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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (8 page)

—La oscuridad nos envuelve a todos, pero mientras nosotros, los miembros del sacro colegio cardenalicio, tropezamos con alguna pared por el bien del Sumo Pontífice, Lienart permanece tranquilo en el centro de la estancia.

Para cuando Kronauer finalizó su comentario, el resto de cardenales que le acompañaban se habían alejado para no ser vistos por el poderoso Lienart.

El padre Mahoney, por su parte, como secretario oficial, se encargaba de la agenda privada del cardenal y de sus asuntos paralelos, por definirlos de alguna forma.

Al entrar en el amplio y luminoso despacho oficial del secretario de Estado de la Santa Sede, justo debajo de las estancias del Sumo Pontífice, Mahoney observó una gran actividad debido a la visita del presidente galo.

—¿Me ha hecho llamar, eminencia?

—Sí, padre Mahoney, pase, pase y siéntese mientras reviso los menús para el almuerzo del Santo Padre con el francés.

El cardenal estaba despachando en ese momento con el cocinero jefe del Palacio Apostólico y con su ayudante.

—Veamos, querido Luigi y querida sor Germana, qué nos van a preparar para esta ocasión... —dijo Lienart con cierto aire dubitativo y observando la lista de platos que le acababan de dar—. Como primer plato,
oeufs a la Medici
o
garganelli in brodo con rigaglie,
sopa de pasta con menudillo; como plato principal, truchas cocidas en suave y perfumado escabeche,
pascaline d'agneau a la royale,
cordero relleno, o espetón de carnes asadas con hierbas; como postre proponen arroz con leche endulzado con miel y castañas. Y, finalmente, con el café o el té,
panettone,
dulces vaticanos y huesos de santo. Esto estaría muy bien a juzgar cómo ese político francés está presionando al Vaticano —dijo en voz alta mientras observaba a su secretario y a sor Ernestina esbozar una ligera sonrisa—. Bien, démosle a ese francés
garganelli,
truchas y arroz con leche —ordenó el secretario de Estado.

—Así se hará, eminencia —asintieron a coro el cocinero y la religiosa mientras besaban el anillo cardenalicio y salían de la estancia.

Lienart se levantó de su amplia mesa de trabajo para encaminarse hacia el padre Mahoney. Antes, se dirigió hacia un cuadro que tenía a su espalda y, tras accionar un resorte oculto, puso al descubierto una caja fuerte.

—El cardenal Metz, mi antecesor en el cargo, era muy aficionado a los secretos y a estos detalles de las cajas fuertes detrás de los cuadros —reveló, extrayendo ocho sobres blancos lacrados con el sello del dragón alado, el escudo del cardenal—. Necesito que mañana mismo salga usted hacia estos siete lugares del mundo y entregue personalmente estos sobres a sus destinatarios —ordenó al padre Mahoney.

—Pero, eminencia, el presidente de Francia estará aquí en el Vaticano y... —intentó protestar el secretario.

—No se preocupe por nada. Yo podré ocuparme de ese maldito hereje que apoya la educación pública atea frente a la religiosa. Ese condenado francés acabará también por apoyar el divorcio o el matrimonio entre homosexuales —espetó el secretario de Estado—. Su misión ahora es hacer llegar cuanto antes estos siete sobres a los siete hermanos del Círculo, el octavo es para usted. Deberán reunirse en Venecia y estar preparados para cuando yo les llame.

—Eminencia, así lo haré. Mañana por la mañana saldré hacia mi primer destino.

—No se ofenda ni piense que intento apartarlo de mí. Debe recordar siempre mi lema:
ab insomne non custita dracone,
para ejercer de custodio, el dragón debe permanecer insomne. Lleve mi mensaje ahora, es lo que le pido. Sólo usted puede llevar a cabo esta delicada misión.

El padre Mahoney se puso en pie y, tras hacer una pequeña reverencia, cogió la mano derecha del cardenal y acercó sus labios al anillo que portaba. En su mano sujetaba ocho blancos sobres con el sello de lacre rojo. Los destinatarios eran el padre Lazarus Osmund, en la iglesia castillo de Malbork (Polonia); el padre Demetrius Ferrell, en el santuario de María Auxiliadora de Passau (Alemania); el padre Eugenio Cornelius, en la abadía benedictina de Ettal (Alemania); el padre Marcus Lauretta, en la abadía de Sant'Antimo, en Montalcino (Italia); el padre Septimus Alvarado, en el monasterio de Irache, en Navarra (España); el padre Spiridon Pontius, en el monasterio de Haghartsin, en la Armenia soviética, y el padre Carlos Reyes, en la iglesia de Laja (Bolivia). El padre Mahoney introdujo en el bolsillo de su sotana el octavo sobre con su nombre.

