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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El maleficio (14 page)

—Habrá guardias de la bruja por todos los alrededores de la torre-ojo —protestó Trimak—. Más aún en un momento como este.

—Dudo que sean muchos —dijo Morpet—. Lo último que Dragwena sospecha es que lancemos un ataque en este momento. Y en especial un ataque dirigido en su contra. La mayoría de los soldados neutranos están todavía en las cuevas. Es probable que haya muy pocos en el mismo palacio.

—¿A qué estamos esperando? —dijo Grimwold—. He querido matar a esa vieja bruja desde siempre.

—Nuestro objetivo debe ser liberar a Raquel —dijo Morpet— Dragwena disfrutaría con un enfrentamiento directo. Debemos distraerla de algún modo.

—Quizá la bruja misma esté dirigiendo la batalla en las cuevas —sugirió uno de los sarrenos.

Morpet dijo con serenidad:

—No. Dragwena sabe que la batalla ya está ganada. Trabajará con Raquel de inmediato. El sueño mágico ya la ha preparado a medias. Raquel no ha estado conmigo el tiempo suficiente para desarrollar sus defensas. La bruja no tardará mucho en vencer su resistencia.

Los sarrenos levantaron sus armas y retomaron su marcha con solemnidad por el túnel serpenteante.

Dentro de la torre-ojo, Dragwena sonreía a Raquel.

Luego sacó de su vestido una espada afilada y le hizo un corte en la palma de la mano.

Raquel dio un brinco hacia atrás cerrando la mano con fuerza.

—¿Qué me has hecho?

Las cuatro filas de dientes de Dragwena le sonrieron al mismo tiempo.

—He hecho que comience el hechizo transformador. Pronto empezarás a parecerte a mí.

La bruja se escurrió hacia el otro lado de la habitación y encendió una larga y delgada vela. Grabado en la cera había un círculo y, en su interior, una estrella de cinco puntas. La vela parpadeaba con una fría luz verdosa. La bruja se retiró hacia una silla y dejó a Raquel de pie, sola, en el centro de la habitación. Por unos minutos solo se miraron la una a la otra, sin hablar, mientras la bruja besaba la cabeza de la serpiente que llevaba al cuello y Raquel se frotaba la mano intentando decidir qué hacer. Podía oír que fuera pasaban algunas personas por el pasillo y que murmuraban órdenes. A sus espaldas, la ventana verde de la torre-ojo daba a los edificios del palacio, pero sabía que no había esperanza de huida en esa dirección.

Contra todo pronóstico, Raquel se sintió relajada. La herida de la mano ya no le dolía. Respiraba hondo. La vela despedía un delicioso perfume. Respiró el aire, poco consciente de que la mayor parte del humo se dirigía hacia su nariz y su boca. Bostezó… y aflojó el cuerpo. ¿Por qué se sentía cansada? Parpadeó con energía tratando de mantenerse despierta, puesto que reconocía esa sensación: era como en su última visita a la torre-ojo. Sin embargo, se sintió incapaz de vencerla, igual que antes.

La víbora de Dragwena se desenrolló poco a poco de su cuello y levantó la cabeza. Raquel intentó en vano volver el rostro para evitar su mirada.

La serpiente avanzó y retrocedió con pereza, tocando sus párpados con la lengua. Finalmente, Raquel no pudo impedir que se le cerraran los ojos. Con un enorme esfuerzo separó los labios, pero el sonido tardó una eternidad en emerger de su boca.

—¿Qué… me… está… ocurriendo?

—¿Ocurriendo? —replicó Dragwena como si no ocurriese nada—. No pasa nada. Solo estamos aquí sentadas, tú y yo, tan tranquilas.

Raquel luchó para recuperar el control de su mente. Sabía que tenía que dejar de respirar el humo. «Debo apagar la vela», pensó. Forzó sus músculos tiesos para intentar moverlos.

Finalmente se dio cuenta de que
no quería
moverse. Cualquier posibilidad de resistirse a la bruja se había desvanecido. Un agradable calorcillo se le extendió por el cuello y los hombros. La garganta y los labios le hormigueaban. Se relajó completamente olvidándose de Eric, de los sarrenos y de la bruja. Quedó tendida en el suelo y se sumió en un profundo sueño. Cuando despertó, la habitación estaba idéntica. Dragwena la miraba con amabilidad y tenía la serpiente enredada de nuevo alrededor del cuello.

—Aquí estamos —dijo Dragwena—. ¿Te sientes mejor ahora?

Raquel trató de asentir con la cabeza.

—Verás —dijo Dragwena con amabilidad—, no soy una criatura tan terrible, después de todo.

¿Criatura terrible? Raquel se preguntó a qué se refería.

—Podemos hablar, si te parece —dijo Dragwena—. Podemos hablar con la mente.

—Ajá.

Los labios de Dragwena se cerraron.

—¿Puedes oírme?

—Sí.

—¿Recuerdas a tus amigos?

La imagen de unos niños llegó a su mente. No los reconoció.

—¿Te acuerdas de los sarrenos que te secuestraron?

