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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (62 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Si el señor de Guermantes se había dado tanta prisa a presentarme, es porque el hecho de que haya en una reunión alguien desconocido por una Alteza Real es intolerable y no puede prolongarse un segundo. Esta misma prisa era la que Saint-Loup había puesto en hacerse presentar a mi abuela. Por otra parte, en virtud de un resto heredado de la vida de las cortes, que se llama la urbanidad mundana y que no es superficial, sino que en él, por obra de una conversión de lo externo e interno, es la superficie lo que pasa a ser esencial y profundo, el duque y la duquesa de Guermantes consideraban como un deber más esencial que los —descuidados bastante a menudo, cuando menos por uno de ellos— de la caridad, de la castidad, de la piedad y de la justicia el, más inflexible, de no hablar apenas a la princesa de Parma como no fuese en tercera persona.

A falta de haber ido nunca aún en mi vida a Parma (cosa que deseaba desde unas remotas vacaciones de Pascuas), conocer a su princesa, de quien sabía yo que poseía el palacio más hermoso de esa ciudad única en que todo, por lo demás, debía de ser homogéneo, aislada como estaba del resto del mundo, entre los muros bruñidos, en la atmósfera, sofocante como un atardecer de estío sin aire en la plaza de una pequeña ciudad italiana, de su nombre compacto y demasiado dulce, hubiera debido sustituir de repente lo que yo trataba de figurarme por lo que existía realmente en Parma, en una a modo de llegada fragmentaria y sin haberse movido uno del sitio; era, en el álgebra del viaje a la ciudad de Giorgione, como una primera ecuación de esta incógnita. Pero si yo, desde hacía años —como un perfumista a un bloque unido de materia grasa—, había hecho absorber a ese nombre de «princesa de Parma» el perfume de millares de violetas, en cambio, desde que vi a la princesa, que hasta entonces habría estado convencido de que era por lo menos la Sanseverina, comenzó una segunda operación, que en realidad no estuvo acabada hasta algunos meses más tarde, y que consistió en expulsar, con ayuda de nuevos amasamientos químicos, todo aceite esencial de violetas y todo perfume stendhaliano del nombre de la princesa, e incorporar a él, en su lugar, la imagen de una mujercita morena, ocupada en obras de caridad, de una amabilidad tan humilde que en seguida se echaba de ver en qué altanero orgullo tenía su origen. Por lo demás, semejante, salvo algunas diferencias, a las demás grandes damas, era tan poco stendhaliana como, por ejemplo, en París, en el barrio de Europa, la calle de Parma, que se parece mucho menos al nombre de Parma que a todas las calles vecinas y hace pensar no tanto en la Cartuja en que muere Fabricio como en la sala de espera de la estación de Saint-Lazare.

Su amabilidad se debía a dos causas. Una, general, era la educación que esta hija de soberanos había recibido. Su madre (no sólo entroncada con todas las familias reales de Europa, sino, sobre eso —en contraste con la casa ducal de Parma—, más rica que ninguna princesa reinante) le había, desde su edad más tierna, inculcado los preceptos orgullosamente humildes de un esnobismo evangélico; y ahora, cada rasgo del rostro de la hija, la curva de sus hombros, los movimientos de sus brazos parecían repetir: «Acuérdate de que si Dios te ha hecho nacer en las gradas de un trono, no debes aprovecharte de ello para despreciar a aquellos a quienes la divina Providencia ha querido (¡alabada sea por ello!) que fueses superior por el nacimiento y las riquezas. Por el contrario, sé buena para con los pequeños. Tus abuelos eran príncipes de Clèves y de Juliers desde el año 647; Dios ha querido en su bondad que poseyeses tú sola casi todas las acciones del Canal de Suez y tres veces tanto de la Royal Dutch como Edmundo de Rothschild; tu linaje por línea directa ha sido trazado por los genealogistas desde el año 63 de la Era Cristiana; tienes por cuñadas dos emperatrices. Así, no parezca nunca, cuando hables, que te acuerdas de tan grandes privilegios, no porque sean precarios (pues nada puede cambiarse de la antigüedad de la casta, y siempre habrá necesidad de petróleo), sino porque es inútil alardear de que eres mejor nacida que cualquier otra persona, y que la colocación que has dado a tu dinero es de primer orden, puesto que todo el mundo lo sabe. Sé caritativa con los desdichados. Da a todos aquellos que la bondad celestial te ha otorgado la gracia de poner por debajo de ti lo que puedes darles sin descender de tu condición: es decir, socorros en dinero, cuidados de enfermera, inclusive, pero nunca, ni que decir tiene, invitaciones a tus veladas, cosa que ningún bien les haría, pero que, con disminuir tu prestigio, quitaría su eficacia a tu acción benéfica».

