—Detective, es que no me acuerdo.
—¿Utilizaste el cuchillo que encontramos en la bolsa para apuñalar a tu mujer, William?
Tyree chasqueó la lengua. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Si usted lo dice, supongo que lo hice.
—¿Lo supones o lo hiciste?
Tyree asintió con la cabeza.
—Lo hice.
—¿Qué hiciste?
—Apuñalar a Jackie con ese cuchillo.
Green se arrellanó en la silla y cruzó las manos sobre su amplia barriga. Tyree dio una calada al cigarrillo y tiró la ceniza en un trozo de papel de aluminio.
—No se puede negar —comentó Antonelli—. A Bo se le dan bien estos colgados.
Ramone no dijo nada.
Ambos siguieron observando mientras William Tyree contaba el resto de la historia. Después de apuñalar a su mujer, se llevó su coche y con el dinero que le había robado pilló más crack. Luego procedió a fumárselo en distintos puntos de Southeast. No comió ni durmió en toda la noche. Alquiló el coche de Jackie a dos hombres distintos. Usó la tarjeta de crédito para echar gasolina y sacó dinero para comprar más crack. Estuvo constantemente drogado. No tenía planes, aparte de esperar a la policía, que sin duda acabaría por encontrarlo. Hasta entonces nunca había cometido el más mínimo delito relacionado con la violencia, y no conocía el terreno. No sabía cómo esconderse. Y de haber querido, no se le ocurría adónde ir.
Cuando Tyree ya lo hubo contado todo, Green le pidió que se quitara el cinturón y los cordones de los zapatos. Tyree obedeció y volvió a sentarse. Lloró un poco y luego se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Estás bien? —preguntó Green.
—Estoy cansado —contestó Tyree suavemente—. No quiero estar más aquí.
—No me jodas —exclamó Antonelli—. Haberlo pensado antes de cargarte a tu mujer.
Ramone no dijo nada. Sabía que Tyree no se refería a la sala de interrogatorios. Estaba diciendo que no quería seguir en este mundo. Green también lo había intuido. Por eso le quitaba el cinturón y Tos cordones.
—¿Te apetece un bocadillo o algo? —preguntó.
—No.
—Puedo ir al Subway.
—No quiero nada.
Green se miró el reloj, miró la cámara.
—Cinco y media —dijo, y salió de la sala mientras Tyree cogía otro cigarrillo.
Ramone le dio las gracias con la mirada cuando salió de la sala. Luego ellos dos y Rhonda Willis fueron a sus cubículos, situados en una especie de triángulo. Eran detectives veteranos de la unidad y amigos.
Ramone, nada más sentarse, fue inmediatamente al teléfono para llamar a su mujer. La llamaba varias veces al día, y siempre cuando cerraba un caso. En éste todavía quedaba mucho trabajo, sobre todo papeleo, pero de momento podían permitirse un respiro.
Los detectives Antonelli y Mike Bakalis se sentaron allí cerca. Antonelli, un entusiasta del gimnasio, era un tipo bajo de hombros anchos y cintura estrecha. Los compañeros le llamaban Tapón, a la cara, y Tapón del Culo por la espalda. A Bakalis, a causa de su nariz prominente, le llamaban Armadillo, y a veces Baklava. Bakalis había ido a escribir una citación en el ordenador, pero odiaba teclear y llevaba hablando del tema todo el día.
En los tablones de corcho junto a las mesas se veían fotos de sus hijos, sus mujeres y otros parientes junto a otras de víctimas y criminales que habían llegado a convertirse en una obsesión. Abundaban los crucifijos, estampas de santos y citas de salmos. Muchos de los detectives de la VCB eran devotos cristianos, otros decían serlo, y algunos habían perdido por completo la fe en Dios. El divorcio era bastante común entre ellos. Aunque también los había que mantenían fuertes lazos maritales. Unos eran jugadores, otros abusaban de la bebida y algunos la habían dejado» Casi todos se tomaban un par de cervezas al terminar el turno sin llegar a tener nunca un problema con el alcohol. Ninguno respondía a un estereotipo. No estaban allí por un gran sueldo. El trabajo, para la mayoría, no era una vocación. Habían llegado hasta allí porque por una razón u otra servían para la brigada de Homicidios. Era donde habían aterrizado de manera natural.
—¿Todo bien? —preguntó Rhonda Willis, viendo el ceño de Ramone cuando colgó el teléfono.
Ramone se levantó, se apoyó contra un tabique y se cruzó de brazos. Era un hombre de tamaño medio, con un pecho amplio y una barriga plana que le costaba muchos esfuerzos. Tenía el pelo oscuro, todavía abundante y ondulado, sin canas. Y un hoyuelo en el mentón. Llevaba bigote, lo único que le identificaba como policía. No estaba nada de moda entre los blancos, pero a su mujer le gustaba, lo cual según él era una razón más que suficiente para no afeitárselo.
—Mi chico, que se ha vuelto a meter en líos —contestó—. Dice Regina que han llamado del despacho del director, por insubordinación otra vez. Nos llaman del puñetero instituto todos los días.
