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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (6 page)

—He ido al cine con James.

—¡Bravo, Alice! Y qué, cuéntame, ¿os habéis acostado ya?

—¡Emma! Solo somos amigos.

—Mojigata española. ¿A qué estás esperando? Lo vas a echar todo a perder.

La risita de Miles me llegó desde el otro lado del auricular. Podía escuchar el sonido de sus besos mientras su novia hablaba conmigo.

—Será mejor que hablemos otro día —dije.

—Está bien, Alice, pero hazme caso. Un chico así no se te presenta dos veces en la vida.

Me metí en la cama con una sensación extraña. Otra vez llovía. Aunque el sonido de la lluvia me relajaba, no podía dormir. De repente, las gotas se transformaron en granizo y el viento golpeó la ventana hasta abrirla. Me levanté a cerrarla y me metí de nuevo corriendo bajo las mantas. Dejé las cortinas abiertas para despertarme con los primeros rayos de sol. Al día siguiente no tenía clase hasta las diez pero me gustaba levantarme pronto y repasar la lección. Me había matriculado en ciencias porque quería estudiar biología. Tenía la convicción de que conocer el comportamiento de algunas plantas e insectos me acercaría a Bosco… Pero lo cierto es que me costaba entender cosas sencillas como los enlaces químicos y tenía la tabla periódica de los elementos atravesada.

Si quería entrar en la universidad debía superar los exámenes de acceso para los que me preparaba en esa exclusiva academia. Me esforzaba mucho, pero a veces sentía que estaba perdiendo el tiempo. ¿Qué sentido tenía estudiar con otra identidad? Cuando recobrara mi vida, ¿de qué me iba a servir un título con un nombre falso? Me repetía a mí misma que lo importante eran los conocimientos y que algún día todo aquello me serviría para entender mi destino… Si al final conseguía alargarlo como Bosco, mis años en Londres solo habrían sido una anécdota.

En clase procuraba pasar desapercibida y no relacionarme con nadie. Entraba cuando el profesor estaba a punto de empezar y siempre me sentaba sola al final del aula. Allí no tenía amigos. Después de varios intentos de acercamiento por parte de algunos compañeros, y de mis respectivos desplantes, me habían dejado por imposible.

Tan solo en una ocasión me había permitido participar en clase y hacer preguntas. Fue el día que invitaron a Henry Stuart, un profesor de Oxford, doctorado en gerontología, la rama de la biología que estudia el envejecimiento.

Nada más entrar en clase, lanzó esta pregunta al aire:

—¿Alguien puede decirme cómo hemos llegado a la Luna, pero en cambio no sabemos por qué envejecemos?

—No hay nada que saber —respondió un alumno—. Hacernos viejos es inevitable. Forma parte del orden natural de las cosas.

—Algunos científicos así lo creen, pero otros piensan que nuestro destino genético es vivir para siempre, y que no tenemos por qué envejecer hasta morir.

—Pero estamos programados para envejecer. ¿Lo natural no es morir de viejos? —pregunté con voz tímida.

—Vaya, la chica fantasma tiene voz —dijo alguien por lo bajo desatando la risa general.

—¡Silencio, chicos! A quien no le interese el tema tiene la puerta abierta.

—¿Entra en examen?

—No. Esta clase es solo para satisfacer vuestra curiosidad científica. .. Quien la tenga.

Al pronunciar estas palabras una decena de alumnos salió en desbandada.

—Veamos, señorita…

—Alice.

Me miró por debajo de sus gafas Ray-Ban de estilo retro antes de seguir hablando.

—Alice, la muerte por envejecimiento no tiene nada de natural, es algo que en la naturaleza prácticamente no ocurre. Los animales no llegan a viejos porque en cuanto algo falla y no pueden correr ni cazar, ¡se acabó! No hay que aceptar ese destino como algo inevitable.

Lo mismo que no se acepta el tener infecciones u otro tipo de enfermedades.

—Pero al final nuestro sistema se degenera y muere…

—Los científicos llevan años trabajando para alargarnos la vida y conseguir que seamos siempre jóvenes.

—Ciencia ficción —intervino un chico de la primera fila.

—Nada de eso. Se trata de buscar algo que mantenga las células jóvenes.

Henry me miró. Mi corazón se aceleró al pensar que tal vez conocía la historia de la semilla. Sin embargo, su explicación siguió por derroteros científicos.

—No sabemos cuál es la principal causa del envejecimiento de nuestras células, pero sí conocemos algunos mecanismos que las dañan, como el desgaste que sufren al dividirse. Este daño puede tener muchos orígenes, pero uno de los que más claramente se ha demostrado es la pérdida de telómeros. ¿Alguien sabe lo que son?

Un silencio general respondió a su pregunta.

—Las células se dividen para regenerar los tejidos, pero, con cada división, pierden un poco de material genético. Como copias reducidas, cada copia de la copia pierde algo. Ese algo se llama telómero. Y son esenciales para proteger los cromosomas.

