—¿Qué haces, papá?
—¿Qué haces tú?
—Descansar.
Ramone se quedó de pie junto a él, con los pies separados en pose autoritaria, un vicio de policía. Diego lo advirtió, sonrió con ironía y meneó la cabeza. Se levantó de la cama y se puso junto a su padre. Sólo era unos centímetros más bajo.
—Deja que te lo cuente.
—Venga.
—Lo de hoy ha sido…
—Ya lo sé.
—No ha sido nada.
—Mamá me lo ha contado.
—Me tienen enfilado, papá.
—Bueno, les diste razones al principio.
—Es verdad.
Diego había dado guerra al llegar al colegio. Pensó que tenía que demostrar a sus compañeros que el chico nuevo no era un blando, que era un tipo duro, chulo y además gracioso. En septiembre Ramone y Regina habían recibido varias llamadas de los profesores exasperados quejándose de que Diego era un alborotador en clase. Ramone se puso muy serio con él, le dio severos y amenazadores sermones, lo castigó e incluso lo sacó del entrenamiento de rugby, aunque no llegó a prohibirle que jugara el partido semanal. La mano dura pareció funcionar, o tal vez Diego terminó adaptándose por sí mismo. Un par de profesores le dijeron a Regina que el comportamiento de Diego había mejorado en clase, e incluso alguno llegó a asegurar que tenía potencial para ser una influencia positiva sobre otros alumnos, un líder. Pero la primera impresión negativa que había causado en la directora, la señora Brewster, una mujer blanca, y el subdirector, el señor Guy, fue muy perjudicial. Ramone tenía la sensación de que a esas alturas tenían a su hijo en el punto de mira. Diego, desanimado y desmotivado, estaba perdiendo interés en el colegio. Sus notas habían empeorado.
—Mira, si dices que no sabías que tenías el móvil encendido, te creo.
—No lo sabía.
Ramone no tenía dudas. Diego y él tenían un pacto: mientras Diego fuera sincero, Ramone le había prometido no enfadarse con él. Sólo se enfadaría si mentía. Todo lo demás se podía arreglar. Y que él supiera su hijo siempre había mantenido su parte del trato.
—Si tú lo dices, te creo. Pero el colegio tiene unas normas. Deberías haber dejado que te confiscaran el móvil por ese día. Ése ha sido el problema.
—A mi amigo le quitaron el móvil y no se lo devolvieron en dos semanas.
—Tu madre y yo habríamos hablado con ellos para que te lo devolvieran. El caso es que no puedes luchar contra ellos. Son los jefes. Cuando crezcas te vas a encontrar con muchos jefes que no te gustarán, y aun así tendrás que obedecerles.
—No cuando esté jugando en la NFL.
—Te estoy hablando en serio, Diego. Mira, yo también tengo que ceder con jefes que no me gustan nada, y tengo cuarenta y dos años. No es porque seas un niño, es también cosa de adultos.
Diego tensó los labios. Estaba desconectando. Ramone ya le había soltado antes aquel sermón. Hasta a él le sonaba ya a rancio.
—Tú sólo inténtalo.
—Vale.
Ramone, notando que habían terminado, alzó la mano y Diego le chocó ligeramente los cinco.
—Hay otra cosa —dijo el chico.
—A ver.
—El otro día hubo una pelea después de las clases. ¿Sabes mi amigo Toby?
—¿Del rugby?
—Sí.
Ramone recordaba a Toby del equipo. Era duro, pero no mal chico. Vivía con su padre, un taxista, en los bloques cerca del colegio. Su madre, según había oído, era una drogadicta que ya no tenía nada que ver con ellos.
—Pues ha tenido problemas —explicó Diego—. Un chico se estuvo metiendo con él por los pasillos y al final le retó a una pelea. Se encontraron junto al arroyo. Y Toby… ¡bam! —Diego se dio un golpe en la palma de la mano—. Le arreó un par de puñetazos. Un, dos, y el chaval se cayó al suelo.
—¿Tú estabas? —preguntó Ramone, tal vez con demasiada emoción en la voz.
—Sí. Ese día volvía a casa con un par de amigos y me encontré con la movida. Bueno, iba a mirar…
—¿Y?
—Pues que los padres del chico llamaron al colegio, y ahora van a abrir una «investigación», como dicen ellos. Es decir, van a averiguar quién estaba presente y qué vimos. Los padres quieren denunciar a Toby por agresión.
—Pero ¿no decías que fue el chico quien retó a Toby?
—Sí, pero ahora dice que era broma, que en realidad no quería pelear.
—¿Y por qué se mete el colegio? Eso pasó en la calle, ¿no?
—Pero los dos volvían del colegio, todavía con los libros y eso, así que dicen que es asunto del colegio.
—Ya.
—Van a querer que diga que Toby pegó primero.
—Bueno, alguien tenía que pegar primero —replicó Ramone, hablando como hombre, no como padre—. ¿Fue una pelea justa?
—El otro era más grande que Toby. Es de los que van con el skate. Y fue él quien retó a Toby. Lo que pasa es que luego no dio la talla.