—Es un chaval —replicó Rhonda, que tenía cuatro hijos de dos maridos distintos y ahora los criaba a todos ella sola. Pasaba gran parte del día comunicándose con sus móviles.
—Ya lo sé.
—Necesita mano dura —terció Bakalis, distraído con una revista de chicas que había cogido de su mesa. Bakalis no tenía hijos, pero quiso intervenir.
Antonelli, que estaba divorciado, tiró una serie de Polaroids sobre la mesa de Bakalis.
—Échales un vistazo, que te van a interesar.
Eran las fotos del cadáver de Jacqueline Taylor. Aparecía tumbada boca arriba, desnuda sobre un plástico negro. Para cuando su hermana fue a identificarla, ya la habían limpiado, pero las fotografías se habían hecho en cuanto llegó a la morgue. Las heridas de arma blanca se concentraban en el cuello y en un pecho que había quedado casi cercenado. Tenía los ojos abiertos, uno más que el otro, lo cual le daba aspecto de borracha, y la lengua salida e hinchada.
—Mira el pelo —pidió Antonelli. Al poner los pies sobre la mesa se le subió la pernera del pantalón, dejando al descubierto una pistolera de tobillo y la culata de su Glock.
Bakalis observó las fotografías una a una sin comentarios. Los ánimos no eran muy festivos, a pesar de que habían capturado a un asesino. Nadie podía estar contento con los resultados de aquel caso particular.
—Pobre mujer —comentó Green.
—Y pobre hombre —apuntó Ramone—. El tío era un ciudadano ejemplar hasta hace un año. Pierde el trabajo, se engancha al crack, ve que su mujer se folla a un gilipollas que deja la ropa sucia en el mismo sitio donde duermen sus hijos…
—Yo conocía a su hermano mayor —dijo Green—. Joder, yo conocía a William desde pequeño. Su familia era buena gente. Desde luego las drogas te joden vivo.
—Aunque se declare culpable le echarán de dieciocho a veinticinco años —calculó Rhonda.
—Y los niños están jodidos de por vida —concluyó Green.
—Menuda tía debía de ser —dijo Bakalis, todavía mirando las fotos—. O sea, para quedarse colgado así, por haberla perdido, y para tener que matarla, para que no la tuviera ningún otro hombre…
—Si no hubiera fumado esa mierda, a lo mejor no habría perdido la cabeza.
—No fue sólo el crack —interrumpió Antonelli—. Está demostrado que las tías te impulsan a matar. Hasta las tías que no puedes tener.
—Tiran más dos tetas que dos carretas —aseveró Rhonda Willis.
Bakalis dejó las fotografías en su mesa y puso las manos sobre el teclado del ordenador, pero se quedó mirando tontamente la pantalla sin mover los dedos.
—Eh, Tapón, ¿no te apetece escribir una citación?
—¿Te apetece a ti chuparme la polla?
Se pasaron un rato intercambiando pullas hasta que llegó Gene Hornsby con la bolsa del Safeway. Ramone le dio las gracias y se puso con el papeleo, entre otras cosas tenía que anotar los detalles del caso en El Libro. El Libro era una enorme tablilla donde se detallaban los casos de homicidio abiertos y cerrados, los agentes asignados, los motivos del delito y cualquier otro elemento que pudiera servir de ayuda al fiscal y también para dejar constancia de la historia básica de la ciudad.
Para cuando terminaron ese día de trabajar, habían hecho un turno entero y más tres horas extras.
Ya en el aparcamiento de la VCB, situado entre el centro comercial Penn-Branch de Southeast, Gus Ramone, Bo Green, George Hornsby y Rhonda Willis se encaminaron hacia sus coches.
—Pienso darme un buen baño bien caliente —comentó Rhonda.
—¿Esta tarde no tienes que llevar a tus hijos a ninguna parte? —preguntó Green.
—Hoy no, gracias a Dios.
—¿Se viene alguien a tomar una cerveza? —sugirió Hornsby—. Os dejo que me invitéis.
—Yo tengo entrenamiento —contestó Green, que era entrenador de un equipo de fútbol infantil en el barrio donde se crio.
—¿Y el Ramone? —insistió Hornsby.
—Pasa —contestó Rhonda, que sabía la respuesta de Ramone antes de que abriera siquiera la boca.
Pero Ramone no prestaba atención. Estaba pensando en su mujer y sus hijos.
Diego Ramone se bajó del autobús 12 junto a la estación del metro y echó a andar por la línea District en dirección a su casa. No había sido un buen día en el colegio, pero sí un día típico. Se había metido en líos, como le pasaba un par de veces a la semana desde que empezó a ir a aquel instituto. Ojalá pudiera haberse quedado en su antiguo colegio, en Washington, pero su padre insistió en transferirle a Montgomery County, y desde entonces las cosas no iban bien.
