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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (5 page)

—Eso está hecho, señorita. ¿Cuánto tiempo se quedará con nosotras? —preguntó la sirvienta.

—No lo sé todavía, Rosa. Dependerá de la salud de mi abuela.

—Ahora está descansando, pero ha dicho que en cuanto llegases, te acomodaras en tu habitación. Esta misma tarde quiere hablar contigo a solas —dijo Assal de forma algo misteriosa.

—¿Por qué está aquí Sam? —preguntó Afdera a su hermana.

—Ya sabes que la abuela no hace nada importante si no está Sampson. Llegó ayer de Berna y creo que tiene previsto quedarse una semana. Tiene que entregarte un sobre con ciertos poderes para no sé qué de un banco en Estados Unidos, pero es mejor que te lo explique

la abuela esta tarde —explicó Assal—. Ahora, si quieres, puedes descansar un rato. Estarás cansada del viaje.

—No, no lo estoy. Me daré una ducha e iré a dar un paseo. Tengo ganas de ver cómo está Venecia.

—No ha cambiado nada desde que te marchaste —dijo Assal.

—No ha cambiado nada desde que la fundaron —replicó sonriendo a su hermana, subiendo por las escaleras.

Unas horas más tarde y tras un largo paseo por las callejuelas de Venecia, Afdera regresó a la Ca' d'Oro. Durante toda la tarde, mientras paseaba por sus rincones favoritos, no había dejado de pensar en cuál sería ese misterio que debía contarle su abuela que la había obligado a viajar desde Oriente Próximo en tan sólo unas pocas horas. Sabía que la salud de la anciana no era buena, pero no parecía estar en situación grave. Tanto su hermana Assal como Sampson se mostraban tranquilos.

Cuando llegó al palacio, Rosa la esperaba ya en la entrada.

—Su abuela quiere verla en la biblioteca, señorita Afdera.

—Gracias, Rosa, ya voy —respondió la joven, dirigiéndose a la carrera hacia las escaleras.

Al entrar en la gran biblioteca, Afdera divisó la encorvada figura de su abuela recostada sobre un amplio sofá y tapada con una manta. A su lado se encontraba el abogado revisando documentos y papeles que iba pasando a la anciana para que los firmara.

—Pasa, querida mía, pasa, querida nieta, y siéntate aquí a mi lado —indicó Crescentia mientras golpeaba con la palma de la mano una silla colocada junto a ella—. Antes déjame acabar con estos documentos, así Sampson podrá esperar fuera mientras tú y yo hablamos.

—Cómo no, abuela —respondió, sentándose silenciosamente al lado de la anciana.

Unos minutos después, el abogado colocó ordenadamente todos los papeles y documentos en carpetas de cuero y los introdujo en su maletín. Cuando concluyó, se levantó y, tras dar un pequeño taconazo, se dirigió a la puerta.

—Cómo odio que haga eso —dijo la anciana.

—¿A qué te refieres?

—A esa manía que tiene Sampson de dar un taconazo —reveló su abuela, acercándose a ella para que el abogado no pudiera oírla.

—Es mi parte suizo-alemana —admitió Hamilton desde el otro extremo.

—También odio que parezca que no escucha y en realidad se entere de todo —volvió a decir Crescentia a su nieta.

—Te he oído, Crescentia —dijo el abogado mientras cerraba la puerta de la biblioteca.

Rosa había entrado en ese momento llevando una bandeja de plata con dos tazas de té de naranja, una tetera y pastas. En otro platillo de plata se amontonaban unos cuantos pastelillos de
amaretto
.

—No deberías comer tanto dulce, abuela —le advirtió Afdera.

—¿Y qué le puede pasar a una vieja como yo por un dulce o un bombón? ¿Es que crees que me va a alargar o acortar más la vida? ¡Tonterías! —objetó la anciana después de darle un pequeño mordisco a un pastel de crema de plátano.

Afdera se acomodó en su silla, cogió una de las tazas de porcelana y le preguntó a su abuela:

—¿Vas a contarme de una vez por qué he tenido que viajar tan rápidamente en autobús desde Jerusalén a Tel Aviv, coger un avión desde Tel Aviv a Roma, perder el equipaje en Fiumicino y coger otro avión desde Roma a Venecia?

—Está bien. Te lo contaré, pero debes prestar mucha atención a lo que tengo que decirte —dijo Crescentia con cierto aire de misterio—. Necesito que vayas a Nueva York, entres en un banco, abras una caja de seguridad y retires lo que hay en su interior.

—¿Sólo eso? ¿Y para eso no podías enviar a Assal?

—No. Sólo tú estás preparada para ver y entender lo que hay en el interior de esa caja de seguridad —respondió la anciana sirviéndose otra taza de té.

—¿A qué te refieres, abuela? Assal es experta en arte, igual que yo, y está capacitada para analizar cualquier obra —precisó Afdera.

—Sí, sí, lo sé. Sé que Assal ha hecho un gran trabajo de catalogación aquí, en la Ca' d'Oro. Pero ahora necesito que seas tú quien vaya a ese banco de Nueva York y recojas lo que hay en el interior de esa caja de seguridad. Yo ya soy muy mayor para viajar. Por eso necesito que te encargues tú de hacerlo.