* * *

Ginebra

Sentado a la mesa del elegante Lion D'Or, uno de los mejores restaurantes de Ginebra, con vistas al lago Leman, el hombre pidió un café expreso tras el almuerzo e indicó al camarero que se lo sirviesen en la terraza. Allí, ante la magnífica vista, se sentó y comenzó a hojear su ejemplar del
L'Osservatore Romano.
Miró la portada, con la imagen del Papa recibiendo a una delegación africana. Al llegar a la página cuatro, el hombre leyó algo:
Animus hominis est inmortalis, corpus mortale,
el alma humana es inmortal, el cuerpo es mortal. A continuación se levantó de la silla sin esperar el café y pidió la cuenta.

El hombre indicó al portero del establecimiento que llamase a un taxi. Pocos minutos después llegaba hasta la puerta un Mercedes Benz de color negro con el escudo de la ciudad en sus puertas.

—Buenos días, señor. ¿Adónde le llevo? —preguntó el conductor.

—A la sede del Bayerische und Vereinsbank.

Unos minutos después, el vehículo se detenía ante un edificio de corte clásico del centro de Ginebra. Al entrar en la sede bancaria, una joven recibió al recién llegado tras un mostrador de madera y mármol y después de darle la bienvenida en perfecto alemán, le entregó un cuaderno con nueve casillas en blanco.

El hombre comenzó a escribir de memoria las nueve cifras de la cuenta secreta numerada: 1-1-4-1-7-8-3-1-0. Una vez comprobada la clave, la recepcionista hizo una señal al agente de seguridad que se encontraba a su espalda. El recién llegado fue invitado a entrar en un ascensor que le llevaría hasta la tercera planta subterránea. Al salir fue obligado a apoyar su mano derecha sobre el escáner. Una vez comprobada su identidad, un funcionario del banco lo acompañó hasta la cámara principal de cajas de seguridad. Todo era helvéticamente pulcro. El funcionario extrajo una caja metálica con el número 361 y la trasladó a una pequeña sala. Una vez que entró en el pequeño habitáculo, el funcionario cerró silenciosamente la puerta tras de sí.

En el interior de la caja había tan sólo un sobre lacrado con un texto escrito a mano: «Para el Arcángel». Tras romper el sello de lacre rojo, el hombre sacó una fotografía de una joven muy atractiva de pelo corto y negro caminando por una calle de Venecia y unas instrucciones claras, cortas y concisas. Debía vigilar de cerca a aquella mujer y recuperar un libro con páginas de papiro que tenía en su poder. En el mismo informe aparecía una dirección: Ca' d'Oro, Cannaregio 3932, Venecia.

Seguidamente extrajo de su bolsillo un mechero y, tras prender fuego al papel, lo arrojó a una papelera cercana. El hombre se guardó en el bolsillo interior de su chaqueta la fotografía de la joven, volvió a la superficie y sin pronunciar palabra alguna abandonó el banco y se perdió en las tranquilas calles de Ginebra.

* * *

Venecia

Afdera quería saber más del evangelio de Judas y para ello debía aprenderse de memoria lo escrito por su abuela en el diario que acompañaba al antiguo manuscrito. Necesitaba entender, necesitaba comprender la importancia de aquel libro y cómo había llegado a manos de su abuela.

A su mente acudieron las palabras de San Marcos: «¡Ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». La joven comenzó a leer:

A fínales de 1959, tal vez principios de 1960, Liliana Ramson, marchante de antigüedades de Alejandría que trabajaba como «ojeadora» para mí, se puso en contacto en la ciudad de Maghagha con Abdel Gabriel Sayed, un copto que solía ayudarla a localizar interesantes piezas. Liliana sabía que Sayed estaba siempre a la caza y captura de cualquier reliquia que pudiera vender a sus numerosos contactos en los mercados de El Cairo y Alejandría. Durante este encuentro, Sayed le dijo a Liliana que había tenido en su poder una especie de libro con hojas de papiro y tapas de cuero que había encontrado y vendido recientemente. Liliana no le dio demasiada importancia al comentario debido a que en aquella época no había un mercado de papiros antiguos y por tanto era difícil, casi imposible, calcular el valor de esos documentos antiguos. Liliana me dijo que Sayed la había llevado hasta el mismo lugar en donde había encontrado el libro
.

Afdera detuvo su lectura para pedir a Rosa una taza de té.

Liliana me contó que Abdel Gabriel Sayed vivía en una humilde casa de dos plantas. La segunda todavía no estaba terminada. En la parte de atrás, Abdel criaba dos camellos a los que alimentaba con foul, el típico trigo. Vestía siempre con la tradicional galabiya y con largos chales alrededor de la cabeza. Como tantos otros campesinos de Maghagha, se ganaba la vida haciendo todo tipo de trabajitos. Su casa estaba empapelada de santos. Le gustaba explicar que los coptos eran realmente los primeros pobladores de Egipto. Mientras los cristianos eran perseguidos y masacrados hasta que Constantino los legalizó en el año 313, la nueva religión fue difundiéndose por toda Alejandría. Incluso algún erudito llegó a decir que uno de los doce apóstoles de Jesús falleció en esa ciudad entre los años 60 y 70 de nuestra era. Este dato no ha podido ser demostrado. Cuando los árabes conquistaron la región en el siglo VII llamaban a los nativos gypt, del griego Egyptos, que a su vez proviene de Ha-Ka-Ptah, el nombre que tenía la capital imperial del Antiguo Egipto, Menfis. Por tanto, la palabra 'copto', una derivación de 'gypt', significa Egipto
.

