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Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (52 page)

BOOK: El laberinto de agua
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—¿Y cuál es tu duda?

—Necesitamos saber si existe en Venecia algún trono de la iglesia o algo similar.

—¿Un trono de la iglesia?

—Sí. Algo que pueda ser un altar de Cristo, o un trono, o una silla, o algo parecido, pero que tenga un significado importante para la Iglesia católica.

—Déjame pensar..., puede que se refiera a la cátedra de Pedro —sugirió Assal.

—¿La cátedra de Pedro?

—Sí, la que está en la basílica de San Pietro, en la isla de San Pietro di Castello. Se dice que esa cátedra o trono fue utilizada por San Pedro, el primer Papa, durante su paso por Antioquía. La verdad es que es un trono de mármol de poca importancia artística. Tal vez se refiera a ella.

—¿Y cómo es que acabó en Venecia?

—No se sabe bien. Algunas leyendas afirman que posiblemente lo trajeron a Venecia unos caballeros que regresaban de alguna cruzada para salvarlo de caer en manos de los infieles musulmanes. Antioquía permaneció bajo control musulmán hasta el año 969, cuando fue recuperada por el emperador bizantino Nicéforo II. La ciudad cayó en el año 1085 en manos de los turcos selyúcidas. Treinta años después, en el año 1115, fue conquistada por los cruzados durante la primera cruzada y se convirtió en capital del principado de Antioquía. Durante el siglo XII y gran parte del XIII estuvo bajo control de los cruzados hasta que fue capturada por el sultán mameluco Baibars en 1268. Éste arrasó totalmente, cebándose con los símbolos de la cristiandad. Después de aquello, jamás recuperó su importancia.

—¿Crees que los varegos y Phillipe de Fratens pudieron llevarse el trono de Pedro a Venecia? —preguntó Afdera a su hermana.

—¿Por qué no? La leyenda habla de unos caballeros cruzados que portaron el trono de Pedro para ponerlo a salvo de manos infieles. A lo mejor ese caballero era tu Phillipe de Fratens y sus varegos y lo pusieron a salvo en Venecia.

—¿Sabes una cosa, hermanita? Te quiero. En cuanto llegue a Venecia intentaremos investigar ese trono de Pedro para saber si guarda algo en su interior. Te llamaré antes de regresar. Cuida de Sam.

—Hemos escuchado su conversación y puede que su hermana Assal tenga razón —dijo Kalamatiano mostrándole un códice del siglo XV—. En este libro se habla de la cátedra de Pedro en Antioquía. San Pedro, elegido por Jesucristo como la «piedra» sobre la que edificar su Iglesia, comenzó su ministerio en Jerusalén. Según este libro, la primera sede de la Iglesia fue el Cenáculo y es probable que en aquella sala, donde María, la madre de Jesucristo, rezó junto a los discípulos, se reservara un puesto especial a Simón Pedro. Después, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada en el río Orontes.

—Aquella ciudad estaba en Siria y actualmente pertenece a Turquía —interrumpió Colaiani.

—Sí, así es. Antioquía era la tercera ciudad en importancia del Imperio, tras Roma y Alejandría, en Egipto. Es un lugar muy importante para el catolicismo porque Pedro fue su primer obispo y allí los discípulos recibieron el nombre de «cristianos» por vez primera. Antioquía es realmente el primer centro de la Iglesia que agrupa a paganos. Desde allí, Pedro llegó a Roma en el año 42 y sufrió el martirio veinticinco años después aproximadamente.

—¡Debemos ver ese trono de Pedro en Venecia! ¡Tal vez guarde en su interior alguna clave secreta que nos lleve hasta la siguiente pista! —exclamó Colaiani.

—Sólo podemos verlo en Venecia, así que propongo que vayan ustedes allí y lo examinen —propuso Kalamatiano.

—¿Está diciendo que vaya yo a Venecia con la señorita Brooks? —preguntó Colaiani—. Yo no soy hombre de acción, y si me encuentro con alguno de esos asesinos, sólo podría defenderme arrojándoles algún ejemplar de historia medieval.

—Me importa un bledo lo que usted piense, querido Colaiani. Si quiere una parte de la fama en el descubrimiento de la carta de Eliezer, tendrá usted que mojarse los pies, por no decir su culo de profesor universitario. Ya es hora de que arriesgue algo en el intento y no que otros lo hagan por usted.

—No me hace falta cargar a mis espaldas con un fardo inútil como Colaiani, señor Kalamatiano. Prefiero viajar sola y sin alforjas —replicó Afdera.

—Estoy aquí presente. ¿Quieren dejar de hablar de mí como si fuese invisible? —protestó el medievalista.

—Pues no se hable más. Mañana por la mañana se irán a Venecia. Usted, profesor Colaiani, será el encargado de informarme de los avances de las investigaciones.

—¿Es que no se fía de mí? —preguntó Afdera.

—Querida niña, sólo está seguro el que no admite a nadie en su confianza. Los discursos inspiran menos confianza que las acciones, así que prefiero que viaje usted acompañada del profesor Colaiani. Si no le sirve como experto en historia medieval, úselo como mensajero para que le traiga café caliente, para lo que quiera, pero que viaje siempre con usted.

