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Authors: Lois Lowry

Tags: #Cienica ficción , Juvenil

El mensajero (4 page)

A Mati le pareció notar una sombra de tristeza en los ojos de Líder, a pesar de su cálida sonrisa. Muchas personas de Pueblo —Mati incluido— tenían recuerdos tristes de su niñez.

—He querido decir que recuerdo que había muchos peces, y que yo tenía la sensación de que no iban a acabarse nunca. Yo pensaba que podía tirar mi sedal una y otra y otra vez, y que siempre habría peces. Ahora no es igual. Pero, Líder…

Líder lo miró y esperó.

—Las cosas parecen más cuando eres pequeño. Parecen más grandes, y las distancias más grandes. ¿La primera vez que llegué aquí atravesando el Bosque? El viaje me pareció eterno.

—Desde donde tú partiste, Mati, el viaje dura días.

—Sí, ya lo sé. Aún dura días, pero ahora no me parece tan largo. Porque soy mayor, y más alto, y he ido de acá para allá una y otra vez, y conozco el camino y no tengo miedo. Por eso me parece más corto.

Líder soltó una risita.

—¿Y la pesca?

—Bueno —reconoció Mati—, tengo la impresión de que no hay tanta como antes, pero quizá sea porque entonces era pequeño y los peces parecían interminables.

Líder dio unos golpecitos con la punta de su pluma en el escritorio mientras reflexionaba.

—Quizá sea por eso —dijo después de un instante. Se levantó. De una mesa situada en un rincón de la sala recogió una pila de papeles grapados.

—¿Mensajes? —preguntó Mati.

—Mensajes. Voy a convocar una reunión.

—¿Sobre la pesca?

—No. Ojalá fuera sobre eso. Sería más sencillo.

Mati recogió la pila de mensajes que debía entregar. Antes de dirigirse hacia la escalera para marcharse, sintió la obligación de decir:

—Pescar nunca ha sido fácil. Tienes que usar el cebo adecuado, ir al lugar preciso y tirar del sedal en el momento justo, porque si no el pez puede librarse del anzuelo, y no todo el mundo sabe hacerlo, y…

Cuando ya había salido, seguía escuchando la risa de Líder.

* * *

Entregar todos los mensajes le llevó la mayor parte del día. No era un trabajo difícil. Él prefería los más arduos, cuando le equipaban con comida, le entregaban un cargamento de paquetes y le encomendaban entregarlos en lugares lejanos al otro lado del Bosque. Hacía dos años que no emprendía un viaje así, y a Mati le gustaban los viajes en los que debía regresar a su antiguo hogar, para encontrarse con sus viejos compinches y dedicarles una sonrisa de superioridad y dar la espalda a quienes habían sido crueles con él. Le habían dicho que su madre estaba muerta. Su hermano vivía aún, y miraba a Mati con más respeto del que jamás le había demostrado, pero ahora eran como extraños. La comunidad donde vivió había cambiado mucho y parecía otra, menos dura que la que él recordaba.

Hoy sólo tenía que recorrer Pueblo y entregar el anuncio de la reunión que se celebraría la semana siguiente. Al leer el mensaje, entendió el interés de Líder por la pesca, y la preocupación que manifestaba.

Hubo una petición —firmada por un considerable número de personas— para cerrar Pueblo a los extranjeros. Habría un debate y una votación.

Esta petición ya se había hecho con anterioridad.

—La rechazamos hace justamente un año —recordó el ciego cuando Mati le leyó el mensaje—. Ahora debe de haber una mayor movilización.

—Todavía queda mucho pescado —señaló Mati—, y los campos están llenos de cosechas.

El ciego arrugó el mensaje y lo tiró al fuego.

—No se trata del pescado ni de las cosechas —dijo—, pero utilizarán eso, por supuesto. La última vez también usaron el argumento de los recursos. Pero la verdad es que…

—¿No hay suficientes viviendas?

—Más que eso. No encuentro la palabra adecuada. Egoísmo, supongo. Cada vez está más presente.

Mati estaba asombrado. Pueblo se había creado justo por eso: por desinterés. Lo sabía por sus estudios y por las historias que había escuchado. Todo el mundo lo sabía.

—Pero en el mensaje (hubiera podido leértelo otra vez si no lo hubieras quemado) decía que, al frente de quienes quieren cerrar la frontera… ¡está Mentor! ¡El maestro!

El ciego suspiró.

—Revuelve un poco la sopa, Mati, por favor.

Obedientemente Mati removió el contenido del puchero con la cuchara de madera, probó las alubias y echó trozos de tomate a la espesa mezcla que hervía. Sin dejar de pensar en su maestro, añadió:

—¡No es un egoísta!

—Sé que no lo es. Por eso resulta todo tan desconcertante.

—Da la bienvenida a todo el que acude a la escuela, incluso a los nuevos que no saben nada, que ni siquiera hablan bien.

—Como tú, cuando llegaste —dijo el ciego con una sonrisa—. No debió de ser fácil, pero te enseñó.

—Y antes tuvo que domarme —reconoció Mati, haciendo una mueca—. ¿Era un salvaje, no?

Veedor asintió.

