Estaba tan disgustado que no podía pensar en otra cosa; anduvo un rato por la casa dando vueltas a lo sucedido hasta que se le ocurrió ir a tomar el té con Vivian. Necesitaba hablar con alguien y obviamente Vivian era la persona más indicada. Se dijo que, puesto que iba a casarse con ella y la haría partícipe de todos sus dilemas y preocupaciones, bien podía empezar por el de hoy. Además, naturalmente, quería contárselo; era muy dulce, femenina y comprensiva y sabía mucho de las cosas del mundo. Ella sabría aconsejarle sobre la conveniencia de pedir disculpas al señor Snowdon por escrito y, en tal caso, también sabría qué decirle. Tal vez pudieran redactar entre los dos una carta conciliatoria.
Y así iba meditando mientras subía la cuesta. Hacía ya unos días que no había visto a su prometida, concretamente desde la terrible mañana de la interrupción de la clase de historia de la señorita Carter, es decir, el miércoles, y hoy era sábado. ¡Casi tres días sin saber nada de ella! Era curioso que no se hubiera dado cuenta antes. Se preguntó por qué no habría ido ella a verlo como solía, bien por la mañana, cuando trabajaba en el huerto, o bien por la tarde, cuando leía en el estudio. Tal vez tenía mucho que hacer… o a lo mejor había sido por el tiempo espantoso. Si mal no recordaba, había llovido toda la víspera y la mayor parte del día anterior.
Vivian estaba tomando el té frente a la chimenea del salón. Era una escena acogedora. ¡Cuánto se alegraba de que estuviera sola! Fue, ilusionado, a su encuentro.
—Bueno, ¿qué quiere usted? —le preguntó bruscamente.
Solo de verlo le hervía la sangre, porque ya sabía con certeza que lo que Sally le había contado era verdad. Y, lo que es más, en cuanto se puso a hacer averiguaciones, vio que todo el pueblo estaba al corriente de los apuros económicos de Ernest, todo el pueblo menos ella. Corrían toda clase de chismes asombrosos a propósito de la precariedad en que se vivía en la vicaría. Le contaron lo de las suelas agujereadas de los zapatos, que se veían perfectamente cuando decía la letanía, y lo de los tomates de los calcetines, más enormes aún, que la señora Hobday tenía que zurcir una y otra vez, porque el pobre caballero no podía permitirse unos nuevos. Incluso le dijeron que había invertido en unas tijeras, pues se había propuesto cortarse el pelo él solo, con resultados alarmantes, por cierto, para ahorrarse los nueve peniques mensuales de la barbería de Silverstream. Casi todas las tiendas tenían alguna anécdota que contar sobre la inexperiencia del pobre vicario, en lo que a ahorrar se refiere. A la señora Goldsmith le compraba panecillos partidos; al señor Harte, sobras de carne, y en el almacén de fruta y verdura de la señorita Clement, las hojas de fuera de la verdura. Naturalmente, tales recursos se los había enseñado la señora Hobday, le dijeron, pues al pobre caballero nunca se le habrían pasado por la cabeza.
Por eso, cuando Ernest entró en el salón con cara de alegrarse mucho de verla y esperando darle también a ella una grata sorpresa, Vivian se puso como un basilisco y, en vez de recibirlo con los brazos abiertos, como esperaba, lo miró como si fuera una especie nueva de babosa particularmente detestable y le preguntó qué quería.
—Hace años que no va a verme —dijo él, ligeramente desanimado por el inesperado recibimiento.
—He descubierto la verdad sobre usted, por si le interesa —dijo Vivian procurando mantener la calma, pero en balde.
—¿La verdad sobre mí?
—Sí.
—Pero si no oculto nada —dijo el pobre Ernest.
—¡Ah, no! No oculta nada, ¿verdad? —replicó Vivian desdeñosamente—. Conque no me ha mentido ni me ha engañado, ¿eh?
