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Authors: Juan Ramón Biedma

Tags: #Policiaco

El imán y la brújula (5 page)

Con un gesto teatral, Piancastelli da un tirón del pañuelo y deja al descubierto a
Meyrink
, que lo mira fijamente desde encima de un sombrero de copa. También lo mira el hombre y piensa que ojalá todo fuera tan fácil como sacar una chistera de un conejo.

Acodado de espaldas en la barra de la tasca de la Alfalfa, mientras mira a la calle y ve cómo la gente se va retirando, Éctor calcula que si se da prisa y no toma un tercer coñac, puede llegar al taller de costura de Adalfina antes de que cierre. Indica al camarero con un gesto que le llene la copa.

—Doña Adalfina, ¿les vamos quitando los hilvanes?

—Dejadlo tal como está, que ahora mismo vengo y las repasamos.

En contra de lo que cabría suponer por su condición de asalariadas, aunque siguen dejándose los ojos en la aguja a las nueve de la noche, y a pesar de la clase de tareas extra, normalmente con viejos que les triplican la edad, que a veces realizan por encargo de Adalfina, las modistas parecen mirarla con auténtico cariño.

La patrona indica a Éctor que la siga a través del taller y se encierra con él en su oficina.

El hombre se quita el gabán y el sombrero y comienza a liar un cigarro mirando a las cuatro chicas desde la ventana interior. Ella no hace ningún comentario de la camisa y la chaqueta desgarradas, de los arañazos ensangrentados en el cuello.

—Son guapas. Las cuatro. ¿De dónde las sacas?

—Eso no es cosa tuya —se sienta en el borde del escritorio para disipar las pocas dudas que pueda dejar el desabrido tono de su voz: no tiene intención de prolongar el encuentro—. ¿Todo salió según esperabas? —Sí.

—Pues ya te mando aviso si me dan algún recado para ti. Ahora tengo trabajo. Fíjate en la hora que es y todavía tenemos que terminar una entrega para mañana.

Pero él no tiene prisa.

Mira fijamente a las costureras, que se murmuran bromas sin dejar de trabajar, ninguna llega a los veinte años, dos morenas y dos teñidas, contentas de haber escapado de la miseria gracias a aquella mezcla de patrona y madame que las trata tan bondadosamente, hasta que alguno de los viejos con los que las cita les deje unas purgaciones o una barriga, o se les pase la edad o la belleza.

—¿Cuánto cobras por ellas? Por esa rubia del pañuelo verde. Por una noche.

—Déjalo, Éctor —y, sin pausa—; perdona, ya te he dicho que tengo prisa, ¿necesitas algo más?

La mujer levanta la cabeza, enfoca la mirada; por un momento abre aquello que nunca muestra a nadie, visto y no visto, e inmediatamente lo vuelve a cerrar para ponerlo a salvo.

Comienza a tamborilear suavemente sobre la mesa. Siempre viste trajes sastre en tonos oscuros con falda hasta media pierna que realzan su autoridad y eliminan las escasas curvas que doblegan su delgadez nerviosa. La boca es una línea a juego. El pelo en un moño pequeño. Los pómulos agresivos. Alrededor de los cuarenta. Tan alta.

—Anselmo de la Fuente, el notario, era sólo el intermediario, el convidado de piedra. Necesito saber más de él. Pero, sobre todo, necesito información del tipo que trató conmigo: unos cincuenta años, delgado y alto, casi calvo, militar probablemente, con una cicatriz sobre el ojo derecho.

—Mira, me llegan chismes, escucho cosas. El notario es muy discreto, que yo sepa no hace nada más aparte de comprar películas y fotografías, siempre de hombres. Hubo un jaleo hace unos años, pero aquello se tapó enseguida. Tiene conocimientos muy altos.

—¿Cómo de altos? —sin dejar de mirar a las modistillas por la ventana de vigilancia.

—Los más altos. No quiero meterme en esto más de la cuenta.

—Intenta enterarte. Hay mucho dinero de por medio.

Ordena unos papeles en la mesa para no responder inmediatamente.

—Haré lo que pueda.

—No me has dicho cuánto cobras por la del pañuelo verde.