Así, aun en los momentos en que no podía obrar el bien, la princesa trataba de demostrar, o, mejor dicho, de hacer creer por todos los signos exteriores del lenguaje mudo, que no se tenía por superior a las personas en medio de las cuales se hallaba. Tenía para cada una esa encantadora cortesía que tienen para con las inferiores les gentes bien educadas, y a cada momento, por hacerse útil, corría su silla con objeto de dejar más sitio, me tenía los guantes, me ofrecía todos esos servicios, indignos de las orgullosas burguesas y que prestan de muy buen grado las soberanas, o, instintivamente y por hábito profesional, los criados viejos.

Ya, en efecto, el duque, que parecía tener prisa por acabar las presentaciones, me había arrastrado hacia otra de las muchachas-flores. Al oír su nombre, le dije que había pasado por delante de su castillo, no lejos de Balbec. «¡Oh, cómo me hubiera gustado enseñárselo!», dijo, casi en voz baja, como para mostrarse más modesta, pero en un tono sentido, penetrado por entero del pesar por la ocasión perdida de un placer especialísimo, y añadió con una mirada insinuante: «Espero que no todo se ha perdido. Y debe decir que lo que más le habría interesado a usted es el castillo de mi tía la de Brancas; fue construido por Mansard; es la perla de la provincia». No era sólo ella la que se hubiese puesto contenta con enseñarme su castillo, sino su tía la de Brancas, quien no hubiera estado menos encantada de hacerme los honores del suyo, según me aseguró esta dama que pensaba evidentemente que, sobre todo en un tiempo en que la tierra tiende a pasar a manos de financieros que no saben vivir, importa que los grandes mantengan las altas tradiciones de la hospitalidad señorial, con palabras que no comprometen a nada. Era, también, porque procuraba, como todas las personas de su medio, decir las cosas que mayor placer podían causar al interlocutor, darle la más alta idea de sí mismo, que creyese que halagaba a aquellos a quienes escribía, que honraba a sus huéspedes, que la gente ardía en deseos de conocerle. Querer dar a los demás esta idea agradable de sí mismos es cosa que existe a veces, a decir verdad, incluso entre la misma burguesía. Encuéntrase, en ella, esta disposición benéfica, a título de cualidad individual compensadora de un defecto, no, ¡ay!, en los amigos más seguros, pero sí, por lo menos, en los compañeros más agradables. Florece, en todos los casos, completamente aislada. En una parte importante de la aristocracia, por el contrario, este rasgo de carácter ha dejado de ser individual; cultivado por la educación, sostenido por la idea de una grandeza propia que no puede temer humillarse, que no conoce rivales y sabe que por diversión puede hacer dichosos a algunos y se complace en hacerlos tales, ese rasgo ha pasado a ser el carácter genérico de una clase. Y aun aquellos a quienes defectos personales demasiado opuestos impiden conservarlo en su corazón, llevan la huella inconsciente de él en su vocabulario o en su gesticulación.

—Es una mujer muy buena —me dijo el señor de Guermantes de la princesa de Parma— y que sabe ser «gran señora» como nadie.