—Un salvaje. Pero a Mentor le encanta enseñar a quien lo necesita.

—¿Por qué querrá cerrar la frontera?

—¿Mati?

—¿Qué?

—Mentor ha hecho un canje, ¿lo sabías?

Mati pensó en ello.

—Como estamos en vacaciones le veo menos, pero paso por su casa de vez en cuando… —no mencionó a Jean, la hija del viudo maestro de escuela—. No he visto nada nuevo en su casa. Desde luego, una Máquina de Juegos no —añadió con una risita.

Pero el ciego no correspondió a esa risa. Se sentó y se quedó pensativo un momento. Después, con voz apenada, dijo:

—Es mucho más que una Máquina de Juegos.

Capítulo 5

—La hija del maestro me ha dicho que su perra ha tenido tres cachorritos. Puedo quedarme con uno cuando crezca un poco, si quiero.

—¿No es ella la que te prometió el beso? ¿Y ahora, además, un perro? Si yo fuera tú, Mati, me quedaría con el beso.

El ciego sonrió mientras arrancaba una remolacha de la tierra y la metía en el cesto de las verduras. Los dos estaban en el huerto.

—Echo de menos a mi perro. No molestaba.

Mati miró hacia el rincón de la parcela de tierra de su casa, más allá del huerto, hasta divisar la pequeña tumba donde ambos habían enterrado a Palito dos años antes.

—Tienes razón, Mati. Tu perro fue una buena compañía durante años. No estaría mal tener un cachorro por aquí —la voz del ciego era amable.

—Puedo entrenar al perro para que te sirva de guía.

—No necesito que me guíen. ¿Puedes enseñarle a cocinar?

—Todo menos remolacha —contestó Mati, poniendo cara de asco mientras echaba otra a la cesta.

* * *

Pero cuando, por la tarde, fue a la casa del maestro, Mati encontró a Jean consternada.

—Anoche se murieron dos —dijo—. Se pusieron enfermos. Ya sólo queda uno y también está enfermo, como su mamá.

—¿Qué les estás dando?

Jean sacudió la cabeza con desesperación.

—Lo mismo que tomamos mi padre y yo. Infusión de corteza de sauce blanco. Pero el cachorrito es demasiado pequeño para beber, y su madre está muy enferma. Lame un poco y después baja la cabeza.

—¿Puedo verlos?

Jean le condujo al interior de la pequeña casa, y a pesar de su preocupación por los perros, Mati miró en torno mientras la cruzaban, recordando lo que había dicho el ciego. Vio los macizos muebles, limpios y ordenados, y las estanterías llenas de los libros de Mentor. En la cocina, los moldes y los cuencos donde Jean amasaba estaban preparados para hacer sus maravillosos panes.

No vio nada que le diera una pista. Nada superfluo como una Máquina de Juegos, nada frívolo como los muebles de suave tapicería con flecos que una pareja joven y de poco seso que vivía calle abajo había obtenido canjeando.

Por supuesto, existían otras clases de canjes, Mati lo sabía, aunque no lo entendiera del todo. Había oído rumores al respecto. Había canjes que no se veían. Esos eran los más peligrosos.

—Están aquí.

Jean abrió la puerta del cobertizo que habían construido como almacén al fondo de la cocina. Mati entró y se acuclilló junto a la madre, que descansaba sobre una manta doblada. El diminuto cachorro, inmóvil pero respirando, yacía en la curva de la barriga de su mamá, como cualquier cachorrito. Pero un cachorro sano debería haber estado moviéndose y mamando. Éste tendría que estar toqueteando a su madre con las patas para pedirle leche.

Mati conocía a los perros. Los amaba. Tocó suavemente al cachorro con los dedos. Entonces, sobresaltado, retiró la mano de golpe: había sentido dolor.

Curiosamente, le hizo pensar en los rayos.

Recordaba cómo, en su lugar de origen, le habían recomendado siendo muy pequeño, que cuando hubiera tormenta se metiera en la casa. Había visto partirse y ennegrecerse un tronco al recibir la descarga de un rayo, y sabía que lo mismo podía pasarle a una persona: la luz y la energía calorífica te atravesaban para llegar a la tierra.

Mirando por la ventana había visto enormes relámpagos desgarrar el cielo y había olido el olor sulfuroso que a veces dejaban tras ellos.

Había un hombre en Pueblo, un granjero, que se había quedado de pie en el campo con su arado vigilando las oscuras nubes que se cernían sobre él, con la esperanza de que la tormenta pasara de largo. El rayo le encontró allí y, aunque el granjero sobrevivió, olvidó todo lo que sabía excepto el salvaje poder que le había atravesado aquella tarde. Ahora los vecinos cuidaban de él y lo ayudaban en las faenas de la granja, porque se había quedado sin fuerzas: se las había llevado la misteriosa energía que vivía en el rayo.

Mati había experimentado esa sensación —ese pulsante poder, como si dentro de él tuviera la potencia del relámpago— en el claro, en un día soleado sin rastro de tormenta.

Después había intentado olvidarlo, no pensar en ese día, porque le amedrentaba y lo obligaba a guardar un secreto, cosa que no quería hacer. Pero al poner su mano sobre el cachorrito enfermo, Mati supo que era el momento de volver a probar.