—Señor Kalamatiano, la confianza, como el arte, nunca proviene de tener todas las respuestas, sino de estar abierto a todas las preguntas. Aceptaré que el profesor viaje conmigo, pero no admitiré ninguna interferencia. ¿Ha quedado claro?

—Muy claro, señorita Brooks. Ahora se quedarán a pasar la noche en la residencia de invitados. Ya he dado instrucciones a George, mi mayordomo, para que les prepare sus habitaciones. Mañana mi chófer les llevará hasta el aeropuerto de Ginebra para que cojan un vuelo a Venecia. Estoy deseando tener noticias de ustedes desde el Laberinto de Agua.

—No se preocupe, señor Kalamatiano. Y le tendremos al tanto de todo lo que descubramos. Si no recibe noticias nuestras, es que esos asesinos del octógono han dado con nosotros.

* * *

Hong Kong

El Ritz Carlton reunía todo lo que un gran hotel necesita. Estaba bien situado, su spa era excelente y su servicio exquisito. Tras darse una ducha de agua fría, un buen masaje y un desayuno a base de pan de centeno, café cargado y zumo de naranja, el Arcángel extrajo del armario un traje gris de raya diplomática de lana fría, cortado a medida por su sastre de Savile Row, unos zapatos negros de cordones de John Lobb, una camisa azul de algodón Oxford y una corbata azul con lunares blancos de Marinella.

Se peinó cuidadosamente y se vistió. Tenía que preparar el arma. Apoyó en la cama un rifle semiautomático Dragunov SVD, calibre 7,62 x 54R mm de fabricación soviética. Su peso no llegaba a los cuatro kilos y medio y su longitud era de 1.225 milímetros. Podía camuflarlo fácilmente en la bolsa de los palos de golf. Desde hacía varios días había estado buscando el lugar perfecto para realizar el disparo.

La munición debía ser especial, dado el lugar en el que se encontraría el objetivo. El cartucho sería un HS Penetrator 9,6 gramos, con punta reforzada con núcleo de acero y una aleación de tungsteno y plomo. Esta munición sólo se usaba en la zona del Pacto de Varsovia, por lo que el Arcángel había decidido utilizar el siempre efectivo Dragunov.

Una vez que montó el arma, colocó la mira Schmidt & Bender 3-12 x 50, tipo militar, con tambores de ajuste de alcance y deriva por viento. Al tirador le gustaba esta mira por el retículo MIL-DOT con telémetro especial. Cuando terminó la operación, puso en el cargador tres cartuchos y lo insertó en el rifle.

Antes de salir de la habitación, introdujo el arma con la culata hacia abajo en la bolsa con trípode. A continuación cubrió el cañón del rifle con una cubremadera rígida y llenó los huecos vacíos con varios palos de golf. Apoyó la bolsa contra la puerta del armario y observó cómo había quedado camuflado el Dragunov. Desde esa distancia el mortífero rifle parecía un inocente drive y él, un ejecutivo con ganas de salir al campo de golf tras una dura jornada de trabajo.

Aquella mañana había amanecido con un cielo gris cubierto de nubes. «Si comienza a llover, tal vez tenga que cambiar la estrategia del disparo», pensó mientras miraba al cielo.

Desde la misma puerta del hotel hasta Spring Garden Lane había una distancia de casi dos kilómetros y medio. La bolsa con el rifle pesaba cerca de veinte kilos, por tanto tendría que tomárselo con calma para no sudar. Eso podría levantar sospechas entre los guardias de seguridad del Hopewell Centre.

Lo bueno de Hong Kong es que un hombre vestido con un elegante traje y cargando una bolsa de palos de golf a la espalda no levantaba ninguna sospecha en una ciudad en donde más de la mitad de sus habitantes lo practicaban.

Cuarenta minutos después, el Arcángel ya pudo ver las dos construcciones que se elevaban sobre el cielo gris. La Torre Wu, de cincuenta y cuatro pisos, y el Hopewell Building, de sesenta. Los dos edificios estaban acondicionados para albergar oficinas de grandes corporaciones financieras.

Sobre las doce de la mañana, el Arcángel divisó a un grupo de ejecutivos que se dirigían hacia la entrada principal del edificio. Avanzó hacia ellos y se situó en el centro del grupo. Uno de ellos había comenzado a hablar con él, al verle la bolsa de palos de golf colgada a la espalda.

Esa feliz circunstancia le ayudó a pasar el control de seguridad.

—¿A qué planta va? —le preguntó el ejecutivo aficionado al golf.

—A la cincuenta y cuatro.

—¿Va a Sheffield & Bros?

—Sí, tengo una reunión con ellos.

—Si tiene oportunidad, salude a John Catwell, es el director de la división de riesgos.

—Lo haré —respondió el Arcángel, sin tener la más mínima idea de a qué se dedicaban las empresas de la planta cincuenta y cuatro.

