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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (56 page)

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Y ahora qué hacemos? —interrumpió Assal.

—Nos vamos a Israel. Quiero encontrar esa tumba de Hugo de Fratens, si es que existe y no es algo más que una leyenda urbana. ¿Quién viene conmigo?

—Yo prefiero quedarme en Venecia con Sam. Aún está débil después de lo de Aspen —se disculpó Assal—. Además, sabes que soy investigadora de archivos y me gusta poco el polvo de las excavaciones.

—Yo voy con usted —sentenció Leonardo Colaiani, dando un paso al frente.

—Muy bien. Llamaré a Ylan Gershon, el director de la Autoridad de Antigüedades de Israel, y le diré que nos prepare una visita. Nuestra próxima parada será Jerusalén.

Antes de salir del despacho de Pisani, Afdera se dirigió al conservador y le aconsejó que borrase la frase de la pizarra y olvidase todo lo que habían hablado en aquella reunión.

—Se lo aconsejo por su propia seguridad. Ha muerto mucha gente por menos que el conocimiento de una frase en árabe. Mi abogado, Sampson Hamilton, se pondrá en contacto con usted en unos días para entregarle la cantidad de dinero necesaria para que lleve a cabo su investigación en Alejandría. Ha hecho usted un gran trabajo.

* * *

Ciudad del Vaticano

Sobre las once de la noche, el cardenal Lienart se encontraba reunido con varios prefectos de las Congregaciones y Comisiones Pontificias. Hasta que el Santo Padre no se recuperase totalmente de sus heridas, él, como secretario de Estado, seguiría liderando los asuntos terrenales de la Iglesia católica. Tras finalizar el encuentro, decidió convocar a su secretario.

—¿Monseñor Mahoney?

—Soy yo, eminencia —respondió el secretario.

—Necesito que se presente en mi despacho cuanto antes. El tiempo apremia y debemos estar preparados, como le dije.

—Perfecto, eminencia, estaré allí en unos minutos.

La reunión debía mantenerse en el máximo secreto. Los asuntos que iban a tratarse en aquel despacho serían de suma importancia no sólo para el destino del próximo Sumo Pontífice, sino también para la seguridad y estabilidad de la religión católica en el mundo.

Mahoney llegó temprano, como siempre, y tocó levemente la puerta con los nudillos.

—Pase, pase, monseñor —ordenó Lienart.

—Dígame, eminencia, ¿en qué puedo servirle?

—Usted sabe que desde este mismo momento su reloj ha comenzado su cuenta atrás. Tiene desde ahora pocos días para solucionar y dejar todos los cabos bien atados —afirmó Lienart mientras encendía un grueso cigarro habano—. Y ahora quiero saber cómo está la situación de nuestro Círculo.

—En este momento, el hermano Cornelius sigue de cerca a Afdera Brooks. El hermano Pontius tuvo un altercado la otra noche con esa mujer y ese sacerdote, Maximilian Kronauer. Consiguieron herirle, pero se está recuperando en el Casino degli Spiriti. He dado órdenes al hermano Cornelius para que no adopte ninguna medida hasta que sepamos adónde nos va a llevar esa joven. El hermano Alvarado está también en Venecia esperando instrucciones.

—Tal vez el hermano Alvarado deba viajar a Ginebra para dar un escarmiento a ese griego llamado Kalamatiano. Sabe demasiado sobre ese traidor de Judas Iscariote y el rastro dejado por sus palabras envenenadas. Ése es, sin duda, un cabo suelto que hay que atar...

—Pero está muy protegido.

—Por eso quiero que envíe a Alvarado. Él y su magia serán capaces de derrumbar cualquier barrera que se le pueda presentar hasta eliminar a su objetivo en el nombre de Dios Nuestro Señor.

—¿Y qué hacemos con la señorita Brooks y con Kronauer? También saben mucho de Judas Iscariote y, sin duda, se han convertido en dos cabos sueltos muy importantes —aseguró el obispo.


Accesorium non ducit, sed sequitur suum principale,
lo accesorio sigue la suerte de lo principal, querido Mahoney. Debemos tener paciencia y ahora más que nunca. No podemos tropezar en estos momentos. Paso a paso se va lejos, no lo olvide. Por ahora, dígale al hermano Cornelius que vigile los movimientos de esa mujer. Una vez que él mismo decida que ha llegado el momento, tiene libre disposición para decidir su suerte.

—Entonces ¿dejamos que sea el hermano Cornelius quien decida cuándo atar el cabo de la joven Brooks?

—Sí, eso he dicho. Ordene al hermano Pontius que acompañe al hermano Cornelius. Cuatro ojos ven mejor que dos y dos cerebros piensan mejor que uno. ¿No le parece?

—¿Y qué hacemos con Kronauer? Si su tío descubre que estamos detrás de su eliminación, podría ponernos en peligro.

—Déjeme a Maximilian Kronauer y a su tío a mí. Yo sabré cómo manejar a ambos. Por ahora, dígale a Cornelius que sólo tiene permiso para atar el cabo de esa mujer. No quiero que al padre Maximilian Kronauer le ocurra nada. ¿Me ha entendido?