—No, nunca —contestó Ernest con un poco de firmeza.
—Creyó que me había engatusado tan ricamente, ¿verdad? —continuó Vivian, más y más acalorada—. Llega aquí dándoselas de rico delante de todo el mundo y presumiendo de trajes buenos y resulta que no tiene un penique, no puede siquiera mandar los zapatos a remendar…
—Ah, ¿es por eso? —dijo Ernest. Empezaba a ver la luz entre la niebla—. Eso tiene una explicación muy fácil, Vivian…
—Sí, es por eso —lo interrumpió ella, furiosa—, por eso, desde luego. ¿Es que le parece poco
?
—Pero Vivian, atienda un momento, puedo explicarle…
—No quiero que me cuente nada más, ya me ha contado más de lo tolerable, estoy harta de oír sus…
—Pero Vivian…
—¡Me subleva que venga aquí! —gritó ella—. Me subleva la mera idea de que venga a mi casa con esa cara de bueno y piadoso, como si fuera un santo en la tierra, y no es más que un impostor… ¡desde el primer día!
—No soy un impostor.
—Es un impostor, un mentiroso y un tramposo. Solo de pensar que se ha atrevido a proponerme matrimonio sin tener ni un penique con que vivir… ¿Por qué voy a querer casarme con usted? ¿Se imagina que me alegraría mucho vivir toda la vida en una mísera vicaría de pueblo, pasando estrecheces y privaciones y contando hasta el último penique? Pues se equivoca. ¿Tan bueno y maravilloso se cree que es que cualquier mujer se enorgullecería de casarse con usted y de zurcirle los calcetines para el resto de sus días? Pues en eso también se equivoca. ¡Se equivoca de cabo a rabo! Me mata usted de aburrimiento —remató rencorosamente—. ¿Lo oye? ¡Me mata de aburrimiento!
Lo oyó, era imposible no oírla, porque levantaba mucho la voz, tanto que resultaba un poco estridente. De pronto notó que le temblaban las rodillas, pues no estaba acostumbrado a esa clase de escenas. La miró horrorizado. ¿De verdad Vivian era esa mujer de mirada dura, voz estridente y mal genio? ¿Era la misma que con tanta comprensión lo escuchaba antes, que le confiaba sus cuitas y sus dudas para que él aliviara su carga? ¿Era ésa la oveja descarriada que había devuelto al redil con tanto orgullo y alegría?
Le había dicho que la mataba de aburrimiento. La aburría. Entonces ¿por qué le había prestado tanta atención e incluso lo había animado a hablar con ella? ¿Por qué había procurado su compañía yendo a verlo a la vicaría e invitándolo a su casa? Y, sobre todo, ¿por qué le había dado palabra de matrimonio? Le parecía una cosa extraordinariamente insólita, no entendía nada, estaba totalmente perdido. Miró a Vivian y le pareció extraña, desconocida, como si no la hubiera visto nunca.
—Entonces era… era porque… porque pensaba que era rico —dijo lentamente. A medida que hablaba, se le iban aclarando las ideas—. ¿Aceptó mi propuesta de matrimonio porque creía que era rico?
A Vivian no le gustó tal forma de expresarlo: sonaba mal, como si fuera ella la que se equivocaba, y no él.
—¡El dinero es necesario, tonto! —dijo con un poco menos de rencor—. ¿Se cree que se puede vivir sin dinero?
—Hace falta tener algo, indudablemente.
—Yo necesito mucho —replicó ella con franqueza—. Solo los idiotas y los imbéciles creen que el dinero no es importante. ¡Pues es lo más importante del mundo! Yo sería completamente feliz si tuviera muchísimo dinero…
—Y un marido que la matara de aburrimiento —remató Ernest. La miró con seriedad y, un poco ansioso, esperó la respuesta.
Vivian soltó una carcajada levemente histérica.
—¡Aunque fuera el mismísimo diablo! —exclamó.