Una voz metálica que salía de un pequeño altavoz anunció que el ascensor había alcanzado la planta indicada. El Arcángel salió y se dirigió hacia la escalera de emergencia. Aún debía subir seis plantas más hasta la sesenta.

Al llegar, el tirador se colocó los dedos en el cuello para medir sus pulsaciones. El esfuerzo de la caminata más el ascenso de los seis pisos le había hecho alterar su respiración. Debía mantener la calma y recuperar su ritmo respiratorio si quería efectuar un buen disparo.

La planta sesenta había sido un estudio de arquitectura. En el suelo aún podían verse planos de edificios. Desde fuera, la visión del interior de las plantas quedaba cegada por cristales ahumados, lo que le sirvió al tirador para camuflarse.

El Arcángel colocó la bolsa de palos en el bípode. La bolsa le serviría para apoyar el arma en el momento del disparo. Luego extrajo con

cuidado el Dragunov SVD para no golpear la mira, le enroscó el reductor de sonido y colocó el arma en el suelo. Un cajón de madera le serviría como asiento con el fin de estabilizar su cuerpo justo antes del disparo. Ahora sólo cabía esperar.

Horas después, comenzó a atardecer. Las luces de la Torre Wu, situada justo enfrente, iban encendiéndose poco a poco.

Desde la mira, el Arcángel divisaba el lujoso ático de la planta cincuenta y cuatro que Delmer Wu utilizaba como base de operaciones. El tirador se levantó, quitó el seguro de la ventana batiente y colocó un taco de madera para evitar su cierre. Tenía una apertura de diez centímetros para poder realizar el disparo a través de ella. Desde la distancia en la que se encontraba hasta la ventana había cuatro metros, a los que había que sumar los ochenta y ocho metros que lo separaban de la Torre Wu.

El Arcángel pudo oler la humedad. Si llovía, las gotas de agua podrían afectar al disparo en una distancia superior, pero a poco más de noventa y dos metros el disparo sería casi perfecto.

Media hora después, a través de la mira Schmidt & Bender, el Arcángel divisó al millonario entrando en el ático iluminado junto a una mujer que parecía su secretaria. Wu hizo varias llamadas. El tirador observaba al millonario gesticulando y lanzando objetos contra la pared que estaba situada frente a él. «Está claro que no está de muy buen humor», pensó el asesino.

Sin dejar de observar por la mira, el tirador vio a la secretaria salir de la habitación. Wu se levantó de la mesa y se dirigió hacia el ventanal. Era el momento.

El Arcángel colocó levemente la falange del dedo índice de su mano derecha en el gatillo, exhaló el aire de sus pulmones, relajó los músculos y apretó el gatillo. La primera bala salió de la boca del rifle a seiscientos treinta metros por segundo, impactando bruscamente en el cristal, a tan sólo unos centímetros de Wu.

Los fragmentos del cristal, que cuando se rompieron se movieron a la misma velocidad que la bala, impactaron de lleno en el cuerpo del millonario y le provocaron serias lesiones en el rostro. Wu, ciego por los fragmentos de cristal alojados en las córneas y sin darse cuenta aún de lo que había ocurrido, intentaba sin mucho éxito encontrar un punto de apoyo para incorporarse. En ese mismo momento, el Arcángel ejecutó el segundo disparo, acertando en la cabeza de su objetivo. Sin dejar de observar por la mira, vio cómo restos del cerebro de Delmer Wu salpicaban la pared situada a su espalda.

Con calma, el asesino se levantó del cajón, guardó nuevamente el arma en la bolsa de golf, recogió las dos vainas que habían caído en el suelo tras los disparos, plegó el bípode de la bolsa y abandonó la planta en el ascensor de servicio hasta el muelle de carga, en el subsótano cuatro. Una vez alcanzada la calle, desapareció.

Mientras caminaba de regreso a su hotel, por Queen's Road East, el Arcángel oyó las sirenas de la policía de Hong Kong acercándose a la entrada principal de la Torre Wu. El encargo había sido cumplido.

* * *

Ciudad del Vaticano


Fructum pro fructo
—dijo el padre Cornelius.


Silentium pro silentio
—respondió Mahoney.

—He estado vigilando a la joven Brooks desde que se marchó de la casa de ese griego llamado Vasilis Kalamatiano.

—¿Y qué ha descubierto?

—Se quedó a dormir en la casa del griego y a la mañana siguiente salió de allí con un hombre al que hemos identificado como Leonardo Colaiani, un experto medievalista, profesor de la Universidad de Florencia. Juntos tomaron un vuelo desde Ginebra a Venecia. Les sigo desde entonces. En este momento me encuentro frente a la casa de esa mujer. Un palacete llamado la Ca' d'Oro.

—¿Qué más ha descubierto? No creo que me haya llamado solamente para darme esa información —se impacientó Mahoney.

—Llevan días metidos en la Biblioteca Marciana, en el Palacio de los Dogos, y en los Archivos de Estado de la Serenísima. Estoy seguro de que traman algo.

—¿Qué pueden tramar?

—No lo sé. Hablé con uno de los archiveros y me confirmó que la joven y el profesor llevan días consultando diversos libros y documentos que hablan de San Pedro.

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