la marquesa de Guermantes: «la tía Adán», los Guermantes eran tan numerosos que aun en estos simples ritos, el del saludo de presentación, por ejemplo, existían multitud de variedades. Cada subgrupo un poco refinado tenía el suyo, que se transmitían de padres a hijos como una receta de vulnerario y como una manera particular de preparar las confituras. Así hemos visto el apretón de manos de Saint-Loup precipitarse como a pesar suyo en el momento en que oía el nombre del que le presentaban, sin participación de la mirada, sin llevar adjunto saludo alguno. Cada desventurado plebeyo que por alguna razón especial —cosa que, por lo demás, ocurría con bastante rareza— era presentado a alguien del subgrupo Saint-Loup, se quebraba los cascos ante este mínimo tan brusco de salutación, que revestía voluntariamente las apariencias de la inconsciencia, para saber qué podía tener contra él la Guermantes o el Guermantes. Y no se quedaba poco asombrado al enterarse de que éste o aquélla habían estimado oportuno escribir especialmente al presentador para decirle cuánto le había agradado uno y que esperaba volverle a ver. Tan particularizados como el ademán mecánico de Saint-Loup eran las morisquetas complicadas y rápidas (que el señor de Charlus juzgaba ridículas) del marqués de Fierbois, los pasos graves y mesurados del príncipe de Guermantes. Pero es imposible describir aquí la riqueza de esta coreografía de los Guermantes por la extensión misma del cuerpo de baile.

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