De repente, en mitad del texto, Crescentia había hecho una anotación en el margen dirigiéndose a su nieta;

Debes establecer contacto con Liliana Ramson y con Abdel Gabriel Sayed. Son las primeras pistas en tu largo camino hacia la búsqueda de respuestas
.

Su lectura quedó interrumpida por el sonido del teléfono.

—¿Sí? Dígame —preguntó algo molesta.

—Hola, Afdera, soy Sampson.

—Dime, Sampson, ¿quieres hablar con Assal? —preguntó la joven.

—No seas pesada. Te llamo para darte el contacto que me pediste con la Fundación Helsing.

—Espera que coja lápiz y papel.

—He contactado con Renard Aguilar, el director. Estaría dispuesto a recibirte y escuchar tu propuesta. Ten cuidado con él. Tu abuela decía que era una auténtica serpiente cascabel. Te puede atraer con su cascabel, pero cuando menos te lo esperes, puede morderte. No te fíes. Llámale. Te he organizado una reunión con él para dentro de dos días.

—Perfecto, Sampson, muchas gracias. Te tendré al tanto de todo y, por cierto, durante mi viaje cuida de Assal.

—Intentaré hacerlo, Afdera, y ten cuidado. Lo que llevas en esa caja de plástico es un objeto muy valioso.

* * *

Laja, Bolivia

En Laja, un pequeño pueblecito del altiplano boliviano, el padre Carlos Reyes ayudaba a los indígenas impartiéndoles cursos sobre salud e higiene. Allí, el sacerdote podía recluirse junto a sus «indiecitos», como a él le gustaba llamarlos, y olvidarse de las oscuras misiones que le encomendaba el gran maestre del Círculo Octogonus en defensa de la fe. Reyes supo que algo ocurría cuando Flora Casasaca, una vendedora de mantas de lana, se acercó a la iglesia para indicarle que un hombre alto estaba buscándolo por el pueblo.

Mahoney llevaba horas subido en un avión desde que había salido de Roma. Para él, hacía una eternidad.


Fructum pro fructo
—dijo el secretario del cardenal Lienart.


Silentium pro silentio
—respondió el padre Reyes.

Su iglesia, construida en el siglo XVII, era la más antigua de Bolivia y había sido sede del obispado. Con el tiempo había perdido su esplendor de antaño y sus antiguas calzadas sustituidas por huertos de tomates y lechugas.

—¿Qué te trae por aquí?

—Ya lo sabes. Lo que nos lleva a todos a tener que reunirnos cada cierto tiempo... —respondió Mahoney.

—El odio, la muerte...

—La fe —replicó el enviado de Roma.

—Tú sabes, querido Mahoney, que hace años que la fe se perdió en Roma. Éstos son los únicos que la mantienen intacta —apuntó el sacerdote mientras observaba a varios niños jugando al fútbol con una pelota hecha de trapos cosidos.

—Puede que tengas razón, pero nuestra labor, nuestra misión es lo que permite que ellos —dijo, señalando a los niños— puedan seguir manteniendo intacta su fe. Nosotros somos guerreros de Dios, como lo fueron los cruzados, y nadie les acusó de haber perdido la fe mientras acababan con la vida de los herejes.

—Es curioso que hables de herejes y cuestiones semejantes cuando vienes de Roma.

—Allí también hay herejes. ¿Crees acaso que en las cercanías del Papa no existe la maldad?

—Puede ser, querido amigo, pero estas misiones cada vez se me hacen más duras para el espíritu.

—Tal vez deberías comunicárselo al cardenal Lienart o, si lo prefieres, esta misma noche puedo llamarle a Roma y explicarle cuál es tu punto de vista. —Para tranquilizarlo, el padre Mahoney agarró al padre Reyes por los hombros y añadió—: Créeme, cuando termines esta misión, estoy seguro de que podrás pedirle a su eminencia que te libere de esta labor que a veces llega a ser una dura prueba para nuestra alma y para nuestro espíritu.

—Tal vez. Puede que así sea —admitió el sacerdote, cogiendo el sobre blanco que acababa de entregarle el enviado de Roma—. ¿Quieres quedarte a cenar con nosotros?

—No, muchas gracias. Tengo que marcharme. Aún debo entregar seis sobres más en diferentes lugares de Europa y queda poco tiempo.
Caritas Christi urget nos,
el amor de Cristo nos empuja.


Colere cupio hominem et agrum,
quiero sembrar al hombre y al campo. No lo olvides, padre Mahoney —respondió el padre Reyes.

—No lo olvidaré, padre Reyes.
Fructum pro fructo
.

—Que Dios te acompañe —respondió el sacerdote boliviano.

Mahoney fijó su penetrante mirada en el sacerdote hasta que éste agachó la cabeza y pronunció la respuesta de los miembros del Círculo Octogonus.

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