Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—La verdad es que me he recuperado. Ahora vivo con dos sobrinos altos y fuertes que están dispuestos a matar a cualquier hijo de puta que intente acercarse a mí. Otro primo mío, el de la policía de El Cairo, ¿lo recuerdas...?
—Sí, me hablaste de él aquella noche. ¿Qué te ha dicho del tipo que cayó por la ventana?
—Pues me dijo que no tenía ninguna identificación encima. La policía intentó averiguar cómo entró en el país y tampoco constaba en el registro de fronteras o del aeropuerto. Nadie sabe cómo llegó a Egipto. Se le tomaron las huellas y fueron enviadas a la Interpol. Mi primo me dijo que la Interpol respondió que no constaban en sus registros. Como nadie se hizo cargo del cadáver, fue enterrado en un cementerio a las afueras de El Cairo, a la espera de que alguien reclame su cuerpo, aunque yo lo veo poco probable.
—¿Te has enterado de la muerte de Abdel Gabriel Sayed?
—Niña, aquí en Egipto no pasa nada sin que yo no me entere. Supe lo de Abdel a la mañana siguiente, cuando la policía encontró su coche en la carretera. Alguien lo había estrangulado.
—¿Sabes que cerca de su cuerpo fue encontrado un octógono de tela como el que llevaba el tipo que te atacó?
—Eso no lo sabía. ¿Crees que el hombre que se arrojó por la ventana y el que mató a Abdel Gabriel y a mi socio Boutros Reyko tienen alguna relación?
—Podría ser... Incluso estoy investigando si están relacionados también con un asesinato llevado a cabo hace unas semanas en Berna —reveló Afdera.
—Eso supondría la necesidad de disponer de muchos medios para enviar a esos asesinos del octógono a Egipto y a Suiza.
—Puede ser... Junto al cadáver de Abdel había un octógono de tela. Él fue uno de los intermediarios entre los campesinos que descubrieron el libro y Reyko. También se encontró un octógono de tela junto al cadáver de tu socio y él tuvo contacto con el libro de Judas. El tipo que se arrojó desde la ventana de tu casa antes de intentar matarte también llevaba un octógono de ésos, con la frase en latín...
—¿Y qué pasa con el muerto en Berna?
—Werner Hoffman. Era el experto en papiros que formaba parte del equipo de científicos de la Fundación Helsing que está trabajando en la restauración y traducción del libro.
—¿Encontraron también un octógono de ésos?
—Aún no lo sé. Voy a llamar al inspector de la policía de Berna que se está ocupando del caso. Quiero saber si la muerte de Hoffman está relacionada con las muertes de Abdel y de tu socio. Necesitaría que tu primo el policía averiguara si en la casa de Liliana se encontró algún octógono de tela. ¿Crees que podrá conseguir esa información?
—Estoy seguro de que podrá hacerse incluso con una copia del informe. Deberá estar indicado, si es que el asesino lo arrojó sobre la cama. No te preocupes, en cuanto tenga la información te puedo llamar. Tenme tú al tanto de lo que averigües, y si necesitas ayuda, no tengo problema en enviarte a un par de mis sobrinos para que te ayuden a aporrear unas cuantas cabezas y a patear varios culos.
—Muchas gracias, Rezek, pero espero no necesitarlos. De momento me basta con que me envíes la información de Liliana y si has contactado con Charles Eolande o con Leonardo Colaiani. Me gustaría entrevistarme con cualquiera de los dos cuanto antes.
—Eolande se encuentra de gira dando conferencias. Le llamé a la Universidad de Chicago y no supieron decirme dónde estaba. Con el que sí he podido hablar es con Colaiani, el experto en las cruzadas. Al principio se negaba a hablar conmigo, pero cuando le he dado tu nombre, ha accedido a encontrarse contigo, siempre y cuando mantengas en el más absoluto secreto tu reunión con él.
—¿Por qué crees que desea mantener en secreto nuestro encuentro?
—Piensa..., niña. Si el Griego, Kalamatiano, se entera de que Colaiani ha hablado contigo sobre el libro de Judas, puede enfadarse tanto que podría incluso enviar a ese italiano al fondo del río Arno. No creo que a Colaiani le interese que se sepa que te ha visto. Vasilis Kalamatiano es un hombre misterioso al que le gusta mantener sus negocios en secreto. No se mostrará precisamente encantado cuando se entere de que Leonardo Colaiani, un antiguo empleado suyo, está hablando con nosotros.
—¿Y por qué estaría dispuesto a hablar conmigo?
—Tal vez porque conoció a tu abuela. Durante nuestra conversación me dijo que la respetaba mucho y que con su muerte había desaparecido una de las personas más decentes en el sucio y traicionero mundo del comercio de antigüedades.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—En la Universidad de Florencia. Da clases allí los martes y jueves. Si te acercas un día, podrás hablar con él. Me ha dicho que así te lo debía comunicar. Es probable que sepa algo sobre el evangelio de Judas que te pueda interesar, sobre todo de qué sucedió con el libro durante la época de las cruzadas. Debe tener mucha información sobre el recorrido que hizo el libro durante la época de las cruzadas. Habla con él.