—¿Dónde está tu padre? —preguntó a Jean. Quería quedarse solo.

—Ha ido a una reunión. ¿Sabes lo que han pedido?

Mati asintió. Bien. El maestro no estaba por los alrededores.

—No creo que le importe mucho la reunión. Sólo le interesa ver a la viuda de Suministrador. La está cortejando —Jean hablaba con divertida afectación—. ¿Tú te crees? ¿Cortejando a su edad?

Necesitaba que la chica se fuera.

—Tienes que ir a casa de Herborista, necesito milenrama.

—¡Tengo milenrama en el jardín! ¡Justo detrás de la puerta! —replicó Jean.

Él no necesitaba milenrama, en realidad no. Lo que necesitaba era que Jean se fuera. Mati pensó con rapidez.

—¿Menta? ¿Melisa? ¿Hierba gatera? ¿Tienes todas esas?

Ella meneó la cabeza.

—Hierba gatera no. Si mi jardín atrajera a los gatos, los perros montarían un escándalo. ¿Verdad que sí, pobrecita mía? —dijo dulcemente, agachándose para susurrar a la perra agonizante. Acarició el lomo del animal, pero la perra no levantó la cabeza. Sus ojos empezaban a nublarse.

—¡Ve! —le dijo Mati con urgencia en la voz—. Trae lo que te he pedido.

—¿Crees que eso servirá de algo? —preguntó Jean dudosa. Dejó de acariciar a la perra y se levantó, pero seguía dudando.

—¡Ve de una vez! —ordenó Mati.

—No es necesario que uses ese tono, Mati —dijo ofendida. Dio media vuelta con mucho brío y se marchó. Él apenas oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Preparándose para la dolorosa conmoción que iba a cruzar su cuerpo, Mati colocó la mano izquierda sobre la perra adulta y la derecha sobre el cachorro e imploró que vivieran.

* * *

Una hora después, Mati se dirigía trabajosamente a su casa, agotado. En casa de Mentor, Jean alimentaba a la perra y se reía con las gracias del cachorrito, todo vitalidad.

—¡Quién hubiera pensado que esa combinación de hierbas iba a funcionar tan bien! ¡Es asombroso! —dijo encantada, observando cómo revivían las criaturas.

—Ha sido cuestión de suerte.

Dejó que Jean creyera que todo lo habían hecho las hierbas. Estaba tan absorta con la mejoría súbita de los animales que ni siquiera advirtió la debilidad de Mati. Éste se sentó con la espalda apoyada en la pared del cobertizo y la miró mientras los atendía. Pero su visión era ligeramente borrosa y le dolía todo el cuerpo.

Por último, cuando recuperó un poco las fuerzas, se obligó a ponerse en pie y se marchó. Por fortuna su casa estaba vacía. El ciego había salido, y Mati se alegró. Veedor hubiera notado que algo estaba mal. Siempre percibía esas cosas. Decía que la atmósfera de la casa se transformaba, como si el viento cambiara, en cuanto Mati contraía un simple resfriado.

Y esto era mucho peor. Atravesó la cocina, entró tambaleándose en la habitación y se tumbó en la cama, respirando con dificultad. Nunca se había sentido tan débil, tan exhausto. Excepto cuando curó a la rana…

«La rana era más pequeña», pensó. «Pero se sintió igual».

Se había encontrado a la ranita por casualidad, en el claro. No había ninguna razón para ir allí aquel día; sólo quería estar solo, lejos de Pueblo, y había ido al Bosque para alejarse de todo, como hacía a veces.

Iba descalzo y había pisado la rana; se asustó.

—¡Lo siento! —dijo apesadumbrado, y se agachó para recogerla—. ¿Te encuentras bien? Deberías haber saltado cuando me oíste venir.

Pero la rana no se encontraba bien ni hubiera podido escapar de un salto. No había sido la pisada de Mati lo que le había hecho daño; Mati lo vio enseguida. Otro animal (Mati pensó que quizá un zorro o una comadreja) le había infligido una herida terrible a esa cosita verde, y la rana estaba medio muerta. Una pata colgaba, casi arrancada del cuerpo, pendiente sólo de un colgajo de tejido desgarrado. En la palma de su mano, la rana se estremeció y exhaló su último aliento.

—Alguien te ha dejado hecha polvo —dijo Máti. El chico era comprensivo, pero práctico. La dura existencia y la muerte rápida de las criaturas del Bosque era ley de vida—. En fin, te prepararé una tumba bonita.

Se arrodilló en la tierra musgosa para excavar un hoyo con las manos. Pero cuando intentó colocar el cuerpecito en el fondo, sintió una conexión con él que no tenía sentido. Una especie de poder doloroso surgía de su mano, se fundía con la rana y los mantenía unidos.

Confuso y alarmado, trató de arrancarse de la mano el rígido cuerpo de la rana, pero le fue imposible. Una vibración dolorosa los enganchaba. Entonces, después de un momento, cuando Mati estaba aún de rodillas, perplejo, el cuerpo de la rana se movió.

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