L
a fiesta infantil de los Featherstone Hogg se celebraría la segunda semana de enero. La organizaban todos los años, normalmente el día de Nochebuena, y la
pièce de résistance
era un gran árbol de Navidad profusamente decorado; pero ese año, con el alboroto de
El perturbador de la paz
y la reunión por él motivada, nadie se había acordado.
A la señora Featherstone Hogg no le agradaba nada la fiesta, la toleraba únicamente porque era «obligado» que la casa más importante de la vecindad organizara una fiesta para los niños y porque era la única ocasión en que se podía convencer a lady Barnton, la señora del castillo de Bulverham, de dejarse ver con sus sobrinitas, pues jamás aceptaba las invitaciones a ninguna otra de las muchas fiestas que se celebraban, tanto en casa de la señora Featherstone Hogg como en otras.
La Nochebuena se fue y nadie dijo ni palabra de la fiesta, pero al señor Featherstone Hogg no se le había olvidado. Disfrutaba en compañía de los niños: eran las únicas reuniones sociales que le gustaban de verdad, pero pensó que ese año seguramente Agatha ya había tenido que aguantar bastante y prefirió no sacar el tema. Tal vez organizasen algo en Pascua, cuando su mujer estuviera más tranquila, y, de momento, no dijo nada. Por eso, cuando Agatha se lo recordó, se quedó de una pieza, pues normalmente era él quien tomaba la iniciativa en ese asunto. A pesar de lady Barnton, la fiesta siempre era una contrariedad para ella, decía que era una pesadez, porque los niños hacían mucho ruido y mucho barullo.
Así pues, unos días después de Año Nuevo, cuando Agatha le preguntó de pronto con una afable sonrisa si iban a organizar la fiesta infantil ese año, Edwin, que tenía la vista clavada en la mermelada, pues estaba desayunando, la miró con perplejidad.
—Me pareció que ya habías tenido suficiente ajetreo este invierno, querida —dijo él solícitamente—, y preferí no añadirte una molestia más.
—No hay que ser egoísta —contestó Agatha con una débil sonrisa—; no está bien que los sentimientos propios impidan la diversión de los demás.
—No —dijo Edwin, algo aturdido ante semejante alarde de altruismo.
—No quisiera desilusionar a los niños pequeños solo porque lo estoy pasando mal.
—No —volvió a decir Edwin.
—Los pequeños Bulmer están fuera, desterrados de su hogar por culpa de ese libro infame —continuó Agatha con voz lánguida—, pero podríamos invitar a los gemelos de los Walker, a los pequeños Shearer y a la nieta de la señora Carter, aunque es bastante mayorcita y, desde luego, es muy descarada y maleducada, pero habrá que invitarla de todos modos; y también a lady Barnton y a sus sobrinas, a los Turner y a los Semple de Bulverham…
El señor Featherstone Hogg estaba encantado y no ahondó en los motivos de Agatha. A él le bastaba con celebrar la fiesta y, por lo visto, con menos trastoque del habitual. Era estupendo celebrarla a pesar de todo, siempre se lo pasaba en grande. Los niños daban alegría, le gustaban mucho y a él lo apreciaban; le hacían caso y no lo desairaban por ser pequeño e insignificante, como le pasaba con muchos adultos. Con los niños era como «uno más» y le gustaba serlo. El año anterior se había vestido de Papá Noel y tuvo un éxito tremendo: es más, fue el triunfo de la velada. Este año ya era tarde para hacer de Papá Noel, por supuesto, pero pensaría en otra cosa para darles una sorpresa divertida, algo completamente nuevo. Terminó el desayuno a toda prisa y salió a buscar la «lista» que todos los años guardaba a buen recaudo entre sus documentos, en un cajón de su impecable escritorio.