—Mañana es jueves, tal vez pueda ir esta misma tarde hasta Florencia. Está sólo a doscientos kilómetros de Venecia. Sí, intentaré verle mañana mismo.
—Si sé algo más sobre Eolande o sobre la información que me has pedido de Liliana Ramson, te llamaré.
—Llámame a Venecia. Rosa, la criada, siempre está aquí. Le puedes dejar el mensaje si yo no estoy y te devolveré la llamada. Bueno, querido amigo, ten mucho cuidado —le advirtió Afdera.
—Cuídate tú también, y ya sabes, si necesitas a dos de mis primos, puedo enviártelos a Venecia. A veces es más efectivo un buen primo egipcio que uno de esos italianos homosexuales vuestros de la mafia.
—¡Oh, estoy segura de ello! Un fuerte abrazo, Rezek.
—Cuídate —dijo Badani.
Mientras intentaba poner en orden sus pensamientos, Afdera oyó un pequeño golpe en la puerta. Era Rosa.
—El señorito Sampson está aquí y quiere verla.
—Dile que pase, Rosa.
Allí estaba su abogado, impecablemente vestido con un traje de Savile Row azul de raya diplomática y corbata de Marinella.
—¿Cómo estás, cuñado? —saludó Afdera entre risas.
—Aún no soy tu cuñado —replicó el abogado agachándose para besarla en la mejilla—. ¿Qué tal tu viaje a Egipto y Berna?
—Muy provechoso. Necesito darte instrucciones para que te pongas en contacto con Renard Aguilar, el director de la Fundación Helsing, con el fin de hacer un precontrato para la venta del evangelio de Judas a un misterioso mecenas.
—¿Y qué tiene que ver Aguilar con todo esto?
—Él es el intermediario. El mecenas no quiere que se sepa su identidad, pero, según Aguilar, está dispuesto a cumplir las condiciones impuestas por mí y por Assal para la venta del libro. Quiero que te ocupes de todo. Incluso quiero darte plenos poderes para que lleves a cabo la venta y firmes los contratos.
—¿Cuál es el precio establecido para la operación? —preguntó Hamilton, tomando notas en un cuaderno negro.
—Ocho millones de dólares, pagaderos en una cuenta en Suiza que deberemos indicar antes de la operación.
—Caray, ¿y te fías de Aguilar para esta operación?
—No creo que tenga interés en engañarnos. Sabe que si lo hace, emprenderé contra él acciones en los tribunales. Por eso necesito que dejes todo perfectamente atado antes de que el libro caiga en sus manos. No quiero tener que reclamarlo después.
—Descuida. Estudiaré primero la operación y te enseñaré el precontrato antes de enviárselo a Aguilar.
—Tenlo preparado cuanto antes. Deseo leer el documento lo antes posible. Me ha dicho Assal que necesitabas que firmase varios papeles legales de la abuela y que tenías que entregarme una carta suya.
—Sí, así es. Cuando estaba poniendo las cosas de tu abuela en orden han aparecido una serie de cuestiones que tenemos que tratar. Debes firmar la transferencia de propiedades de tu abuela. La Ca' d'Oro, la casa de Nyon junto al lago Leman, la casa en los Campos Elíseos de París y la de la isla de Djerba, en Túnez, y las dos propiedades de rus padres en Nueva York y Martha's Vineyard. Tienes que firmar aquí, aquí y aquí —iba indicando Sampson con el dedo—. ¿Ya sabéis tu hermana y tú cómo queréis repartiros las propiedades de tu abuela?
—No. No lo sabemos porque es probable que mantengamos las propiedades unidas para que las dos podamos disfrutarlas. Tal vez te pida consejo sobre la venta de alguna que no utilizamos.
—De acuerdo, esperaré a que decidas lo que quieres hacer.
—Bueno, ahora déjate de documentos y dime cuándo le pediste a mi hermana que se casase contigo.
—Te hice caso, reuní el valor suficiente y decidí pedírselo. Créeme que la haré la mujer más feliz del planeta —aseguró el abogado.
—Y tú créeme que te mataré si no lo haces, y ahora dame un beso muy grande, querido cuñado.
Afdera y Sampson se encontraban de pie abrazados cuando entró Assal en la biblioteca.
—Vaya, vaya, a ver si voy a tener que ponerme celosa —dijo.
—Oh, no te preocupes. Estoy muy feliz por ti, hermanita, y por Sampson. ¿Cuándo pensáis casaros?
—No lo sabemos todavía. Ni siquiera tenemos fecha. No sé si celebraremos la boda aquí, en la Ca' d'Oro, o en la casa de la abuela en Martha's Vineyard. De cualquier forma, Sampson tiene mucho trabajo y quiere terminar varias cuestiones antes de la boda.
—Bien, pero no esperes mucho, Sampson, o si no algún chico guapo veneciano puede venir y quitártela.
