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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (7 page)

Y entonces lo vi.

Allí, al fondo del callejón, la silueta negra de Bosco se proyectaba en un muro. No vi su rostro, pero me imaginé el gesto burlón de su sonrisa, el brillo de su mirada azul, la alegría de su cara al verme aparecer.

Por fin.

Juntos de nuevo.

Me abalancé a su encuentro con los brazos abiertos y los ojos húmedos. Sentí un cosquilleo en la nuca que se fue intensificando a medida que me acercaba…

Luego, un latigazo en la espalda y una inexplicable angustia en el pecho me advirtieron de que algo iba mal.

Desconfiada, detuve mis pasos a pocos centímetros de la luz y musité:

—¿Bosco?

El clic de la linterna al apagarse fue su única respuesta.

La luz volvió a encenderse y me deslumbró.

Presa del pánico, quise huir, pero mis pies se habían pegado al suelo como en una pesadilla.

Un presentimiento fatal cayó encima de mí como un rayo y me liberó de la parálisis. Sin ver aún quién me había tendido aquella trampa, conseguí darle la espalda y arranqué a correr.

Apenas me había alejado un par de metros cuando una sombra pesada y vigorosa se me echó encima. El crujido de mi cabeza contra el asfalto resonó en el silencio de la noche, mientras mis sentidos se disolvían como la bruma.

Luego, la oscuridad más absoluta.

Secuestrada

Q
uería abrir los ojos, pero no podía. Los párpados me pesaban como losas y sentía un vértigo tan intenso que me vomité varias veces encima. No podía moverme. En aquel momento pensé que se debía al efecto de alguna droga… Y probablemente así fuera, pero lo cierto era que también me hallaba atada de pies y manos.

El recuerdo de lo que había sucedido en el callejón hizo que se encendieran todas mis alarmas, obligándome a reaccionar. Parpadeé varias veces hasta que finalmente mis ojos se abrieron. Sentía un martilleo en las sienes y la cabeza a punto de explotar. Estaba recostada en una vieja cama de hierro. Luché inútilmente por liberarme de las ataduras, pero solo conseguí que el colchón de muelles chirriara y que mis muñecas se lastimaran con el roce de las cuerdas.

Una bombilla colgada en la pared era la única iluminación que había.

Gimoteé presa del pánico mientras observaba aquel siniestro lugar de unos quince metros cuadrados. Un persistente goteo sonaba desde algún lugar cercano. Tardé unos segundos en descubrir que provenía de un grifo de cobre que goteaba sobre una palangana a punto de derramarse. A su lado, había una jarra y un cubo de acero tapado con una tabla.

No había ventanas, pero sí una puerta de madera al final de una escalera de cinco peldaños. Las paredes, que eran de piedra y ladrillo rústico, estaban mohosas por la humedad. El techo era abovedado de piedra y formaba crucerías de estilo gótico. Deduje que se trataba de un sótano, pero, a decir verdad, parecía más una mazmorra o una cripta medieval que la bodega de una casa londinense. Me pregunté si mi captor me habría llevado a las afueras. En mi cabeza había un vacío desde el momento en que aquella sombra se había abalanzado sobre mí. No sabía dónde me encontraba ni cómo había llegado hasta allí. Lo único que tenía claro era que nada bueno iba a sucederme.

Me dolía todo el cuerpo por la caída, lo notaba magullado y me escocían las rodillas. También tenía la boca seca y los brazos entumecidos por la incómoda postura. Sentía el camisón pegado al cuerpo y, aunque una manta me cubría, los dientes me castañeteaban de frío y miedo. No había nada más en aquella estancia con la que distraer mis ojos, así que mi mente empezó a divagar con hipótesis de lo que podría ocurrirme a continuación.

Pensé en Natasha Kampush, la chica que había huido de milagro después de más de tres mil días de cautiverio, y un escalofrío me dio a entender que yo no tendría esa suerte.

La segunda posibilidad que se me ocurría era que hubiera sido víctima de un secuestro exprés. Mi captor me había esperado a las puertas de Lakehouse, una residencia para niñas ricas, y tal vez habría puesto un alto precio a mi cabeza. Había leído casos en los que bandas del

Este enviaban un dedo a los familiares. Yo no tenía parientes vivos ni reales en Inglaterra, así que una sombra de fatalidad se cernió sobre mí.

Mientras intentaba soltarme, un nuevo recuerdo emergió en mi conciencia: la flor violeta que alguien había dejado en mi ventana. Al visualizarla me estremecí con una tercera posibilidad aún más terrible que las otras dos. De repente entendí que me hallaba en manos de los hombres de negro. Ellos habían seguido mis pasos hasta Londres y, aunque durante un tiempo me creí la ilusión de haberles despistado, ahora entendía que había sido una tonta al subestimarles.

Estaba tan asustada que no pude evitar que mi vejiga se aflojara y me orinara encima. Al principio sentí cierto alivio por la descompresión, pero luego solo conseguí que aumentaran la incomodidad y el frío.

