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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (10 page)

Un chófer elegantemente vestido se bajó del vehículo y se dirigió hacia ella.

—¿La señorita Brooks? —preguntó.

—Sí, soy yo.

—Me han enviado para recogerla y llevarla a la fundación.

El vehículo salió de la ciudad. Desde la Schweizerhausweg se adentró en un camino de arena que penetraba en un pequeño bosque. Justo antes, el conductor detuvo su marcha ante una pequeña caseta con guardias armados que sujetaban dos fieros pastores alemanes. El chófer hizo una señal y la puerta de acceso se abrió.

El camino desembocaba en un grupo de edificios de arquitectura moderna que a Afdera le recordaron más un laboratorio farmacéutico que una fundación para el arte. El vehículo se detuvo ante un camino blanco que llevaba hasta la entrada del que se suponía era el edificio principal.

—Buenas tardes, señorita Brooks. El señor Aguilar la está esperando.

Afdera siguió a la mujer hasta una imponente sala de reuniones en cuyo centro se hallaba una lustrosa mesa de caoba que daba cabida a veinte personas. De las paredes colgaban pinturas de artistas como Andrea del Verrocchio, Domenico Ghirlandaio y el Veronés. Los suelos de madera estaban cubiertos de gruesas alfombras de lana de Tabriz.

—Es muy antigua —dijo una voz cercana a la puerta.

Afdera estaba de rodillas admirando una de las alfombras y sólo divisó unos elegantes zapatos John Lobb. Al levantar la vista, pudo observar el rostro de la persona que acababa de entrar en la sala. Se trataba del hombre que había estado en el funeral de su abuela en Venecia.

—¡Es usted! —acertó a decir Afdera.

—Sí, efectivamente. Soy Maximilian Kronauer —se presentó, tendiendo su mano para ayudar a Afdera a levantarse.

—Soy..., bueno, ya sabe quién soy, pero usted ¿qué hace aquí? ¿Trabaja en la Fundación Helsing?

—No. La fundación sólo me financia algunos de mis estudios e investigaciones de forma desinteresada —respondió Kronauer.

—¿Investigaciones de qué tipo? —balbuceó Afdera.

—¡Oh, perdone! Soy especialista en arqueología bíblica y en filología semítica y realizo investigaciones y estudios sobre las lenguas utilizadas en el origen del cristianismo.

De repente la conversación se vio interrumpida por la voz de una mujer.

—¿Señorita Brooks? El señor Aguilar la espera —anunció.

—Si quiere, podemos cenar esta noche. Le invito —propuso Afdera.

—Voy a estar muy ocupado... y no sé si...

—Le espero a las siete de la tarde en mi hotel. Estoy en el Bellevue Palace.

—De acuerdo, allí estaré —respondió Kronauer cuando Afdera había abandonado ya el gran salón.

—Pase, pase, señorita Brooks. Tenía muchas ganas de conocerla —dijo Aguilar.

—Igualmente. Me han hablado mucho de usted y de la Fundación Helsing.

—Me imagino que habrá oído muchas leyendas sobre nuestra fundación...

—Bueno, señor Aguilar, usted sabe que no hay nada mejor que difundir una leyenda para que acabe convirtiéndose en realidad—dijo, dirigiendo una sonrisa a su interlocutor.

—Tiene razón. Es usted igual de sabia que su abuela. Siento mucho su pérdida. Pero ¿qué la trae hasta nosotros? —preguntó, intrigado.

—Esta caja —dijo la joven, señalando el contenedor de plástico que había depositado sobre una mesa metálica.

Afdera abrió la caja. Los ojos de Aguilar se iluminaron al ver el libro con miles de fragmentos desprendidos junto a él.

—Es una joya, pero ¿qué es lo que quiere de nosotros exactamente?

—Quiero que lo restauren y que se ocupen de traducirlo. Necesito saber cuanto antes qué pone en este texto. Este libro contiene las palabras de Judas Iscariote.

Aguilar se dirigió a su mesa para llamar a alguien.

—Henrietta, por favor, diga a la señora Hubert que necesito que se reúna conmigo en el despacho. Es urgente. —Colgó y se dirigió hacia Afdera, que aún se encontraba ante el evangelio.

—¿Sabe usted lo que tiene entre sus manos?

—Lo sé muy bien. Pero ahora necesito que lo restauren y lo traduzcan.

Al cabo de unos minutos, la puerta del despacho se abrió y entró una mujer de unos cincuenta años, con unas pequeñas gafas colgadas de un cordón al cuello y vestida con una bata blanca.

—Les presentaré —dijo Aguilar—. La señorita Afdera Brooks, la señora Hubert, una de las más importantes especialistas en la restauración de códices antiguos.

—Mucho gusto, señorita Brooks —dijo la recién llegada—. Creo que es usted nieta de Crescentia Brooks. La conocí durante unas conferencias de la Interpol en París sobre el tráfico de antigüedades robadas. Creo que dio una brillante lección a muchos sobre el arte egipcio.

—Muchas gracias, y llámeme Afdera.

—Perfecto, si usted me llama Sabine.