—Ah, antes de marcharme tengo que darte el sobre que encontré a tu nombre en la caja de seguridad de la Cassa di Risparmio di Venezia. Tu abuela era muy aficionada a las cajas de seguridad. Sólo espero que no haya dejado más documentos desperdigados en otras tantas cajas —dijo Hamilton extrayendo de su maletín de Prada un sobre con un sello de lacre rojo. Afdera reconoció la letra de su abuela en el sobre: «Para entregar a mi nieta Afdera tras mi muerte».
Lo dejó sobre la mesa sin abrirlo y acompañó a Sampson y a Assal hasta la puerta de la biblioteca.
—Ya me contaréis, tortolitos, cuándo es la fecha elegida. Quiero comprarme un buen sombrero para la ocasión —bromeó Afdera dándole una palmada en el trasero a su hermana.
—No te preocupes, serás la primera en enterarte.
Desde la barandilla de lo alto de la escalera, Afdera se asomó para despedirse del abogado.
—No olvides tenerme al tanto de todo, Sampson.
—No te preocupes. Haré lo que me has ordenado de forma inmediata.
Al poco de quedarse sola en la biblioteca, Rosa entró con una bandeja de plata, con dos platos cubiertos.
—Le he traído algo de comer, señorita Afdera. Debe usted comer y engordar un poco o nadie la querrá y no conseguirá encontrar marido.
—¡Oh, no te preocupes! No tengo la más mínima intención de casarme con nadie.
—¿Ni siquiera con ese hombre tan guapo que estaba en el funeral de su abuela?
—Creo que a mi hermana le voy a cortar la lengua.
—¡No se enfade con ella! Tanto ella como su abuela como yo deseamos verla feliz. Sólo eso.
—Ya lo sé, Rosa, pero por ahora tengo otras prioridades antes que casarme, ser una madre feliz y una esposa comprensiva —respondió la joven con cierto tono sarcástico.
—Bien, pero yo sólo...
Afdera interrumpió a Rosa.
—Rosa, necesito saber si Francesco puede llevarme en coche hasta Florencia.
—¿Cuándo querría usted ir, señorita Afdera?
—Esta misma tarde. Me quedaré a dormir allí. Tengo una reunión muy importante mañana por la mañana.
—Le diré a ese vago que deje de beber
grappa
y que trabaje algo. No se preocupe, yo me encargo.
—Bien, Rosa, muchas gracias.
Antes de cerrar la puerta, la fiel criada se giró.
—Como no se lo coma todo, no la dejaré salir de la biblioteca, ¿me ha entendido?
—Sí, te lo prometo. Me comeré todo lo que me has puesto en la bandeja sin rechistar.
A continuación, Afdera levantó el teléfono y marcó el número de la policía de Berna. Unos segundos después una voz en alemán respondía la llamada.
—Buenas tardes. Staat Polizei.
—Buenas tardes. Quisiera hablar con la División Criminal.
—¿Desea usted hablar con alguien en particular? —preguntó el agente de guardia, esta vez en francés.
—Con el inspector Hans Grüber, por favor.
—Espere un momento mientras lo localizo.
Afdera miraba atentamente el sobre que le acababa de dar Sampson. De repente, una voz gruesa y algo ronca sonó al otro lado del teléfono.
—¿Sí? ¿Quién es? ¿Quién desea hablar conmigo?
—¿Inspector Grüber?
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Soy Afdera Brooks, le llamo desde Venecia.
—¿Desde Venecia?¿Y qué quiere de mí?
—Información —respondió tajante Afdera.
—¿Qué clase de información? ¿Quién es usted?
—Soy amiga de la señora Sabine Hubert, de la Fundación Helsing. Ella me ha dado su teléfono para que le llame. Werner Hoffman formaba parte del equipo de la fundación encargado de restaurar una valiosa pieza antigua de mi propiedad...
—¿Y qué tiene que ver eso con el accidente de Hoffman? —preguntó el inspector Grüber.
—¿Cree usted que fue un accidente?
—¿Por qué debo pensar lo contrario?
—¿Porque tuvo el accidente a un kilómetro de la autopista por la que circulaba? ¿Porque cayó a un lago helado muy lejos de donde él se dirigía?
—Por cierto, ¿qué clase de pieza estaba restaurando Hoffman? —preguntó el policía repentinamente.
—Es una información confidencial —respondió Afdera a la defensiva.
—Pues la información sobre la muerte de Werner Hoffman también es confidencial mientras sea un caso abierto por la División Criminal.
Quid pro quo,
señorita Brooks,
quid pro quo
.
—Está bien. Si es así, estoy dispuesta a ser la primera en decirle algo y después usted responderá a una pregunta mía. ¿Le parece bien, inspector Grüber?
—Perfectamente.
Quid pro quo
.
—Hoffman y un equipo de la Fundación Helsing están restaurando un documento muy valioso sobre el origen del cristianismo, sobre el origen de la religión católica. Y ahora me toca a mí.
—Adelante.
—¿Por qué me ha dicho que es un accidente si la investigación la está llevando a cabo la División Criminal de la Staat Polizei de Berna?
—Porque alguien llamó a emergencias para decir que había visto cómo dos hombres cargaban a otro dentro de un coche en la autopista