—Rápido —dijo—. ¡Debemos irnos enseguida!
—Pero no podemos dejar aquí a Eric —insistió Raquel—. Tenemos que llevárnoslo.
—¡No! —Morpet corrió hacia la abertura—. Está bajo el control de Dragwena. No podemos ayudarlo ahora. Ven conmigo.
Salió por la pared y sacó la mano.
—No me iré sin Eric —gritó Raquel—. ¡No lo abandonaré! —mientras intentaba levantar a Eric, él, dormido, la pateaba salvajemente—. Vamos —gruñó Raquel—. ¡Vienes conmigo quieras o no! —arrastró a Eric hasta la salida y lo lanzó a los reticentes brazos de Morpet.
—No podemos llevarlo con nosotros —dijo Morpet desesperado—. Tienes que entenderlo, Raquel. ¡Ahora es el esclavo de Dragwena! ¡Vámonos antes de que sea demasiado tarde!
—¡No sin Eric!
Sin tiempo para discutir, Morpet sujetó con fuerza a Eric con uno de sus brazos y alcanzó a Raquel con el otro.
—¡Lo tengo! ¡Ahora síguenos! ¡Deprisa!
Raquel dio un paso adelante, pero una
ráfaga
de viento la sobresaltó. La puerta principal que conducía a la habitación se había abierto de golpe.
En la entrada estaba Dragwena de pie.
La bruja vio la vía de escape de Morpet y la cerró de un portazo. Raquel lo oyó escapando a todo correr por el túnel mientras gritaba «¡Nos veremos en Punto Joy!
¡Punto Joy!» e
inmediatamente después desapareció el sonido de sus pasos.
Dos guardias neutranos entraron a la habitación junto con la bruja.
—Debes abrir la salida —dijo uno—. Permítenos matar a Morpet.
—No —respondió Dragwena—. No puede escapar. Nos ocuparemos de él más tarde.
Raquel no perdió tiempo. Se imaginó como una espada y voló hacia la cabeza de la bruja, pero antes de que pudiera completar la imagen Dragwena la derribó.
—De eso nada, niña —se burló Dragwena—. ¿Qué tonterías te ha estado enseñando Morpet? Mi magia es más fuerte que cualquier cosa que él sepa. ¿Crees que puedes enfrentarte a mí, niña? ¿Creíste que te permitiría escapar?
—No te dejaré que me uses para herir a nadie —gritó Raquel—. Tendrás que matarme primero, bruja. Mi magia está haciéndose cada vez más fuerte. ¡Ahora puedo luchar contra ti!
Dragwena levantó a Raquel del suelo con los dedos, como si no pesara.
—Pronto querrás estar conmigo para siempre —dijo Dragwena—. No querrás pelear. Olvidarás a todos los demás. Los eliminaré de tu mente.
—¡Te
odio
! —Raquel se debatió para liberarse—. Tú nos has traído aquí, ¿verdad? ¡Las garras negras en el sótano eran tuyas!
La bruja sonrió asintiendo.
—Por supuesto que eran mías, y puedo utilizar muchos otros hechizos terroríficos. Pero eso no importa ahora. Te voy a transformar en mi propia criatura —acarició el cabello de Raquel—. Matarás a montones de niños y te prometo… que
lo disfrutarás
.
Cogiendo a Raquel bajo el brazo, la bruja voló rápidamente desde la habitación por todos los corredores. Todas las puertas se abrieron a su paso. Raquel trató de imaginarse en la orilla del lago Ker de nuevo. Cada vez que lo hacía, una ola de miedo se estrellaba contra su mente dispersando sus pensamientos. La bruja no le permitía concentrarse ni un segundo.
En pocos minutos salieron de los corredores y entraron en Worraft; atravesaron su entrada y se dirigieron hacia arriba. Un viento helado golpeó el rostro de Raquel y así se dio cuenta de que estaban afuera. Las estrellas brillaban por encima de su cabeza. Levantó los ojos y miró hacia arriba. En lo alto, la luminosa ventana verde de la torre-ojo se elevaba sobre ellas.
Después de que Dragwena cerrara la puerta de escape, Morpet corrió por el angosto túnel para salvar su pellejo y el de Eric, que estaba todavía medio dormido. Unos minutos después, contuvo la respiración para detenerse a escuchar, pues pensaba que Dragwena y un ejército de neutranos estarían persiguiéndolos. Como no oyó nada, se dejó caer en el suelo, a salvo al menos por el momento.
—Tonto —se enfadó consigo mismo dando golpes en la pared—. Se suponía que tú ibas a protegerla. Ahora Dragwena tiene a Raquel y nunca podrás recuperarla.
Eric, al fin despierto del todo, lo miraba temeroso.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Dónde está Raquel?