Mientras me presentaban a las mujeres, había un caballero que daba numerosas muestras de agitación: era el conde Aníbal de Bréauté-Consalvi. Por haber llegado tarde, no había tenido tiempo de informarse acerca de los comensales, y al entrar yo en el salón, viendo en mí un invitado que no formaba parte de la sociedad de la duquesa y que debía, por consiguiente, de tener títulos realmente extraordinarios para penetrar en aquel círculo, instaló su monóculo bajo el arco cimbrado de su ceja, pensando que eso le ayudaría mucho a discernir qué clase de hombre era yo. Sabía que la señora de Guermantes tenía, patrimonio precioso de las mujeres verdaderamente superiores, un «salón»; es decir, que agregaba a veces a las gentes de su mundo alguna notabilidad que acababa de destacarse con el descubrimiento de un remedio o con la producción de una obra maestra. El barrio de Saint-Germain estaba todavía bajo la impresión de haberse enterado de que la duquesa no había tenido reparo en invitar a la recepción en honor del rey y la reina de Inglaterra al señor Detaille. Las mujeres inteligentes del barrio se consolaban difícilmente de no haber sido invitadas, con lo deliciosamente interesadas que hubieran estado en acercarse a aquel extraño genio. La señora de Courvoisier pretendía que también había asistido el señor Ribot, pero eso era una invención destinada a hacer creer que Oriana trataba de hacer nombrar embajador a su marido. En fin, para colmo de escándalo, el señor de Guermantes, con una galantería digna del mariscal de Sajonia, se había presentado en el
foyer
de la Comedia Francesa y había rogado a la señorita Reichemberg que fuese a recitar versos delante del rey, lo cual se había llevado a cabo y constituido un hecho sin precedentes en los anales del gran mundo. Al recuerdo de tantos eventos imprevistos, que aprobaba, por lo demás, plenamente, por ser también él tanto como un ornamento y, de la misma manera que la duquesa de Guermantes, pero en el sexo masculino, una consagración para un salón, el señor de Bréauté, al preguntarse quién podría ser yo, venteaba un campo vastísimo abierto a sus investigaciones. Por un instante, el nombre del señor Widor pasó ante su espíritu; pero juzgó que era yo muy joven para ser organista, y el señor Widor demasiado poco notable para ser «recibido». Le pareció más verosímil ver sencillamente en mí al nuevo agregado de la Legación de Suecia, del que le habían hablado; y se disponía a preguntarme noticias del rey Oscar, por quien había sido muy bien recibido en diversas ocasiones; pero cuando el duque, para presentarme, le hubo dicho mi apellido al señor de Bréauté, éste, al ver que el tal apellido le era absolutamente desconocido, ya no dudó desde ese momento de que, pues me encontraba allí, no fuese yo alguna celebridad. Oriana, decididamente, no hacía lo que otras, y sabía el arte de atraer a su salón a los hombres que estaban en candelero, en la proporción del 1 por 100, naturalmente, sin lo cual lo hubiera depreciado. El señor de Bréauté empezó, pues, a relamerse de gusto y a husmear con las golosas ventanillas de su nariz, despertado su apetito no sólo por la buena comida de que estaba seguro que iba a gozar, sino por el carácter de la reunión, que mi presencia no podía menos de hacer interesante, y que le proporcionaría a él un sabroso tema de conversación para el día siguiente, en el almuerzo del duque de Chartres. Todavía no estaba seguro hasta el punto de saber si era yo el hombre de cuyo suero contra el cáncer se acababan de hacer experiencias, o el autor cuyo próximo estreno habían ensayado recientemente en el Teatro Francés; pero a fuer de gran intelectual, gran aficionado a las «narraciones de viajes», no cesaba de multiplicar delante de mí las reverencias, los gestos de inteligencia, las sonrisas filtradas por su monóculo, ya fuese con la idea falsa de que un hombre de valor le estimaría más si llegaba a inculcarle la ilusión de que para él, para el conde de Bréauté-Consalvi, los privilegios del pensamiento no eran menos dignos de respeto que los de la alcurnia, o sencillamente por necesidad y dificultad de expresar su satisfacción, ignorante del lenguaje en que debía hablarme, en suma, como si se hubiera encontrado en presencia de alguno de los «naturales» de una tierra desconocida a que hubiera atracado su almadía y con los que, por esperanza del provecho, intentara, sin dejar de observar curiosamente sus costumbres y sin interrumpir las demostraciones de amistad ni lanzar como ellos grandes alaridos, trocar huevos de avestruz y especias por brujerías. Después de haber respondido lo mejor que pude a su alborozo, estreché la mano del duque de Châtellerault, con el que ya me había encontrado en casa de la señora de Villeparisis, de la cual me dijo que era una buena pieza. Era extremadamente Guermantes por lo rubio del pelo, lo corvo del perfil, los puntos en que la piel de la mejilla se altera, todo lo que se ve ya en los retratos que de esta familia nos han dejado los siglos XVI y XVII. Mas como yo no estaba ya enamorado de la duquesa, su