Al observar nuestras caras de póquer, intentó explicárnoslo con un ejemplo sencillo.

—Imaginad una trenza de pelo. Los cromosomas formarían la trenza y los telómeros serían la goma que sujeta el extremo y evita que se deshaga. Con el uso, la goma cede. Con los años, nuestros telómeros se desgastan, se acortan… Y la trenza, el cromosoma, se deshilacha. Generamos una sustancia, la telomerasa, que lo repara, pero no es suficiente. A medida que se desgasta, produce defectos en el material genético y la célula envejece.

—¿Podríamos generar más telomerasa? —pregunté fascinada

—Sí. Podemos aumentar de manera forzada su producción y disminuir la velocidad de desgaste de los telómeros. Y así alargar la vida y mantenemos jóvenes más tiempo. Es algo que ya se ha conseguido con ratones.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—No somos ratones, querida Alice, y una cantidad extra de telomerasa también podría desarrollar tumores cancerígenos y provocar una muerte prematura.

—¿Por qué?

—En nuestro organismo no todas las células son normales, algunas están dañadas. Rejuvenecer una de esas células pretumorales provocaría un cáncer seguro. Buscamos algo que rejuvenezca las células sin efectos secundarios. Cuando lo consigamos, venceremos muchas enfermedades asociadas a la vejez y, por lo tanto, evitaremos mucho sufrimiento. Desgraciadamente, el elixir de la eterna juventud aún no se ha encontrado.

Aquellas palabras sacudieron mi conciencia. Yo conocía el antídoto contra la vejez. Sabía exactamente dónde se encontraba ese elixir. Las células de Bosco no envejecían debido a las propiedades de la semilla milenaria y del veneno de abeja… El no enfermaba, pero sufría un don que lo obligaba al aislamiento. Ahora me daba cuenta de que era más complicado de lo que parecía. Y yo quería entenderlo todo.

Después de esa clase, había vuelto a ser la misma estudiante silenciosa de siempre. Esa noche me acordé de las palabras del profesor Stuart y me sentí de nuevo sola con mi secreto.

La soledad no me asustaba; pero a fuerza de silenciar de día mis recuerdos, la noche despertaba todos los fantasmas.

Mi cuarto estaba a oscuras. Había una farola justo delante, pero llevaba más de dos semanas estropeada. Giré varias veces sobre mí misma. No podía dormir. Me ocurría a menudo: el sueño tardaba en llegar y, cuando lo hacía, solía acabar en pesadilla.

Desde que estaba en Londres no había dejado de soñar con Bosco. En mis sueños aparecía como un ángel silencioso que intentaba decirme algo sin palabras. Evoqué el sueño de las tumbas y sentí un escalofrío de pánico. En él, mi ermitaño me había señalado cuatro tumbas… Una de ellas, la de James.

Recordé el aviso de peligro que mi cuerpo me había anunciado días atrás, con aquella suave descarga en la espalda. Mi instinto me dice que algo malo iba a suceder… pero era incapaz de precisar cuándo o de qué manera.

También había tenido una visión negativa con Emma al tratar de imaginarme su futuro y solo ver una pantalla negra. ¿Significaba eso que mis dos nuevos amigos estaban en peligro? Si así era, más me valía alejarme de ellos cuanto antes.

Tal vez mi destino era estar sola. Por algún motivo, las personas que quería acababan muertas, heridas o desterradas. Mi madre, mi abuela, Paula, Berta o Bosco eran claros ejemplos.

En el caso de mi ermitaño, mi compañía había puesto fin a más de cien años de paz en su bosque. Ahora ya no estaba tan segura de que no hubiera una relación directa entre mi presencia y la aparición de la Organización. ¿Y si yo era una especie de antitalismán, una gafe que atraía y contagiaba las desgracias?

Empecé a llorar como otras muchas noches, de tristeza, de soledad, de impotencia. Había aprendido a hacerlo sin gimotear, en silencio, para no inquietar a Emma.

De repente, la farola estropeada se encendió y una molesta luz entró en la habitación. Me levanté a cerrar las cortinas.

Volvía a la cama cuando frené en seco mis pasos y retrocedí sobre ellos. Había visto algo en el alféizar, un objeto cuyo color había llamado mi atención desde el otro lado del cristal borroso.

Descorrí las cortinas y abrí la ventana.

Permanecí varios segundos petrificada mientras la lluvia mojaba con ímpetu mi cara y los pétalos de aquella flor violeta que tan bien conocía.

Un ángel cerca

T
uve que taparme la boca para reprimir una mezcla de risa tonta y gritito histérico. Mi corazón empezó a palpitar enloquecido. El pulso me atronaba en los oídos y era incapaz de pensar con claridad.

¡Bosco estaba allí!

¿A qué estaba esperando para correr a su encuentro? Dudé unos segundos entre vestirme o bajar en camisón. Opté por lo segundo. ¡No había tiempo que perder! Me puse el abrigo y las botas, y me dirigí de puntillas a la escalera.