Sin pérdida de tiempo, fijaron la fecha definitiva y mandaron las invitaciones pertinentes. Agatha puntualizó que los colegios solían reanudar el curso a finales de mes y, por lo tanto, las sobrinas de lady Barnton no tardarían en marcharse, al menos las dos mayores.
A Sarah Walker no le extrañó mucho que su nombre no figurase en la invitación de los gemelos a la fiesta infantil de Las Jarcias. Era poco probable que la invitaran, después de haberse marchado de esa misma casa tan descortésmente aquella tarde. Según la tarjeta de invitación, la señora Featherstone Hogg celebraba una fiesta infantil el 10 de enero y estaría encantada de recibir en ella al señorito Walker y a la señorita Walker, así como a su niñera. «Bueno, de todas formas, Nannie se lo pasará bien —pensó Sarah—, aunque los gemelos no tanto.» Todavía eran pequeños para divertirse en las fiestas y, además, habían asistido a tan pocas que seguramente se emocionarían más de la cuenta y se pondrían muy nerviosos, pero, en fin, Nannie se las arreglaría bien, pues los manejaba mejor que ella, y disfrutaría llevándolos y presumiendo de ellos delante de las demás niñeras, quienes se aburrían en Silverstream por la escasez de niños. Ahora, sin los Bulmer, solo quedaban los pequeños Shearer. Cuando llegó el matrimonio al pueblo y Sarah se enteró de que tenían niños pequeños y una niñera que, por cierto, a la suya le caía bien, se alegró. Afortunadamente a Nannie no le faltaban amigas en Silverstream; además de Dorcas, le gustaban las niñas de los Goldsmith y no despreciaba una charla con Milly Spikes de vez en cuando; pero las niñeras son una raza aparte y, aunque apreciara bastante a esas personas, Nannie no congeniaba del todo con ellas. En cambio, en la fiesta de los Featherstone Hogg se encontraría con otras de su clase y estaría en su elemento. Por lo tanto, el señorito y la señorita Walker aceptaron la amable invitación de la señora Featherstone Hogg prácticamente por el solo bien de su guardiana.
La tarde de la fiesta, el doctor Walker tuvo que ir urgentemente a Bulverham, por lo que no pudo llevar a sus vástagos a Las Jarcias, como habían acordado. Sarah se vio obligada a pedir un taxi; era un poco estrambótico, desde luego, pero, por suerte, en Silverstream no menudeaban las fiestas.
Cinco minutos antes de que llegara el taxi, los gemelos esperaban ya en el salón.
—¡Qué monos están, Nannie! —exclamó Sarah, y abrazó a los dos a la vez.
Nannie le dio la razón. Les había puesto una casaca azul de seda con margaritas blancas bordadas alrededor del cuello y los puños y los había peinado al estilo paje, con los rubios rizos por encima del cuellecito blanco. Llevaban calcetines blancos de seda y zapatos blancos de ante con hebillitas de plata. Nannie estaba orgullosísima de ellos; no se veían todos los días gemelos exactamente iguales, niño y niña, además, y para ella era un honor tenerlos a su cargo; disfrutaba mucho cuando la gente no lograba distinguirlos, sobre todo las demás niñeras, y lo demostraba, y por dentro eso la halagaba mucho. «En realidad, son completamente distintos —decía, riéndose un poco de la broma—. Sé quién es cada cual incluso a oscuras.»
—Ya ha llegado el taxi —dijo Sarah de pronto—. No lo hagas esperar, Nannie. Dile que vaya a recogerte a las seis, a esa hora los niños ya habrán tenido bastante.
Nannie prometió acordarse de decírselo al taxista, puso a cada gemelo su abrigo blanco de piel y se los llevó al coche.
Llegaron a la fiesta cuando los invitados empezaban a sentarse a la mesa. Nannie contó unos quince, más adultos que niños, por supuesto. La señora Featherstone Hogg recibió a los Walker amablemente y buscó dos asientos para que los gemelos se sentaran juntos, porque, separados, nunca estaban contentos.