Morpet presionó sus pulgares para sentirle el pulso, pero no percibió en su interior huella alguna de la magia de Dragwena. El encantamiento implantado por la bruja, ahora lo comprendía, debía de haber sido superficial, de los que desaparecen tan pronto uno se despierta. Morpet gimió. ¿Por qué no había pensado antes en revisar al niño de manera más adecuada? Eric era el espía perfecto, la mejor trampa para que Dragwena pudiera encontrar a Raquel y a los sarrenos. «Todo el tiempo», pensó, «quizá mucho antes de que llegara Raquel, Dragwena ya sabía de mi traición». La bruja había usado a Raquel y a Eric para deshacerse del escondite de los sarrenos y para atraparlos juntos bajo el palacio, un lugar donde podían ser asesinados con facilidad.
«Me confié demasiado», se dio cuenta. «Creí que podía ocultar mis pensamientos a la bruja. ¡Raquel sabía que estaba equivocado!».
Se obligó a serenarse porque tenía claro que debía ayudarla lo más pronto posible y aprovechar cualquier oportunidad de recuperarla. Levantó a Eric y se dirigió a toda velocidad hacia el fondo de las profundas cuevas en las que se escondía Trimak. Al acercarse oyó sonidos angustiados: gritos de hombres y el estallido del metal.
Tenía lugar un combate cuerpo a cuerpo.
Morpet se acercó y sacó su propia espada corta. Nunca antes la había usado en una batalla real. No se había molestado en afilarla durante años. Con una última puerta de por medio, se podían oír las voces con toda claridad. Una voz más grave, la de Trimak, vociferaba órdenes desesperadas.
—Debemos entrar —dijo Morpet a Eric—. Pero no seré capaz de protegerte si tengo que pelear en un combate cuerpo a cuerpo. De modo que debes mantenerte detrás de mí, muy cerca. Si me hieren, debes buscar a otros sarrenos para que te cuiden lo mejor que puedan. ¿Me entiendes?
Eric asintió con la cabeza, muy asustado.
Morpet pensó con amargura: «Gracias a mi estupidez, ya no existe un lugar seguro, chico».
Puso a Eric tras él y empujó la puerta con el hombro.
Empuñó con fuerza el mango de su espada.
Y se unió a la pelea.
Raquel iba a toda prisa, agarrada por el brazo-garra negro de la bruja, en dirección a la torre-ojo. Conforme se elevaban por los aires, un viento punzante tiraba con fuerza de sus cabellos mientras el resto de los edificios del palacio comenzaba a desaparecer a sus pies. El rostro de Dragwena brillaba de éxtasis. Sostenía a Raquel con un brazo flexionado; el otro apuntaba hacia el frente como el cañón de un revólver, deslizándose a través del aire nocturno.
Raquel sabía que se le acababa el tiempo. Intentó usar su magia para escabullirse de la garra de la bruja, pero cada vez que empezaba a formar un hechizo le caían sobre el rostro los cabellos-culebras de la cabeza de la bruja, que la asfixiaban e interrumpían su concentración.
—¿Crees que tu magia infantil puede afectar a una verdadera bruja? —dijo Dragwena—. Yo gobierno sobre toda la magia de este mundo. Nada que hagas podría dañarme nunca.
Raquel pateaba y se retorcía, impotente, oprimida por la poderosa garra de la bruja.
Dragwena subió aún más, hacia la elevada ventana verde de la torre-ojo. Volaron hacia los cristales. Raquel temió que se estrellaran, pero los cristales no se hicieron añicos. Sencillamente se licuaron por un segundo para permitirles la entrada.
Una vez dentro, Dragwena arrojó a Raquel al suelo. Sangraba un poco por el costado, donde la bruja le había clavado las uñas. Sin hacer caso del dolor, miró hacia la ventana, lista para saltar, pero el grueso cristal verde ya había vuelto a ser sólido.
Se oyó un tímido golpe en la puerta.
—Entrad —gruñó Dragwena.
Tres soldados neutranos entraron vacilantes en la habitación e hicieron una reverencia.
—¿Qué averiguasteis sobre Morpet? —preguntó Dragwena.
—Todavía no hay ninguna noticia de esa escoria —dijo uno de los hombres—. Pero no podrá esconderse por mucho tiempo. Nuestros hombres luchan contra los pocos sarrenos que quedan. Somos diez veces más que ellos. Hay guardias en todas las salidas de la cueva. Los estamos cazando, uno a uno.
Dragwena se frotó las manos, con expresión jubilosa.
—Matadlos a todos —dijo—. Quiero que los encontréis y que los destruyáis a todos y cada uno. Quemad sus cuerpos. Prended a sus familias y a cualquiera que sea sospechoso de ayudarlos. No habrá más sarrenos —abofeteó al soldado neutrano—. ¡Enseñaré a tu pueblo una lección que jamás olvidará!
El soldado asintió y se dio la vuelta para marcharse.
—¡Espera! —le espetó Dragwena—. Di a tus hombres que habrá una recompensa especial si me traen la cabeza de Morpet antes de que termine el día. Quiero que encuentren al traidor. Si he leído correctamente al niño, ahora es más alto que cualquiera que hayáis visto antes, es guapo y tiene —¡oh, sí!— brillantes ojos azules. Asegúrate de que se dan prisa en cazarlo.