El señor Guy, el subdirector, había llamado ese mismo día a su madre para decirle que Diego se había negado a entregar el móvil cuando le sonó dentro del colegio. La verdad era que se le había olvidado que lo tenía encendido. Sabía que las reglas del centro prohibían llevar el móvil encendido, pero no quiso entregarlo porque a su amigo Toby le habían quitado el teléfono por lo mismo y no se lo devolvieron en varias semanas. Así que le dijo al señor Guy:
—No, no pienso entregarlo, porque ha sido un error sin intención.
Y entonces el señor Guy lo llevó a su despacho y llamó a su madre. El subdirector declaró que podía haberle expulsado por insubordinación, pero que le iba a dar una oportunidad. Menuda oportunidad. A Diego todavía le esperaba la bronca de su padre. Además, estar expulsado era más divertido que estar en el colegio. Por lo menos en ese colegio.
Ahora atravesó un corto túnel bajo las vías del metro y cruzó Blair Road. Llevaba una larga camiseta negra en la que aparecía el Diablo de Tasmania calcado a mano por un amigo, uno de los gemelos Spriggs. Bajo la camiseta llevaba una camiseta interior Hanes. Era otoño, pero todavía hacía buen tiempo para los pantalones pirata, y los suyos eran unos Levi's Silvertab unos centímetros por debajo de la rodilla. Debajo llevaba unos boxers de SpongeBob. Hoy iba calzado con uno de los tres pares de zapatillas deportivas que tenía, unas Nike Exclusive, en blanco y azul marino.
Diego Ramone tenía catorce años.
De pronto sonó su politono de los Backyard en vivo en el Crossroads. Diego se sacó el móvil del cinto de los tejanos.
—¿Sí?
—¿Dónde estás, colega? —Era su amigo Shaka Brown.
—Pues cerca de la Tercera con Whittier.
—¿Vas andando?
—Sí.
—¿No te ha recogido tu madre?
—Me he pillado el doce.
Su madre había ido al colegio, pero Diego sabía que, si se subía al coche con ella, lo llevaría directo a casa y luego lo pondría a hacer los deberes. Tras negociar un rato, quedaron en que tomaría el autobús y luego iría andando al barrio, donde, Diego aseguró, sólo tenía planeado verse con Shaka para jugar un rato al baloncesto. El autobús le daba sensación de libertad y de ser adulto. Había prometido a su madre estar en casa antes de la hora de cenar.
—No te pega nada andar, con lo blandengue que eres.
—Corta el rollo.
—Date prisa, Dago, que tengo una pista.
—Ya voy.
—Te voy a dar una paliza.
—Sí, ya.
Diego colgó, pero antes de poder guardarse el móvil, llamó su madre.
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—Cerca de Coolidge.
—¿Has quedado con Shaka?
—Ya te he dicho que sí.
—¿Tienes deberes?
—Los he hecho en la hora de estudio. —Era sólo una mentira a medias. Los haría en el estudio al día siguiente.
—No tardes mucho.
—Ya te he dicho que no.
Diego colgó. Tener móvil molaba, pero también podía ser un muermo.
Shaka estaba practicando en la pista vallada entre la calle Tercera y Van Buren. Era una pista bastante buena para D.C., con cadenas en las cestas y todo, parte del centro recreativo que se extendía detrás del instituto Coolidge. Había pistas de tenis que usaban sobre todo los adultos, un campo de fútbol para los latinos y un parque infantil para los niños. Diego iba por allí desde antes de asistir al colegio Whittier, progresando desde los columpios hasta las canastas. Vivía con sus padres y su hermana pequeña, Alana, a unas manzanas al sur, en Manor Park.
—Date prisa, tío —le apremió Shaka mientras Diego atravesaba la pista—, que pienso quemar la pelota de tanto encestar.
Diego se quitó la camiseta y la dobló, guardando dentro el móvil. Sólo llevaba la camiseta interior sin mangas. Colocó el paquete en un lado de la pista, junto a la alambrada.
—A ver la bola.
Shaka le pasó la Spalding, y Diego lanzó a canasta desde media distancia. La pelota golpeó el aro sin entrar.
—¿Listo?
—Tengo que calentar un poco más. Tú ya llevas aquí un rato.
—Pues vas a necesitar un día entero de calentamiento para alcanzarme.
—Te voy a machacar.
Pero antes de que pudieran seguir con las pullas, aparecieron los gemelos Spriggs, Ronald y Richard. Después de charlar un rato, Diego y Shaka jugaron dos a dos contra ellos. Los gemelos vivían la vida de la calle y solían buscarse líos con la policía por delitos menores, como hurtos, lo cual les daba prestigio ante los otros chicos de su edad. Diego y Shaka los consideraban viejos amigos. Se conocían desde pequeños y ahora sus caminos se habían bifurcado.
Ronald y Richard Spriggs eran tipos duros, pero no sabían jugar. Diego y Shaka ganaron todos los partidos hasta que los gemelos se marcharon, sonriendo pero no contentos, mascullando amenazas sobre «la próxima vez» y murmurando que la hermana de Shaka estaba muy buena. Se alejaron en dirección a su casa, en la calle Nueve, en los bloques detrás de la comisaría del Distrito Cuatro.