reencarnación en un joven carecía de atractivo para mí. Leía el gancho que formaba la nariz del duque de Châtellerault como la firma de un pintor al que hubiera estado estudiando durante mucho tiempo, pero que ya no me interesaba ni poco ni mucho. Luego saludé también al príncipe de Foix, y, para desdicha de mis falanges, que no salieron del trance sino magulladas, las dejé entrar en el torno que era un apretón de manos a la alemana, acompañado de una sonrisa irónica o bonachona, del príncipe de Faffenheim, el amigo del señor de Norpois, y al que, por la manía de los remoquetes propia de este medio, llamaban tan universalmente el príncipe Von, que hasta él firmaba príncipe Von, o, cuando escribía a sus íntimos, Von. Todavía esta abreviatura se comprendía, en rigor, por lo largo del nombre compuesto. Menos cuenta se daba uno de las razones que hacían sustituir «Isabel» (Elisabeth) unas veces por Lilí, otras por Bebeth, lo mismo que en otro mundo pululaban las Kikim. Se explica uno que hubiera hombres, bastante ociosos y frívolos en general, sin embargo, que hubiesen adoptado «Quiou» por no perder tiempo diciendo Montesquiou. Pero no se ve tan claro el tiempo que ganaban con llamar a uno de sus primos Dinand en lugar de Ferdinand. No hay que creer, por lo demás, que los Guermantes, para poner nombres, se atuviesen invariablemente a la repetición de una sílaba. Así, dos hermanas, la condesa de Montpeyroux y la vizcondesa de Vélude, dotadas ambas de una enorme corpulencia, nunca se oían llamar, sin que se molestasen ni poco ni mucho y sin que nadie pensara en sonreír por ello, tan antigua era la costumbre, de otro modo que
Pequeña y Nena.
La señora de Guermantes, que adoraba a la de Montpeyroux, hubiera, de haberse encontrado ésta enferma de gravedad, preguntado con lágrimas a su hermana: «Me han dicho que está muy mal la
Pequeña.
» A la señora de l’Enclin, que llevaba el pelo peinado en bandós que le cubrían por completo las orejas, nunca le llamaban más que
tripa hambrienta;
a veces se contentaban con agregar una
a
al apellido o al nombre del marido para designar a la mujer. Como el hombre más avaro, más sórdido, más inhumano del barrio se llamaba Rafael, su encantadora, su flor, al salir así también del peñasco, firmaba siempre Rafaela; pero estas son solamente simples muestras de reglas innumerables, algunas de las cuales podemos explicar siempre, si se presenta ocasión de ello. Luego pedí al duque que me presentase al príncipe de Agrigento. «¡Cómo!, ¿pero no conoce usted a este excelente Grigri?», exclamó el señor de Guermantes, y dijo mi apellido al de Agrigento. El de este último, tantas veces citado por Francisca, se me había aparecido siempre como una cristalería transparente, bajo la que veía, heridos a la orilla del mar violeta por los rayos oblicuos de un sol de oro, los cubos sonrosados de una ciudad antigua, de que no dudaba yo fuese el mismo príncipe —de paso en París por un breve milagro—, tan luminosamente siciliano y gloriosamente entonado de pátina, soberano efectivo. ¡Ay!, el vulgar abejorro a quien me presentaron y que pirueteó para saludarme con una pesada desenvoltura que creía elegante, era tan independiente de su nombre como de una obra de arte que hubiera poseído, sin llevar sobre sí reflejo alguno dé ella, acaso sin haberle echado nunca una mirada. El príncipe de Agrigento estaba tan por completo desasistido de cosa alguna que fuese principesca y que pudiera hacer pensar en Agrigento, que era cosa de suponer que su nombre, enteramente distinto de él, no ligado por nada a su persona, había tenido la facultad de atraer a sí cuanto de vaga poesía hubiera podido haber en aquel hombre como en cualquier otro, y de encerrarlo, después de esta operación, en las sílabas encantadas. Si la operación se había efectuado, había sido, de todos modos, bien hecha, puesto que ya no quedaba ni un átomo de encanto que extraer de este pariente de los Guermantes. De suerte que resultaba ser al mismo tiempo el único hombre del mundo que fuese príncipe de Agrigento, y acaso el hombre que menos lo era del mundo. Sentíase, por lo demás, muy dichoso de serlo, pero como un banquero es feliz por tener numerosas acciones de una mina, sin cuidarse, por otra parte, de si esa mina responde al bonito nombre de «mina Ivanhoe», o de «mina Malvarrosa», o si se llama solamente la mina «Primero». A todo esto, mientras acababan las presentaciones —tan largas de relatar, pero que, comenzadas desde mi entrada en el salón, no habían durado más que unos instantes— y la señora de Guermantes, en un tono casi de súplica, me decía: «Estoy segura de que Basin le fatiga a usted con llevarle así de una en otra; queremos que conozca usted a nuestros amigos, pero lo que queremos sobre todo es no cansarle, para que vuelva por aquí con frecuencia», el duque, con un ademán bastante torpe y timorato, dio (cosa que bien hubiera querido hacer desde hacía una hora, colmada para mí por la contemplación de los Elstir) la señal de que se podía servir la cena.

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