—¿Y no podría ir Sampson? Al fin y al cabo él es un experto en cuestiones jurídicas y yo desconozco ese tema.

—No se trata de eso, querida —dijo Crescentia mientras colocaba la palma de su mano sobre el rostro de su nieta—. El contenido de esa caja es mucho más importante de lo que puedas llegar a imaginar.

—¿Importante para quién?

—Para la cristiandad —respondió la anciana de forma lacónica—. Es un tesoro que debes guardar y proteger. En esa caja hay un libro y un diario muy importante y debes recuperarlos.

—¿Pero qué dice ese libro?

—Prefiero que lo veas tú misma con tus propios ojos. Una vez que lo analices, estaré dispuesta a responder cualquier pregunta que desees hacerme, pero antes debes ver el libro y leer el diario que está con él.

—Vaya, ¡qué misteriosa estás, abuela! —repuso la joven.

—Durante años he guardado un secreto en esa caja de seguridad. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que yo podría esconder en una ciudad de Nueva York uno de los mayores enigmas de la cristiandad. Ha llegado la hora, cuando mi vida se está apagando, de que alguien lleve a cabo una misión que yo, por miedo o por cobardía, dejé abandonada en esa caja de seguridad. Es el momento de que heredes tú esa tarea —le comunicó la anciana mientras agitaba una pequeña campanilla para llamar a Rosa—. Ahora, querida niña, dile a Sampson que entre. Debe darte varios documentos y una llave que necesitarás para tu viaje a Estados Unidos y, por supuesto, no tengo que advertirte de que no te debes fiar de nadie en esta carrera que vas a iniciar.

En ese momento, Rosa entró en la estancia.

—Rosa, mi nieta Afdera viajará a Estados Unidos para llevar a cabo una tarea que le he encomendado. Dile a Sampson que entre —ordenó la autoritaria anciana.

Una vez reunido con ellas, el abogado sacó de su elegante maletín un abultado sobre amarillo de cuyo interior extrajo dos documentos con diferentes sellos notariales y una llave muy parecida a las que se utilizan en las consignas de las estaciones, colgada de una cadena.

—Afdera, aquí está todo. Cuélgate la llave al cuello y no te separes nunca de ella...

—¿Ni siquiera cuando me duche? —preguntó Afdera divertida para ruborizar a Hamilton.

—Ni siquiera cuando te duches—respondió el abogado, mirando fijamente a la joven—. Aquí están los dos documentos notariales expedidos por tu abuela. Uno de ellos es de un notario suizo, en el que te otorga plenos poderes de actuación con respecto a lo que vas a encontrar en el interior de la caja de seguridad. El segundo documento es de un notario de Nueva York, por el que se te reconoce a ti y a tu firma como autorizadas por tu abuela para poder abrir la caja de seguridad del banco de Nueva York. Aquí tienes la dirección del banco, está en la ciudad de Hicksville, el First National Bank, en el 106 West Old Country Road.

—¿Y dónde diablos está ese lugar? —preguntó algo sorprendida.

—A muy pocos kilómetros de Manhattan, en dirección a Long Island. Aquí tienes un billete de avión en clase
business
para mañana por la tarde para el United Airlines 9201: origen Roma, destino Nueva York. Tienes también un número de reserva internacional de Avis para recoger un coche en el aeropuerto JFK de Nueva York y el bono de la reserva del hotel, el Tumblin Inn, en Hicksville, en el 476 de South Broadway. El hotel está muy cerca del banco. Aquí tienes un plano para llegar sana y salva. En este sobre hay tres mil dólares en billetes de cien y de cincuenta. No lo gastes todo —indicó el abogado—. Mañana por la mañana, Francesco te llevará hasta Tronchetto para que puedas coger un taxi hasta el aeropuerto. Tu vuelo sale a las tres de la tarde.

—Vaya, vaya. Veo que has pensado en todo, querido Sam. Incluso en el hotel en el que me voy a hospedar. Sólo espero que no tenga cucarachas —dijo Afdera, mirando divertida al abogado y cogiendo el grueso sobre de dólares—. ¿No necesitas recibos para ver que no me lo gasto indebidamente?

—Ese dinero es de tu abuela y, por tanto, tuyo. Si te lo gastas, es asunto tuyo.

—No te enfades, Sam —dijo Afdera, acercándose y poniéndose de puntillas para darle un beso en su rostro perfectamente afeitado y con olor a loción de cedro.

Antes de salir de la biblioteca, la anciana volvió a dirigirse a su nieta:

—Ten cuidado y, como te he dicho antes, no te fíes de nadie. Hay mucha gente que va a querer llegar hasta ese libro. No lo olvides. Tú eres mi última oportunidad. Ahora, ve a descansar. Al fin y al cabo, te marchas mañana.

—Pero tendría que regresar a Jerusalén. He dejado mucho trabajo en el Museo Rockefeller —se quejó Afdera.