La conversación fue interrumpida por el señor Aguilar.

—Creo que la señorita Brooks nos acaba de traer una auténtica joya rescatada de lo más profundo de la Antigüedad. Le presento, señora Hubert, las palabras de Judas Iscariote.

—¿Habla en serio?

—Absolutamente.

—¡No sabía que Judas Iscariote hubiese escrito un evangelio! —exclamó la restauradora.

—En realidad, nadie lo sabe y, por ahora, hasta que usted, Sabine, no lo restaure y podamos analizar su texto una vez traducido, es mejor que siga siendo un secreto —pidió Afdera.

—¿Qué quiere hacer con el libro?

—Se lo dejaré aquí bajo su custodia para que sea restaurado y traducido. Yo tengo que realizar diversos viajes. Lo que sí le digo es que cada cierto tiempo le llamaré para saber cómo va el trabajo de restauración.

—Aquí estará a salvo de miradas indiscretas. Tenemos unos laboratorios secretos a las afueras de la ciudad en donde se llevará a cabo la tarea principal de restauración. Una vez que ésta haya finalizado, volveremos a trasladar el manuscrito a estas instalaciones para su posterior traducción —explicó Aguilar.

—¿Cuánto tiempo cree que necesitará para poder restaurarlo?

—Viendo lo deteriorado que está y los muchísimos fragmentos que hay esparcidos por la caja, calculo que entre cuatro y seis meses. Necesitaré la ayuda del profesor Werner Hoffman, de la Universidad de Frankfurt, uno de los grandes especialistas en papiro. Le llamaré para que venga a ayudarme —precisó la restauradora.

—¿Quién se encargará de los gastos de la restauración? —preguntó Aguilar a la joven.

—No se preocupe por eso. Mi abuela dejó estipulado que una parte de su fortuna estaría destinada a sufragar los gastos de restauración y traducción del evangelio. Así que el dinero no será un problema.

Esa misma tarde, desde el hotel, Afdera llamó por teléfono a su hermana Assal.

—Sampson tiene órdenes de leer el testamento de la abuela delante de las dos —protestó la menor de las hermanas.

—¡Oh, está bien! Pero estoy muy ocupada con el encargo de la abuela y no voy a poder ir a Venecia. Tendrás que contármelo. Al fin y al cabo, no creo que me vayas a engañar con la herencia, como esas hermanas malas de las películas.

—No seas tonta. Yo sería incapaz...

—Ya lo sé, hermanita. Quiero ir unos días a Israel y después tengo que viajar a Alejandría a visitar a una amiga de la abuela.

Tras despedirse de su hermana pequeña, la joven se dedicó a escribir en las últimas páginas del diario de su abuela lo sucedido aquella mañana en la Fundación Helsing. Se sentía liberada al no tener ya bajo su responsabilidad el libro de Judas. Ahora era sólo cuestión de tiempo.

Sobre las siete de la tarde sonó el teléfono en su habitación. Desde recepción le indicaron que un hombre la estaba esperando en el Bellevue Bar. Afdera se dirigió hacia allí y nada más entrar divisó a Maximilian Kronauer. Estaba sentado en una mesa del fondo, leyendo el
Berner Zeitung
delante de una botella de agua mineral. Era muy atractivo y le llamó la atención que estuviera bebiendo agua.

«Tal vez sea el típico suizo-alemán puritano», pensó divertida.

En cuanto Afdera se acercó, Kronauer se puso de pie rápidamente y le invitó a que se sentara a su lado.

—Está usted muy guapa, señorita Brooks —dijo Kronauer.

—Si vamos a pasar la noche juntos, es mejor que me llame Afdera —propuso.

Kronauer se ruborizó ante la insinuación, algo que divirtió a Afdera.

—¡Oh! ¡No me malinterprete! No me refería a pasar la noche juntos en mi habitación, en la misma cama. Al menos, no de momento —explicó la joven mientras Kronauer se ponía aún más colorado.

—Si ya vamos a hablar de un plan futuro juntos, es mejor que me llames Maximilian. Señor Kronauer suena a profesor de universidad.

—Está bien. Te llamaré Max a secas.

Cuatro horas después, Afdera y Max aún continuaban sentados en la misma mesa del bar. La conversación les había hecho olvidar la cena.

—¿Hasta cuándo te quedas en Berna? —preguntó Max.

—Tengo que ir a Egipto. ¿Por qué no vienes conmigo y te enseño la ciudad? Puedes elegir alguna de las cincuenta habitaciones que tenemos vacías.

—Bien, podría adelantar mi viaje. Lo que sí puedes hacer es viajar tú mañana mismo. Me reuniré contigo en un par de días, pero, si no tienes inconveniente, prefiero dormir en el Bellini, es el hotel donde siempre me alojo y ya saben cómo tratar mis manías.

—Bueno, si prefieres un hotel a mi casa, una comida artificial a la comida de mi querida Rosa y la compañía de un botones a la mía, perfecto. Puedes ir al Bellini si quieres. Nos vemos en un par de días en Venecia —sentenció Afdera mientras se ponía de puntillas para besar en la mejilla a Kronauer.