—Y sólo fue entre ellos dos, nadie más se metió a pegar al chico, ¿no?
—No, sólo ellos dos. —Pues no veo el problema.
—El problema es que me niego a ser un chivato.
Ramone no quería que lo fuera. Pero no habría estado bien decirlo, porque tenía que representar un papel, de manera que guardó silencio.
—¿Vale? —preguntó Diego.
—Anda, arréglate para cenar —replicó Ramone, con un estratégico asentimiento de cabeza.
Mientras Diego se ponía una camiseta limpia, Ramone miró la habitación. Pósters de raperos cortados del
Source
y el
Vibe
, y una bonita foto de un Impala restaurado del 63, pegados a un panel de corcho; un póster del gimnasio de Mack Lewis en Baltimore, un collage de boxeadores locales con Tyson y Ali, con el lema «Un buen boxeador atraviesa el umbral del dolor para alcanzar la grandeza». En el suelo, copias de CDs realizadas en el ordenador, una torre de CDs, un estéreo portátil, varios
Don Diva
y una revista de armas, tejanos y camisetas, tanto sucios como limpios, jerséis Authentic de varios diseños, unas Timberland y dos pares de Nike. En la mesa, rara vez utilizada para estudiar, el libro sin leer de
Colmillo Blanco
, y
Valor de ley
, también sin leer. Ramone había pensado que a Diego le gustaría, pero no había conseguido engancharle; líquido para limpiar deportivas; fotos de chicas negras e hispanas que ellas mismas le habían regalado y en las que aparecían con tejanos ajustados y camisetas cortas; unos dados; un encendedor con una hoja de marihuana pintada, y su cuaderno, con el nombre de Diego escrito al estilo graffiti en la cubierta. De un clavo en la pared colgaba una gorra decorada con su apodo y los números 09, el año de su futura graduación en el instituto.
A pesar de los avances tecnológicos y los cambios culturales y estéticos, la habitación de Diego se parecía mucho a la de Ramone en 1977. De hecho, Diego se parecía a su padre en muchos aspectos.
—¿Qué hay de cena?
—Tu madre está preparando salsa.
—¿La suya o la de la abuela?
—Venga, chaval —dijo Ramone—. Ve a lavarte.
Holiday no estaba borracho, más bien cansado. Había sudado casi todo el alcohol con Rita en la cama. Había buena visibilidad en la autopista y luego en el cinturón interior de Beltway, desde Virginia hasta Maryland. Tenía la mente algo nublada, pero estaba bien.
Iba escuchando la cadena de rock clásico en la radio. No es que fuera muy aficionado a la música, pero conocía el rock de los setenta. Su hermano mayor, al que en otros tiempos idolatraba, ponía los discos en su casa cuando eran pequeños, y ése era el único período de la música al que Holiday todavía prestaba atención. Ahora sonaba un tema en vivo de Humble Pie, Steve Marriot gritaba «
Awl royt!
» con acento londinense antes de que el grupo atacara un fuerte fraseo de blues-rock.
Holiday ya no veía a su hermano, excepto en Navidad, y sólo para poder ver a sus sobrinos y que supieran que su tío Doc seguía en el mundo. Pero los sobrinos ya se acercaban a la edad universitaria, y Holiday veía que sus visitas anuales tocaban a su fin. Su hermano se dedicaba a las hipotecas, vivía en Germantown, conducía un Nissan Pathfinder que sólo hacía el trayecto del corredor 270, y tenía una esposa a la que Holiday no se follaría ni loco. Su hermano estaba muy lejos de aquel adolescente guay de pelo largo que fuera en otros tiempos, cuando oía a Skynyrd, Thin Lizzy y Clapton en el sótano de sus padres entre caladas a la pipa de agua que exhalaban en las ventanas abiertas. Ahora comprobaba sus acciones cada hora y estudiaba el
Consumer Reports
antes de cada compra. A Holiday le daban ganas de sacudirlo, pero ni siquiera eso le habría devuelto a su hermano.
Con su hermana muerta hacía tanto tiempo, y tras la desaparición de sus padres, Holiday estaba solo. Lo único que le daba ánimos, lo que le hacía levantarse por las mañanas, se lo habían arrebatado. Antes era policía, ahora llevaba una gorra de mierda, charlaba con gente que no le interesaba lo más mínimo y metía y sacaba maletas del maletero.
Y todo por un compañero que no quiso darle cuartel. Un tipo obsesionado con las reglas, como su hermano. Otro inflexible reprimido.
No le apetecía volver todavía a casa, de manera que salió del cinturón en Georgia Avenue y se dirigió hacia el sur. Todavía tenía tiempo de una copa en el Leo's, tal vez dos, antes de que cerraran.
La familia Ramone cenaba en una mesa con sillas de madera, en la zona abierta entre la cocina y el cuarto de estar. Intentaban cenar siempre juntos, aunque a veces eso implicara cenar muy tarde debido al errático horario de Ramone. Tanto Regina como él venían de familias que tenían esa costumbre, y para ellos era importante. La parte italiana de Ramone pensaba que compartir la comida era algo espiritual que trascendía el ritual.
—La salsa está muy rica, mamá —comentó Diego.