—¡Oh, no te preocupes! Ya he hablado con Ylan y le he dicho que durante unos meses te necesito a mi lado y que no podrás volver a Jerusalén en algún tiempo. Le ha parecido bien y te ha dado permiso —sentenció, levantando su mano para no oír ninguna otra objeción de su nieta—. Buenas noches, querida.

La joven se disponía a salir de la biblioteca cuando, de nuevo, resonó la voz de su abuela:

—Te diré algo, querida nieta. No pierdas nunca la curiosidad ni la capacidad para el asombro. Mientras las tengas, habrá vida en tu alma y en tu cuerpo. Estarás viva aunque creas estar muerta —dijo Crescentia a modo de despedida.

—Buenas noches, abuela —se despidió la joven, dando un beso en el rostro de la anciana, que ya había cerrado los ojos.

* * *

Hicksville, Nueva York

Durante toda la noche, Afdera, ya con la llave de la caja de seguridad colgada al cuello, se preguntó qué secretos escondía al tiempo que la acariciaba con la yema de los dedos. Sólo su abuela conocía la respuesta y ella, sobrevolando ahora el océano Atlántico, se acercaba hacia ese misterio.

Tras más de seis horas de vuelo, bebió una botellita de vino blanco mientras anotaba en su pequeño cuaderno lo que su abuela le había dicho. Intentaba recordar, palabra por palabra, lo revelado, aunque fuese bien poco.

Un golpe seco sacó a la joven del profundo sueño en el que se había sumergido durante las últimas horas del viaje. El avión acababa de tocar tierra en el aeropuerto JFK de Nueva York pensó cuando subía al autobús que la trasladaría desde la aeronave a la terminal.

Al llegar a inmigración, la joven sacó su pasaporte estadounidense, se lo entregó al oficial y se dirigió a la terminal, hacia la zona de alquiler de coches. Una señorita vestida con una chaqueta roja con el escudo de Avis en la solapa le dio la bienvenida.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —dijo la empleada.

—Tengo un vehículo reservado a nombre de Afdera Brooks —respondió mientras buscaba en el sobre amarillo el número de reserva del coche.

—No me hace falta el número. Me basta con su carné de conducir y su pasaporte —respondió.

Media hora más tarde y con un amplio mapa desplegado sobre el asiento del copiloto, Afdera intentaba llegar por la 678 hasta la Van Wyck Expressway. Después, según la empleada de Avis, debía continuar todo recto hasta Queens y girar a la derecha por la Long Island Expressway. Aunque desde el aeropuerto no había más de cuarenta kilómetros, Afdera tardó casi una hora en el trayecto, perdida por el laberinto de carreteras, avenidas y autopistas estadounidenses. «Por eso adoro Europa», pensó mientras se peleaba con el mapa que tenía a su lado.

Hicksville era una ciudad típica de Estados Unidos, como cualquier otra, con sus tiendas de
bagels,
sus concesionarios de Chevrolet, Ford y Pontiac, con sus talleres de tractores John Deere, con un par de blancas iglesias y algunos restaurantes en el centro. Eso era todo.

Desde la salida de la autopista por North Broadway, el Pontiac sedán siguió en línea recta hasta alcanzar el cruce con West Old Country Road, en donde se encontraba la sede del First National Bank.

Afdera aparcó frente al banco y entró. Un grupo de ancianos esperaba en fila para cobrar sus pensiones mientras un joven con aspecto de estudiante y disfrazado de campesino entregaba publicidad de créditos a bajo interés para agricultores y ganaderos de la zona. La joven se acercó a una mujer y preguntó por el director. Afdera vio a través del ventanal cómo la secretaria del banco se dirigía a un hombre de mediana edad y ambos la miraban. El hombre se levantó de su silla y se dirigió hacia ella.

—Buenos días. Soy James Dickins, el director del banco, ¿en qué puedo ayudarla?

—Soy Afdera Brooks y vengo desde Italia para abrir una caja de seguridad.

—¿Una caja de seguridad? ¡Qué raro! Conozco a todos los clientes que tienen cajas de seguridad en el banco y a usted no la he visto nunca por aquí —afirmó mientras invitaba a Afdera a pasar a su despacho.

—La caja fue contratada por mi abuela, Crescentia Brooks. No podría decirle cuándo. Vive en Europa, está enferma y no puede viajar hasta aquí. Me ha pedido que venga y retire lo que hay en esa caja de seguridad. Mire, aquí traigo la llave —explicó Afdera, mostrando la llave que llevaba colgada al cuello.

El director leyó los documentos notariales que la joven acababa de entregarle, pero, aun así, prefirió hacer varias llamadas de comprobación.

—Le ruego que me disculpe, señorita. Los documentos están en regla, pero esa caja hace años que se contrató y por eso prefiero comprobar los datos con las oficinas centrales de nuestro banco en Manhattan —se disculpó Dickins.

—No se preocupe. Hágalo. Yo esperaré aquí —dijo pacientemente.

Unos minutos más tarde, el director se acercó a Afdera, que hojeaba una revista de maquinaria agrícola.

—Todo está en orden. Acompáñeme, por favor.

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