Esperaba el momento en que se abriera por fin la puerta y mi captor diera forma a las locuras que mi mente ideaba. Pero durante horas el silencio fue mi único compañero. Ni el más leve ruido, a menos que yo lo produjera. ¿Y si nadie abría esa puerta y aquel era precisamente mi final?

Grité con todas mis fuerzas.

Tal vez alguien podría oírme. Alguien que pasara por allí en aquel momento. Dondequiera que fuera «allí».

Tenía que intentarlo…

—¡Que alguien me ayude! ¡Por favor!

Mi propia voz retumbó en aquellas catacumbas. Sus gruesos muros de piedra insonorizaban cualquier ruido exterior, ¿cómo podía ser tan ilusa para creer que alguien me oiría? Presa del pánico, empecé a hiperventilar mientras un sudor frío me empapaba el pelo.

Intenté una vez más liberar mis manos. Las rozaduras habían empezado a sangrar, pero ya no sentía dolor. Los brazos se me habían dormido.

Después de eso, mis fuerzas fueron mermando hasta la extenuación. No sé si me quedé dormida o me desmayé, ni cuánto tiempo estuve inconsciente.

Tras un doloroso limbo en el que no supe si estaba durmiendo o delirando, me despertó el tintineo de una llave en la cerradura y el chirrido metálico del gozne al abrirse la puerta.

Una figura negra cruzó el umbral con una bandeja de comida y se aproximó a la cama. Antes de desmayarme de nuevo tuve tiempo de reconocer los inconfundibles ojos grises de mi captor.

Robin me había cazado.

Como desees

E
l techo abovedado de piedra fue lo primero que vieron mis ojos al despertar. Me llevó un instante reconocerlo y recordar dónde me hallaba. Cuando lo hice, una bofetada de realidad me impulsó a incorporarme en la cama. Permanecí sentada tratando de serenar mi respiración y haciendo memoria de lo que había ocurrido. Visualicé a Robin entrando en la habitación. Después de eso, mis recuerdos eran inconexos y se confundían con delirios y pesadillas.

Desorientada, me froté la frente y me fijé en las vendas que cubrían mis muñecas. Ya no estaba atada. Una visión en forma de flash me transportó al momento en el que mi captor me había liberado. Aunque no estaba segura de que fuera un recuerdo real, en él me veía llorando y suplicando que no me matara mientras temblaba despavorida.

—Tranquilízate, Clara, no voy a hacerte daño…

Creí recordar esas palabras y una jeringuilla en su mano. Después, el dolor punzante de una aguja abriéndose paso en mi piel

Me miré el brazo para asegurarme de que no lo había soñado. Un bultito en la parte interna del codo me confirmó que así era. En aquel momento había pensado que me inyectaba algún tipo de sustancia letal. Había intentado luchar, pataleando y agitándome con todas mis fuerzas, pero a él le había bastado una sola mano para inmovilizarme mientras me pinchaba con la otra. Ahora me daba cuenta de que podía tratarse de aquel suero de la verdad que ya había probado en la Dehesa, o tal vez de un sedante… Me encontraba muy cansada pero también extrañamente relajada, como si aquella escena no fuera conmigo y yo observara todo desde una nube.

Un olor a ropa limpia hizo que me fijara en las sábanas. Ya no estaban sucias y había una manta nueva sobre ellas, todavía con la etiqueta de Marks & Spencer. No recordaba el momento en que las había cambiado. Traté de imaginarme cómo se las habría ingeniado conmigo encima, cuando me di cuenta de que yo también llevaba puesto un camisón distinto. Era parecido al mío, de algodón blanco, pero me quedaba algo grande y tenía marcados los pliegues del doblado. Su tacto era algo áspero, como si estuviera almidonado.

Eché un vistazo a mi alrededor y vi que había una esponja y una pastilla de jabón dentro de la palangana de cerámica. También había un cubo de latón y una banqueta con un vasito de plástico y varios utensilios de higiene personal: un peine, un cepillo de dientes y un dentífrico. Sentí la tentación de asearme un poco, pero la fatiga pudo más que mi deseo de estar limpia y no me moví de la cama. A mi lado había una silla que tampoco había visto antes. Sobre ella reposaba una bandeja con comida, una edición del Daily Telegraph y una florecilla morada. Aunque esto último me pareció un detalle de mal gusto, me sorprendió que mi captor se hubiera tomado tantas molestias.

¿Acaso pretendía que estuviera a gusto en aquel agujero?

Miré la fecha del diario con curiosidad. Era un periódico atrasado, del día anterior a mi secuestro, así que era imposible saber cuánto tiempo había pasado desde entonces. Al no haber ventanas, tampoco tenía pistas sobre la hora; ni siquiera sabía si era de día o de noche.