Eran más de las tres de la madrugada y un silencio absoluto reinaba en Lakehouse. Aunque pasada la medianoche nadie podía entrar o salir del edificio, todas conocíamos la manera de burlar esa norma. Me deslicé con sigilo por la ventana del cuarto de la limpieza hacia el patio interior. Era un jardincito particular con acceso directo a la calle. Estaba descuidado, pero su vegetación espontánea, con vistosas flores e imponentes árboles, hacían de él un lugar especial.

Seguía lloviendo, pero no me importó lo más mínimo. Saqué la flor de mi bolsillo y me la llevé a la nariz emocionada. Su inconfundible aroma me trajo recuerdos del monte serrano.

¡Mi ángel había venido a verme! Solo él podía habérmela traído. No era la primera vez que lo hacía… Temblé de emoción al recordar cuando, meses atrás, había dejado una de esas florecillas en la Dehesa para avisarme de su regreso. En aquella ocasión, un reguero de pétalos me había conducido a través del bosque hasta el lago donde crecían las laureanas. Me había esperado allí, bañándose desnudo en aguas cristalinas.

El escenario había cambiado. Ahora estábamos rodeados de asfalto, edificios… y gente. Un medio hostil para mi ermitaño, hipersensible al miedo ajeno. ¿No era acaso en las ciudades donde había más personas asustadas? La euforia por su regreso hizo que pasara por alto ese detalle. Lo único importante era que mi amor estaba en Londres y que había venido a buscarme.

Una vieja farola iluminaba el jardín, pero no había ni rastro de Bosco. Bajé la mirada en busca de alguna señal, algún pétalo violeta, alguna huella… Nada.

Miré al cielo. Las gotas frescas mojaron mi cara. Creo que esperaba una respuesta, tal vez de mi madre o de mi abuela. De nuevo, las sentía cerca y yo volvía a ser la misma. Era como si, al regresar Bosco, hubiera traído consigo a Clara… Ahora solo tenía que encontrarlo y recuperar mi alma. Me sorprendí al escuchar mi propia risa.

Un ruido de hojas llamó mi atención desde el muro que colindaba con el edificio vecino. Aunque una exuberante hiedra lo cubría, pude ver la figura de un zorro campando a sus anchas junto a él. Me miró un instante y se fue. Sus ojos dorados me impresionaron incluso más que el hecho de haberme cruzado con ese animal en plena ciudad. En cierta ocasión, James me había explicado que los jardines privados permitían que camadas de zorros atravesaran Londres diariamente sin ser atropellados.

Aunque una parte de mí lo negaba, me convencí de que aquello era un buen presagio. No sabía hacia dónde dirigir mis pasos, así que me aproximé hacia ese lado del jardín con la intención de seguir su rastro.

A pesar de la lluvia, la noche era cálida para principios de abril. No sentía frío, solo una mezcla de impaciencia y emoción intensa que hacía que mi cuerpo se contrajera por momentos de forma repentina.

Como los zorros urbanos, empecé a recorrer el barrio atravesando calles y jardines privados. No volví a ver al animal, pero aun así seguí su ruta con total convencimiento. Parecía lógico pensar que si Bosco estaba allí evitaría las calles transitadas.

Casi todas las verjas estaban abiertas. Solo en un caso tuve que saltar el muro. Mientras me encaramaba a él, vi el destello de un faro bajo la lluvia a pocos metros de mí. Era una ráfaga de luz intermitente producida por una linterna o algo parecido. Al momento entendí que era una señal. Alguien intentaba llamar mi atención.

Supe al instante que era Bosco.

Tampoco era la primera vez que utilizaba ese método. Lo había hecho igual en la Sierra de la Demanda, cuando me perdí en el bosque y me mostró el camino con los destellos de un trozo de cristal. Sonreí al recordar la impresión que había sufrido al encontrar después la cesta de mimbre que había extraviado sobre la mesa de casa.

Avancé a la carrera ilusionada. ¡Estaba tan cerca! Aun no comprendía la razón de ese juego. Mi ángel tenía alas en los pies y se ocultaba entre las sombras. Aquella vez, en el bosque, solo había intentado ayudarme; yo aún no conocía su existencia y los motivos por los que se escondía… Pero ¿ahora? No había razón para hacerlo. ¿O tal vez sí?

Dejé de razonar mientras corría hacia ese destello de esperanza atravesando cortinas de lluvia.

La luz se extinguió cuando estaba a punto de alcanzarla. Me detuve esperando una nueva señal.

«Clara». Alguien pronunció mí nombre. Llegó a mis oídos como un susurro de la noche, un rumor lejano y confuso. Me detuve a escuchar.

Murmullo de lluvia y respiración agitada. ¿Me lo habría imaginado?

Miré a mí alrededor. Nada.

Pasaron varios segundos hasta que reaparedó el destello. Esta vez me arrastró en dirección a Eísham Road. Con el oído atento a los rumores de la noche me adentré por calles oscuras siguiendo la señal luminosa de mí amor.

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