¿Sarrenos? La palabra no tenía para Raquel significado alguno y, en consecuencia, poco le importaba. Lo único importante era escuchar la voz cadenciosa de la mujer.

—Estos sarrenos han contado algunas mentiras sobre mí —dijo la bruja—. También han intentado asesinarte. Te rescaté cuando Morpet trataba de matarte. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas cuando intentó matarte?

La imagen de un enano que sostenía un cuchillo sobre su garganta surgió en la mente de Raquel. Vio a Dragwena correr para arrebatarle el cuchillo de la mano.

Raquel sonrió en su interior.

—Gracias.

—No hay de qué —replicó Dragwena, e hizo una pausa a sabiendas de que Raquel ya estaba bajo su poder y solo necesitaba que le dieran un nuevo propósito a sus sobresalientes dones.

—Eres una niña especial —explicó Dragwena—. Quiero que te quedes conmigo para siempre. Gobernaremos juntas, tú y yo. Mi reino es tan grande que necesitaré de toda tu ayuda. Compruébalo por ti misma…

De pronto, Raquel se vio a sí misma volando por el silencioso y profundo espacio. Un enorme sol resplandecía a sus espaldas y collares de estrellas se apiñaban alrededor de su cuello y de sus hombros. Llevaba un vestido negro y, al levantar el cuello, una serpiente con los ojos de color rojo rubí le acarició la barbilla. Raquel miró hacia abajo. Vio que allí giraba un pequeño planeta con nubes blancas y deslumbrantes océanos azules. Voló con facilidad hacia él, sin sentir ni el viento ni el frío, rozó la superficie de sus mares y arroyos y se remontó sobre montañas y planicies con los brazos extendidos. Adondequiera que volaba, enormes ejércitos de niños la seguían peleando entre sí por un sitio para verla pasar y gritar su nombre.

—¡Raquel! ¡Raquel! —coreaban elevando sus espadas afiladas.

Sintió un suave contacto. Dragwena volaba a su lado: sus manos se rozaban.

—¿Gobernarás conmigo? —preguntó Dragwena.

Raquel se dio cuenta de que, felizmente, no deseaba ninguna otra cosa. Sonrió mientras su serpiente se enredaba con la de Dragwena en el saludo formal entre brujas…

En ese momento, una reyerta que se producía fuera de la torre-ojo distrajo a Dragwena. Los guardias neutranos, sorprendidos de improviso, se lanzaron a proteger la habitación. Siguió una batalla feroz que terminó con el grito de los sarrenos al lanzarse contra la gruesa puerta de la cámara.

Raquel, inmersa todavía en su feliz trance, no prestó mayor atención.

La puerta reverberó al ser aporreada sin cesar. Al final, incluso sus enormes bisagras no pudieron resistir el violento ataque y el marco cayó hecho pedazos. Al hacerlo, una ráfaga de aire frío entró de repente en la habitación y apagó la vela.

Raquel se despertó poco a poco de su aturdimiento y miró hacia la entrada.

De pie, flanqueado por sus hombres, se encontraba Grimwold.

En una mano empuñaba una enorme espada; en la otra, un cuchillo. Ambas estaban cubiertas de sangre. Los neutranos de la bruja, muertos, yacían afuera.

—He venido a matarte, Dragwena —soltó entre dientes.

Dragwena miraba sus espadas, divertida.

—¿Pretendes matarme con eso? —preguntó—. Para matar a una gran bruja debes usar espadas mágicas, bendecidas por los propios magos. ¿Lo sabías?

—¡No me importa! —vociferó Grimwold—. Te mataré o moriré en el intento.

Los tres sarrenos saltaron sobre ella. Dragwena levantó un dedo como por casualidad y apareció una pared, verde y transparente, que la separaba de ellos. Grimwold cargó contra la pared. En cuanto la punta de su espada golpeó la superficie, el arma salió disparada hacia la palma de la bruja. Grimwold observó, asombrado, cómo Dragwena, con la mayor serenidad, lanzaba la espada a un lado sin tocarla.

—Creo que he visto suficientes armas por hoy —dijo—. Voy a dar la bienvenida a tus valientes hombres a mi manera.

Frunció los delgados labios que cubrían sus cuatro hileras de dientes y les envió un beso. Como en cámara lenta, el beso abandonó la boca de Dragwena y avanzó perezoso hacia los hombres. Al golpear contra la pared transparente, se difundió en su interior con rapidez, dando vueltas. Los sarrenos se miraron entre sí, confundidos.

Raquel había tratado de recuperar la voz con desespero.

—E-escapad —balbuceó—. ¡Huid de aquí!

Grimwold miró a Raquel reparando en ella por vez primera.

—La niña-esperanza —dijo, mirándola maravillado.

En el interior de la pared, el beso formó remolinos iracundos, como preparando su ataque.

—¡Corred, ahora! —gritó Raquel—. ¡Corred!

—Demasiado tarde —suspiró la bruja burlándose de los sarrenos.

De pronto, Grimwold comprendió. Arrastró a sus hombres hacia la puerta abierta pero, al darse la vuelta, el beso rasgó la pared transparente y los lanzó contra el suelo de piedra del pasillo.