—Sí, eminencia, perfectamente.

—De acuerdo. Ahora, monseñor, déjeme solo. Buenas tardes, y espero que la próxima vez me traiga mejores noticias.

Tras su reunión con su secretario, Lienart se dirigió a los jardines vaticanos. En un lugar apartado, cerca de la fuente de la Galera, debía encontrarse con Coribantes.

—Buenas noches, Coribantes.

—Buenas noches, eminencia.

—¿En qué situación se encuentra nuestro juego de ajedrez?

—He oído que el Santo Padre tiene previsto visitar a ese turco en la prisión en la que se encuentra.

—Lo sé. He intentado hablar con ese estúpido del cardenal Dandi para hacer que Su Santidad desista de esa visita, pero al parecer desea dar su espectáculo ante las cámaras de televisión.

—¿Qué pasaría si ese turco revelara al Papa quién organizó su intento de asesinato? Podría atar cabos y llegar hasta nosotros —dijo el agente del contraespionaje.

—No lo creo. Ese títere no sabe nada más allá de quién le entregó el arma que usó en la plaza de San Pedro. Ya nos hemos ocupado de ese individuo austríaco y, por tanto, ese Agca no podrá revelar nada al Papa sobre una posible conexión con la propia Santa Sede. Tan sólo deberían preocuparnos Foscati y su hija, Daniela.

—Ya no debe preocuparse por ello, eminencia.

—¿A qué se refiere?

—Está muerta.

—¿Cómo que está muerta? —preguntó alterado Lienart.

—Cuando la teníamos retenida, esa jovencita intentó escapar. En el forcejeo con nuestros amigos de Roma que la vigilaban se golpeó la cabeza. Ahora está muerta.

—¿Quiénes son esos amigos de Roma? ¿Y qué ha hecho con ella?

—No se preocupe, eminencia. Los amigos de la Magliana, la mafia romana, se hicieron responsables de hacer desaparecer su cuerpo. Daniela Foscati no aparecerá jamás, se lo aseguro. Es mejor no preguntar. Es mucho mejor así, eminencia. Olvide el asunto. Es mucho mejor para todos...

El cardenal August Lienart mantuvo absoluto silencio sentado en aquel banco de piedra, mientras Coribantes desaparecía entre las sombras. Por un momento se le apareció el rostro de Giorgio Foscati, aunque pensándolo bien, tal vez fuese mejor así. Al fin y al cabo, tanto ese periodista como su hija eran dos cabos sueltos que alguien debía atar tarde o temprano.

* * *

Jerusalén

Para Afdera, encontrarse en Jerusalén era como estar en casa. Conocía cada rincón, cada matiz, cada olor, cada sabor de la ciudad. Junto con Venecia, eran sus hogares.

Durante el vuelo, en primera clase, Afdera se dedicó a leer los titulares de las portadas de los periódicos. La investigación por el atentado contra el Sumo Pontífice era la noticia. La mayor parte de los medios dedicaba sus páginas a mostrar semblanzas del Pontífice, con imágenes en blanco y negro de su niñez en su país natal y retratos del magnicida turco.

—Vaya, pensé que los papas serían los intocables en esta época —dijo Colaiani.

—¿Por qué pensó eso? Para mí los jefes de Estado son todos iguales, y el Papa no es diferente. De cualquier forma, hace años que dejé de creer en ese Dios del que habla el Vaticano.

—No diga eso. Una cosa es Dios y otra los hombres que utilizan el nombre de Dios en beneficio propio, y de ésos hay muchos en el Vaticano.

—Puede que tenga razón —admitió Afdera mientras acomodaba su cabeza en una almohada para intentar conciliar el sueño.

La despertó el golpe seco del avión tomando tierra en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv. Al salir hacia la terminal, ni Afdera ni el profesor Colaiani se dieron cuenta de que alguien les seguía de cerca y les observaba desde el final de la cola del control de inmigración. Los hermanos Pontius y Cornelius, del Círculo Octogonus, mantenían su estrecha vigilancia sobre la joven.

En cuanto salieron, Afdera divisó la figura desgarbada de Ylan Gershon, el amigo de su abuela y director de la Autoridad de Antigüedades de Israel.

—¡Afdi, Afdi, estoy aquí! —gritó Ylan, dando ridículos saltos para hacerse ver.

—¡Hola, Ylan! ¿Qué tal estás?

—Encantado de volver a verte e impaciente por saber cuándo vas a reincorporarte a tu puesto.

—Antes de que me eches la bronca, déjame presentarte a Leonardo Colaiani, uno de los mayores expertos en historia medieval —dijo Afdera, apartándose para dejar que Ylan estrechase la mano al medievalista.

—He leído sus estudios sobre arqueología cruzada —dijo el director de la AAI—. A lo mejor le gustaría que le organizáramos una visita a las excavaciones de Acre.

—Me gustaría mucho, sobre todo al complejo de los hospitalarios.