—Gracias.
—Pero sabe un poco a quemado —añadió el niño, mirando a Ramone.
—Tu madre, que ha frito el ajo y la cebolla con un lanzallamas.
—Ya está bien —dijo Regina.
—Era broma, cariño. Está buenísima.
Alana intentaba succionar los espaguetis con la cara casi metida en el cuenco. Le encantaba comer y pensaba y hablaba a menudo de comida. A Ramone le gustaban las mujeres que comían a gusto, y le encantaba ese rasgo en su hija.
—¿Quieres que te corte eso, peque? —preguntó Diego.
—No.
—Así es más fácil comerlo.
—Que no.
—Estás comiendo como un cerdo —insistió el chico.
—Es verdad —convino Regina.
—Dejadla en paz —terció Ramone.
—Yo sólo quería ayudar.
—Tú a lo tuyo. Mira cómo te has puesto la camisa.
—¡Jo! —exclamó Diego, al ver las manchas en la ropa.
Charlaron de los deberes de Diego, que insistía en que ya los había hecho en la hora de estudio. Luego pasaron al cambio de Laveranues Coles. Ramone sostenía que Santana Moss era sólo receptor lateral, puesto que tendía a fallar los pases en mitad del campo muchas veces. Diego, que tenía un jersey con el nombre de Moss a la espalda, de cuando jugaba en los Jets, no estaba de acuerdo.
—¿Quién es Ashley? —preguntó de pronto Regina.
—Una chica del colegio —contestó Diego.
—Es que he visto su nombre en las llamadas recibidas.
—¿Y qué, es un delito?
—Claro que no —dijo Regina—. ¿Es simpática?
—¿Cómo es físicamente? —preguntó Ramone.
Diego soltó una risita.
—Mamá, es una chica del colegio, nada más. No estoy saliendo con nadie, ¿vale? —Ya.
—Pero, vamos a ver —terció Ramone—, a ti te gustan las chicas, ¿no?
—Venga ya, papá.
—No, es que empezaba a dudarlo.
—Son cosas mías.
—Porque como nunca hablas de chicas…
—Papá.
—Si no te gustan no pasa nada, ¿eh?
—Papá, no soy gay.
—Si lo fueras te querría igual.
—Gus —dijo Regina.
Charlaron de los Nationals. Diego sostenía que el béisbol era un «deporte de blancos» y Ramone le dijo que se fijara en la cantidad de jugadores negros e hispanos en las grandes ligas. Pero el chico no cedía. Sólo había que fijarse en las caras de los stands del RFK. Ramone convino en que casi todas eran blancas, pero terminó diciendo que no entendía adónde quería llegar.
—Papá ha cerrado hoy un caso —informó Regina.
—¿Qué es un caso? —preguntó Alana.
—Quiere decir que ha encerrado a un hombre malo.
—El hombre no era tan malo —matizó Ramone—. Aunque sí que hizo algo muy malo. Cometió un grave error.
Después de la cena, Regina le leyó un cuento a Alana, y la niña, que empezaba a aprender, también leyó en voz alta. Ramone y Diego vieron en la tele uno de los partidos de la última liga. Al final del séptimo tiempo, Diego le dio un puñetazo amistoso y se fue a su cuarto. Alana dio un beso a su padre y se retiró también con Regina, que la acostó y le leyó otro cuento. Ramone abrió una cerveza y terminó de ver el partido.
Regina se estaba lavando la cara en el baño cuando subió Ramone para meterse en la cama. Se fijó en la ropa de su mujer, una camiseta de fútbol de Diego y unos gastados pantalones de pijama, y entendió el mensaje: esta noche nada de sexo. Pero Ramone era un hombre, tan corto y esperanzado como cualquier otro. No iba a dejar que unas prendas de ropa vieja le detuvieran por completo. Al menos lo intentaría.
Cerró la puerta y se metió en la cama. Regina llegó por fin y le dio un casto beso junto a la boca. Él se incorporó sobre un codo e intentó besarla de nuevo, sólo para tantear el terreno.
—Buenas noches —dijo ella.
—¿Tan pronto?
—Estoy cansada.
—Yo sí que te voy a dejar cansada.
Ramone metió la mano en el pantalón del pijama para acariciarle el muslo.
—Alana vendrá en cualquier momento. No estaba dormida.
Ramone la besó. Ella abrió los labios y se acercó un poco a él.
—Nos va a pillar.
—No vamos a hacer ruido.
—Sabes que no es verdad.
—Venga, mujer.
—¿Y si te hago una paja?
—Eso ya lo puedo hacer yo.
Los dos se echaron a reír, y Regina le besó con más intensidad. Él comenzó a quitarle el pantalón, ella arqueó la espalda. Y en ese momento llamaron a la puerta del dormitorio.
—Mierda —exclamó Ramone.
—Ahí está tu hija.
—Ésa no es mi hija. Es un cinturón de castidad de siete años.
Cinco minutos más tarde, Alana roncaba entre ellos en la cama, con sus deditos morenos abiertos sobre el pecho de Ramone. Es verdad que Ramone estaba algo decepcionado. Pero también era feliz.