Los sarrenos cayeron al suelo, unos sobre otros, con las espadas rotas.

—¡No! —gimió Raquel.

Dragwena no le hizo caso y se dirigió a inspeccionar los cuerpos de los hombres.

Raquel contuvo las lágrimas. Sabía que esa podía haber sido su única esperanza de escapar. Tenía que transformarse enseguida mientras Dragwena estaba distraída. ¿En qué debía transformarse? En algo muy pequeño, para no ser vista. Su mente voló. ¡Una mota de polvo! Sí, podía resultar…

Al transformarse, en un instante colocó a otra Raquel en la habitación. Dragwena examinaba todavía a los sarrenos, con una sonrisa en el rostro. Bien. No se había dado cuenta. Raquel se convirtió en una mota casi invisible, increíblemente ligera, tan liviana que la más mínima brizna de aire podía levantarla. Flotó y se dejó transportar hacia la puerta abierta de la cámara.

La bruja perdió interés por los sarrenos. Miró con suspicacia a la falsa Raquel.

—¡Háblame! —le ordenó Dragwena.

Raquel trató de hacer que la falsa Raquel hablara pero ¡era tan difícil conseguirlo e imaginarse a la vez como una mota de polvo! Flotó despacio hacia la salida. Los ojos de Dragwena se abrieron enormes al comprender de inmediato. Metió la mano dentro de sus vestidos y sacó una espada curva, con la que apuñaló a la falsa Raquel en el corazón.

La verdadera Raquel gritó: un grito humano, fuerte y agónico, que reveló su posición.

Casi desmayada de miedo, Raquel se proveyó de alas y voló frenéticamente hacia abajo, por la escalera empinada y serpenteante, en busca de una ventana. Tenía que haber una salida…

Un zumbido de aire susurró arriba: Dragwena volaba hacia ella. La enorme lengua emergía de la boca de la bruja como para probar el aire y detectar la presencia de Raquel. Al mismo tiempo, un impulso repentino en la mente de Raquel le sugirió que recuperara su forma de niña. Dejó que su cuerpo de polvo comenzara a
destransformarse
.

«¡No!», pensó Raquel, aferrándose con furia a su actual forma.

Una ventana… ¡cerrada! Sin embargo, había una ranura en el marco a través de la cual podía colarse. Por un segundo estuvo en medio de una total oscuridad y luego pasó a una oscuridad más ancha, teñida de estrellas.

Un copo de nieve la golpeó como si fuera una avalancha. Raquel se metió dentro del copo; temblaba por el esfuerzo de impedir recuperar su forma de niña.

Echó un vistazo hacia atrás. La ventana había sido abierta. Dragwena estaba allí y extendía un brazo. Raquel trató de escabullirse pero una garra gigantesca se cerró a su alrededor. En ese instante, Raquel sintió que todo lo que había hecho Morpet, todo aquello por lo que habían luchado y muerto los sarrenos había sido en vano.

«¡No! ¡No!», pensó. «Escaparé.
¡Lo haré
!».

Recordó su carrera con Morpet hacia el lago. Se vio a sí misma mirando sus aguas congeladas, lejos de la torre-ojo.

Sintió un fuerte tirón en el estómago y, cuando se atrevió a mirar, no se encontró con el rostro de Dragwena, sino con el destello congelado del lago Ker: estaba cerca de la orilla. A sus espaldas, resonó un aullido de ira que provenía del palacio, a lo lejos, cuando Dragwena cerró en vano el puño en el aire.

Raquel se estremeció cuando los copos de nieve comenzaron a golpearla en la cabeza. No le quedaban fuerzas para recuperar su cuerpo. La nieve seguía cayendo sin parar, sumergiéndola entre copos suaves y muy fríos.

«Me quedaré aquí unos minutos», se dijo a sí misma. «Luego pensaré en lo que debo hacer. Yo…».

El agotamiento cerró los ojos de la mota de polvo.

13
Odisea en la nieve

Era una mañana brillante y fresca en Itrea y un viento ligero apenas mecía las plumas de la enorme águila blanca Ronocoden. A unos quinientos metros por encima de la torre-ojo, volaba en grandes círculos mientras miraba con atención lo que ocurría abajo.

Las gigantescas salidas centrales del palacio estaban abiertas. De allí surgía un vasto ejército de tropas de rastreo de neutranos vestidos para una larga jornada. Se dirigían hacia el norte, hacia las Montañas Raídas. Muchos acababan de luchar con furia contra los sarrenos en los túneles del palacio. Sin embargo, la bruja no les permitió descansar, como tampoco se dio descanso a sí misma. Toda la noche había trabajado en el hechizo que necesitaba. Las tropas neutranas que fluían de las salidas contaban ahora con la ayuda de unos perros de olfato muy sensible, que presionaban los hocicos contra el suelo. Solo un olor llamaba su atención: el olor de la magia, la magia de Raquel. Se desplegaron de manera uniforme en un radio muy amplio. De vez en cuando alguno olisqueaba con ansiedad la nieve, excitado por alguna pista, antes de continuar, impaciente.

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