IV

Ciudad del Vaticano

Está usted engordando, eminencia —dijo Rainiero Falcinelli. —Será por el cargo de secretario de Estado, que me obliga a estar concentrado en documentos y no me deja mucho tiempo para dedicarme al cuerpo y al espíritu —respondió Lienart mientras el sastre tomaba con hábiles manos las medidas del cardenal con alfileres que sujetaba entre los labios.

Su sastrería, en el número 40 del Borgo Pio, a muy pocos metros de la puerta de Santa Ana, llevaba vistiendo a papas, secretarios de Estado, cardenales y obispos desde hacía casi un siglo. A Falcinelli, cuarta generación de sastres, le gustaba atender personalmente al poderoso cardenal Lienart desde que éste había llegado a Roma como un sencillo y humilde sacerdote. El día que fue nombrado obispo, Lienart vestía un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado cardenal, vestía un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado por Su Santidad prefecto de la Entidad, los servicios de inteligencia de la Santa Sede, el cardenal llevaba un hábito Falcinelli; el día que fue nombrado por el nuevo pontífice secretario de Estado vaticano, vestía un hábito Falcinelli. Para el cardenal, a pesar de no creer en supersticiones, Rainiero Falcinelli y sus hábitos se habían convertido en una especie de amuleto de la buena suerte.

Su eminencia se refería al sastre como el «Armani de la Santa Madre Iglesia» y puede que estuviese en lo cierto. Aquel apodo le gustaba. Alimentaba el ego del sastre y, con ello, reducía la factura.

Entre telas de terciopelo, sedas púrpuras y rojas, algodón y lana, un alto miembro de la curia podía enterarse de los últimos rumores y cotilleos que circulaban por los corredores del Palacio Apostólico. La sastrería Falcinelli era, para los altos miembros de la curia, como una peluquería de barrio para las mujeres de un patio de vecinos de Nápoles. Allí, monseñores, nuncios, eminencias y funcionarios vaticanos soltaban sus lenguas con el fin de darse importancia ante el sastre. Desde hacía años, su comercio era una verdadera fuente de información tanto para la Entidad como para el Sodalitium Pianum, el contraespionaje papal, y la Secretaría de Estado.

—Eminencia, no se mueva ahora —pidió el sastre, intentando medir los bajos del hábito.

—¡Ah, fiel Falcinelli, sus hábitos son los mejores de Roma, pero también los más caros!

—Eminencia, mi casa sigue cobrándole lo mismo que cuando usted llegó a la Santa Sede, ¿hace ya cuánto tiempo?

—Querido Falcinelli, calle, calle, por favor. Si sigue usted hablando, tendré que intentar acordarme de cuando yo era un humilde sacerdote con mucha inocencia y poca fe. Fíjese en lo que nos hemos convertido ahora. Yo, en un príncipe de la Iglesia con poca inocencia pero con mucha fe, y usted ha pasado de ser un modesto aprendiz junto a su padre a convertirse en un hábil y rico sastre al servicio de los servidores de Dios y de Su Santidad.

—¿Cuántos hábitos va a necesitar, eminencia?

—Necesitaré cuatro fajines; tres hábitos purpurados, uno para diario y dos para ceremonia. También me llevaré ocho pares de calcetines rojos, dos solideos y necesitaré una orla roja... y recuerde la esclavina —dijo Lienart.

—Déjeme calcular... Cada hábito le costará el precio de siempre, unos siete millones y medio de liras cada uno. Y por ser usted tan buen cliente, le haré un descuento importante en los hábitos de ceremonia, incluidos los calcetines rojos, la sotana, el fajín de lana fría de color rojo, los treinta y tres botones forrados de seda roja, como quiere usted siempre, la manteleta y la muceta rojas y el solideo.

—De acuerdo. Trato hecho. Mi secretario, el padre Mahoney, se pondrá en contacto con usted para arreglar el pago y recogerlo todo —asintió Lienart mientras daba un sorbo a su café
macchiato
—. Y ahora que hemos arreglado la cuestión de los negocios, dígame, ¿qué se comenta en la Santa Sede?

—Estuvo aquí hace una semana el cardenal Ngange, prefecto para la Congregación para las Iglesias Orientales.

—¿Y qué comentó el bueno de Ngange?

—Dijo en voz muy baja que había amplios sectores cercanos al Santo Padre que no estaban de acuerdo con la política seguida por la Secretaría de Estado y, en particular, por su secretario de Estado.

—Mi buen y fiel Falcinelli, eso ha ocurrido desde los tiempos del cardenal Fabio Chigi, el primer secretario de Estado vaticano, en el siglo XVII. Chigi tenía grandes e importantes enemigos cuando él era uno de los principales consejeros del papa Inocencio X, pero al fallecer el Santo Padre, Chigi se convirtió en el papa Alejandro VII. De un solo golpe acabó con esos enemigos.
Ab uno disce omnes,
por uno se aprende a conocer a todos. Hay que tener cuidado de que esos tiempos no vuelvan...

—Se dice también que esos rumores provienen del sector a favor del cardenal alemán Kronauer —dijo Falcinelli.

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