Me pregunté si alguien habría advertido ya mi desaparición y si mi foto saldría pronto en las páginas de sucesos de algún diario sensacionalista. En menos de una semana, Emma volvería de París y se preguntaría por Alice. Había dejado todas mis cosas en la habitación, así que lo más probable es que acudiera a la policía. Si no lo hacía antes James… A Clara, en cambio, nadie la echaría de menos. Hacía meses que no contactaba con Berta o con mi padre, y no había vuelto a saber de Bosco desde nuestra separación en el bosque.

Dudé unos instantes en llevarme algo a la boca. No tenía hambre, pero me dije a mí misma que no podía permitirme enfermar. Tenía que recobrar fuerzas por si surgía alguna ocasión de escapar, por pequeña que fuera. Había un sándwich de pavo, dos muffins de chocolate y un zumo de naranja en envase de cartón. Cuatro bocados de aquel pan inglés bastaron para saciarme.

Abrí el diario como puro ejercicio de distracción, pero las letras empezaron a mezclarse unas con otras. Mis sentidos estaban embotados y me costaba concentrarme.

Tampoco podía dejar de mirar la puerta. Esperaba temerosa el momento en que volviera a abrirse. Busqué con la mirada cualquier objeto contundente que, llegado el momento, pudiera servirme para defenderme. Pero no hallé nada. No había objetos de cristal, ni espejos, ni utensilios punzantes…

Me levanté de la cama entre confusa y mareada.

El sonido de una cadena al chocar contra el suelo hizo que me diera cuenta de algo que me había pasado por alto hasta entonces: !estaba encadenada! Tenía un grillete en el tobillo unido a una gruesa cadena. Tiré de ella buscando el otro extremo. Estaba amarrada a una argolla de hierro que había en el suelo fijada con un candado.

Abatida, volví a la cama. Sentí el miedo atravesando las paredes de la somnolencia y una voz interior que me apremiaba a actuar y evitar un desenlace fatal. Pero no tenía fuerzas. Notaba los músculos flácidos y la mente bloqueada.

Un ruido metálico en la cerradura, seguido de bisagras rechinando, me anunció la entrada de mi captor.

Cerré los ojos con fuerza y me cubrí la cabeza con la manta. Permanecí muy quieta, conteniendo la respiración. Supongo que tenía el deseo infantil de hacerme invisible a sus ojos, de desaparecer.

Me sobresalté cuando retiró la manta de mi rostro.

—Me alegra ver que has descansado… Ya sé que este alojamiento no es muy digno para una estudiante internacional como tú, pero confío en que tu estancia aquí sea corta. —Se dirigió a mí en castellano, con aquel acento yanqui que tan bien recordaba desde nuestra primera conversación en casa de Braulio.

—Si piensas matarme, hazlo ahora mismo, y así será corta de verdad —me atreví a decir con voz temblorosa.

Volvió a impresionarme la blancura de su piel en contraste con su pelo oscuro y sus cejas gruesas. Tenía poco más de veinte años, pero su expresión sombría le hacía parecer mayor. Estaba más fuerte que la última vez que lo había visto en el bosque, como si sus músculos se hubieran sometido a un entrenamiento intensivo. Aunque ya no llevaba el mono militar, su ropa seguía siendo tan negra como su alma.

Me estremecí cuando retiró las sábanas, pero no opuse resistencia cuando tomó mi pie e introdujo un dedo en la rendija del grillete.

Deduje que quería comprobar si había hueco suficiente para no lastimarme.

—Si no haces ninguna tontería, no te haré daño.

—¿Significa eso que vas a matarme sin dolor? —Aunque una parte de mí estaba muerta de miedo, la rabia me hacía hablarle con desdén.

—Mi cometido es otro. No soy un criminal.

—Ah, ¿no? ¿Desde cuándo no es un crimen secuestrar y drogar a alguien?

—Solo era un tranquilizante. Estabas muy nerviosa, al borde del síncope.

Un escalofrío me recorrió el espinazo al recordarlo y me mordí la lengua para no protestar. Al menos ya no estaba atada de pies y manos, y mi captor parecía dispuesto a dialogar. Me atreví a preguntarle:

—¿Por qué estoy aquí?

—Lo sabes muy bien.

Callé mientras sentía todo mi cuerpo en tensión. No quería mencionar a Bosco, ni hablar de la semilla. Recordé la brutalidad con la que habían tratado a Berta y me acordé de Adam. El y dos de sus hombres habían muerto atacados por un ejército de abejas asesinas. De pronto, mis labios pronunciaron una pregunta que había estado dando vueltas en mi cabeza durante meses.

—¿Cómo es que te salvaste? ¿Por qué a ti no te picaron las abejas?

Me miró un instante con dureza antes de contestar:

—Por La ropa. Me la cambié después de que tu tío nos rociara con aquel perfume asqueroso.

En aquel momento lo entendí todo. El potente elixir había atraído a las abejas; pero Robin se había salvado al cambiarse el uniforme.

—Tu tío fue muy listo —continuó.

—¡Él no tiene nada que ver en esto! Fue una casualidad que aquel panal se interpusiera en vuestro camino.

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