—No hay ningún problema —afirmó Ylan—. Ese complejo es el más importante de los vestigios subterráneos del San Juan de Acre cruzado. Se encuentra en la parte norte de la actual ciudad vieja. En la estructura que acabamos de descubrir se encontraba el comando central de la Orden de los Hospitalarios, los Caballeros de San Juan. ¿Sabe que descubrimos un amplio entramado de edificios de aproximadamente cuatro mil quinientos metros cuadrados, con salas y habitaciones construidas alrededor de un gran patio central?

—Sí, he leído todo lo relativo a ese descubrimiento en las revistas académicas. Está claro que su departamento ha hecho un gran trabajo de conservación.

—Bueno, antes de que os caséis, ¿podemos ir a Jerusalén? —interrumpió Afdera.

—¡Oh, sí, cómo no! Ahora mismo viene mi chófer a recogernos. ¿Vais a dormir en casa?

—No, Ylan, muchas gracias. Hemos reservado habitaciones en el Hotel American Colony, en Nablus Road. Allí estaremos mejor y así no os molestaremos a ti, a Helena y a los niños.

—Ya sabes que te adoran, pero si prefieres ir a un sucio hotel lujoso de cinco estrellas, con piscina, sauna y uno de los mejores restaurantes de la ciudad, pues no hay nada más que hablar.

—Te quiero, Ylan.

—Yo también a ti, pero Helena y los niños se van a poner muy tristes de que no vengas a casa.

A poco más de cincuenta y tres kilómetros, el Mercedes-Benz de Ylan comenzó a ascender por una autopista plagada de curvas. Al llegar hasta las afueras de la mítica ciudad, el vehículo entró por la carretera que rodeaba las colinas en dirección a la zona oriental. El hotel se encontraba justo a pocos metros de la línea de armisticio de 1949, establecida tras la primera guerra árabe-israelí. Ylan les dejó en el hotel y quedaron en verse al día siguiente.

Fundado en 1902 por el barón Ustinov, abuelo del actor Peter Ustinov, el American Colony nació con la idea de ofrecer una confortable habitación a los visitantes llegados de Europa y América. Poco a poco, se convirtió en una referencia de lujo y comodidad para los viajeros occidentales y peregrinos que llegaban hasta Tierra Santa.

Durante la Primera Guerra Mundial ondeó en el hotel la bandera blanca de neutralidad, convirtiéndose en un hospital de heridos en campaña. Poco a poco, esa neutralidad hizo que fuera un oasis entre las turbulencias políticas que azotaban la región. Políticos árabes y también judíos podían acercarse al American Colony para mantener reuniones con periodistas internacionales, espías de la CIA o el KGB, oficiales de alto rango de las Naciones Unidas o diplomáticos llegados desde todos los rincones del planeta. Durante toda la noche Afdera sólo pudo pensar en Max hasta que consiguió conciliar el sueño.

Al día siguiente, el patio central del hotel se mostraba bullicioso durante la hora del desayuno. Éste era un acontecimiento que su abuela le había enseñado a no perderse. Allí se sentaban dos corresponsales, el de la BBC y el de una radio española, que vivían en el hotel desde hacía más de cinco años. Se decía incluso que uno de ellos trabajaba realmente para la CIA en la región, como enlace con los grupos palestinos, que estaban en contra de una posible negociación de paz con Israel, pero como todo en el American Colony, aquello también podía ser tan sólo una leyenda más.

—¿Señorita Brooks? —preguntó el camarero.

—Sí, soy yo.

—Tiene una llamada. Si quiere, puede responder aquí o en recepción.

—Prefiero responder en recepción, gracias.

Reconoció al otro lado de la línea la voz de Ylan.

—¿Cómo has dormido en ese cuchitril? —preguntó el director de la AAI entre grandes risotadas.

—Ha sido difícil, entre sábanas de lino y algodón egipcio. La verdad es que lo he pasado muy mal durmiendo en este hotel mientras me daba un masaje en el spa y tomaba un baño turco.

—Si quieres, cuando estés lista, os espero a ti y al profesor Colaiani en el Museo Rockefeller. Por cierto, niña, me ha llamado un tal Kronauer, Maximilian Kronauer, para decirme que es amigo tuyo y que se acercará también esta mañana hasta el museo para verte.

Afdera permaneció en silencio, recordando la última noche que se habían visto, en la Ca' d'Oro. Le parecía que habían transcurrido años, en lugar de pocos días.

—¿Estás ahí? —Oh, sí, Ylan, estoy aquí. Me parece bien lo de Max. Lo veré entonces también allí —dijo antes de colgar.

Después del desayuno, Afdera y Colaiani salieron del hotel y se dirigieron a pie rumbo a la calle Sultán Suleiman, frente a la puerta de Herodes, en cuyas cercanías se levantaba el edificio que albergaba la AAI. A poca distancia, les seguía un Peugeot gris con dos hombres.

El museo, financiado por el magnate John Rockefeller en 1927, alberga una larga historia a través de sus colecciones, que abarcan desde la Edad de Piedra al siglo XVIII. El edificio, mezcla de arte bizantino, islámico y
art déco
, fue escenario de una de las más cruentas batallas durante la guerra de los Seis Días. A pesar de ello, los objetos que atesoraba no sufrieron ningún daño.

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