La bruja se relajó un poco, colocó ambos brazos a los costados y señaló a Raquel.
—Escucha con atención —le siseó entre dientes—. La niña y yo no debemos ser molestadas durante una hora. Informa a tus guardias y a mis sirvientes.
Bajo ninguna circunstancia
debemos ser interrumpidas.
Tan pronto como los soldados neutranos salieron, la bruja saltó hasta el otro lado de la habitación y abofeteó con fuerza a Raquel.
—Pues bien, niña —dijo—, creo que ya has jugado lo suficiente con Morpet y sus amigos. Muy pronto estarán muertos, si no lo están ya. Lo he retrasado más que suficiente. Es hora de convertirte en algo útil.
Raquel se arrastró por el suelo huyendo de la bruja.
Dragwena la siguió despreocupada.
—Creo que debemos mejorar tu apariencia —dijo—. ¿Por dónde empezamos? Esos dientecitos, quizá.
Los afilados dientes de la bruja se abalanzaron hacia Raquel.
Morpet atravesó la última puerta a trompicones. La cueva estaba llena de neutranos armados: los soldados entrenados por la bruja. Unos cuantos yacían en el suelo de la cueva, pero el número de sarrenos muertos o heridos era mucho mayor: como no esperaban que hubiera lucha, la mayoría iba sin armas. Los neutranos los estaban despedazando sin piedad. Trimak se mantenía en una línea defensiva con un pequeño grupo de sarrenos que sí tenían espadas. Morpet vio docenas de tropas frescas de neutranos que entraban en la cueva por ambos extremos.
—¡Por aquí! —gritó—. ¡Hay una ruta de escape!
—¿Qué? —dijo Trimak, y entrecerró los ojos para distinguir en la tenue luz de la cueva quién había hablado al tiempo que seguía luchando—. ¿Quién eres?
—¡Morpet! ¡Confía en tus instintos!
Trimak miró al hombre: no era Morpet pero hablaba con su misma voz áspera.
—Soy yo —gritó Morpet—. ¡Raquel ha cambiado mi aspecto!
Vacilante, Trimak ordenó a los sarrenos que siguieran al desconocido.
Los pocos sarrenos que aún no habían sido masacrados acataron la orden al instante y atravesaron la cueva a toda prisa. Un enorme rugido de alarma surgió entre los neutranos que se lanzaron en avalancha sobre Morpet. Cuatro sarrenos armados hasta los dientes lucharon con furia para mantenerlos a raya.
—¡Ve tú! —gritó uno a Trimak—. Nosotros los detendremos tanto como podamos.
—No, Grimwold —gritó Trimak—. ¡Todos debemos irnos de aquí! Este no es el momento de sacrificar tu vida.
—Si este no es un buen momento, ¿cuándo entonces? —tronó Grimwold. Una espada neutrana le hizo una herida profunda en la mejilla. No hizo caso y se concentró en provocar a los soldados de la bruja:
—¡Acercaos! ¡Veamos lo valientes que sois! ¡Lucharé contra todos vosotros!
—¡Obedeced! —ordenó Trimak.
Los últimos sarrenos se deslizaron por la puerta abierta por Morpet. Una vez que escaparon, Grimwold levantó el brazo que tenía libre e hizo un enérgico movimiento sobre su cabeza.
Al instante sus propios hombres se apresuraron hacia la puerta.
Trimak la cerró. Dentro del angosto túnel había ocho sarrenos, además de Morpet, Eric y Trimak. El resto estaban muertos o habían escapado por otro lado. Los supervivientes se sentaron exhaustos: jadeaban y algunos reparaban en sus heridas, ahora que había cesado la batalla. En el interior de la cueva, los neutranos se arrojaron con violencia contra la puerta.
—No tardarán mucho en forzarla —murmuró uno de los sarrenos.
Trimak se volvió hacia Morpet.
—Si eres realmente Morpet —dijo—, serás capaz de sellar la puerta.
Morpet dirigió su palma derecha abierta hacia la entrada y fundió poco a poco la mampostería hasta que la puerta se fusionó con la roca maciza.
Incluso Grimwold, que no se impresionaba con facilidad, miró sorprendido al hombre de cabello color arena.
—El Morpet que conozco es un viejo y feo demonio —dijo—. Debes decirnos quién te hizo guapo. ¡Me gustaría pagarle la consulta!
—¿Dónde está Raquel? —preguntó Trimak.
—Dragwena nos encontró —dijo Morpet—. No pude detenerla.
—¡Entonces tenemos que recuperar a la niña! —le espetó Grimwold—. ¿Adónde conduce este túnel?
—A muchos sitios —dijo Morpet—. La mayoría de las salidas estarán vigiladas. Sin embargo, hay una ruta que solo conocemos Dragwena y yo y que conduce directamente a la torre-ojo. Si actuamos con rapidez, creo que un pequeño grupo podría llegar.