Adalfina se levanta del escritorio, se acerca a la ventana y oculta a las muchachas de un tirón a la persiana.

—Te he dicho que lo dejes, no son para ti —desafío y desprecio—. ¿Algo más?

—¿Cómo que no son para mí?

—…

—¿Eh? ¿Cómo que no son para mí? —achulando el tono y acercándose a ella—. Serán para el que pueda pagarlas.

—Son para quien yo diga. Si quieres conseguir una mujer, sabes mil sitios donde encontrarla.

—¿Las proteges a ellas o me proteges a mí?

—No sé qué quieres decir. —Tiene que retroceder ante el avance de Éctor.

El hombre moreno y nervudo huele a tabaco y coñac, pero el olor no le desagrada; aunque es algo más bajo que ella, la arrincona contra la pared, y, a pesar de que no demuestra ninguna clase de sentimientos, tampoco está segura de que eso le resulte desagradable.

Le introduce la mano bajo la falda y se la arrastra por las medias hasta encontrar la piel y sigue subiendo, a ver qué pasa.

Con la otra levanta y pellizca suavemente el lugar donde cree que tiene el pezón a través de la gruesa tela de la chaqueta.

Ella permanece inescrutable, impasible, inconmovible, imperturbable. Impenetrable.

—¿Quién te ha hecho eso? —le señala los arañazos con la barbilla.

Yo pierdo
.

Comienza a separarse de ella, intentando responder como si nada acabara de ocurrir.

De vuelta a la misma tasca de la Alfalfa, Éctor retrasa la vuelta a casa con más coñac. Ojea un periódico,
El noticiero sevillano
, del mes anterior, que habla del nombramiento del general Primo de Rivera como hijo adoptivo de la ciudad; se dice que aquí siempre estamos dispuestos a acoger a cualquier bastardo. Evita mirar al camarero que le ha dicho dos veces que es hora de echar el cierre.

Tiene que terminar la botella para disipar el miedo, metido en la piel, del gato negro buscándole los ojos con los colmillos. Piensa en lo que ha estado a punto de hacerle a Adalfina. No es ésa la mujer que necesita. No quiere volver a casa. La extraña. Coñac.

Despierta muerto de frío, con una lucidez manchada, el alcohol a un paso de la garganta, la habitación apenas iluminada desde la mesita de noche, y Nuncy como única fuente de calor; se tendió un momento en la cama para quitarse los pantalones y allí se quedó; las manos de su mujer, apoyada de rodillas sobre la colcha, el balanceo de los pechos bajo el camisón blanco a cada movimiento, terminan de desvestirlo; ni el frío puede evitar el súbito despliegue de la erección que parece desgarrarle algo muy hondo.

Se acuerda de los tirantes de su suegro, que no hace ni un año que murió; gordo, bajo, calvo, viejo, sonriente, los pantalones hasta las axilas que apenas necesitaban un palmo de tirantes de sujeción. El hombre más bondadoso que ha conocido en su vida. No se opuso a que se casara con su única hija, aun sabiendo que la mayoría de los trabajos, excepto aquellos de una marginalidad tan extrema que no exigían ningún certificado penal, estaban vedados para él, y que tendrían que mantenerlo del producto de la camisería. Jamás le reprochó, ni de reojo, el ferozmente respetuoso desapego con el que empezó a tratar a su Anunciación a los pocos días de la boda, ni sus largas desapariciones inexplicadas, ni las silenciosas borracheras con las que se venía a cualquier hora, a veces más de una vez al día.

Tampoco Nuncy le reprocha nada, ni le pregunta, ni le acusa; parece que todavía espera, pero tampoco es seguro. Le quita la camiseta rasgada, evitando mirar los arañazos en el cuello; Éctor piensa en lo estúpido que sonaría si le dijera que un gato ha intentado matarlo. Termina de desnudarlo pero no se retira; se queda allí, sobre él, cerniéndose, dejando que su mano, que pesa y quema, se apoye en su muslo. El está a punto de mirar dentro del escote en uve, de convencerse de que no pasa nada, de que están dentro de un mundo cerrado a una hora que no existe, que sólo tiene que dejar que la mano avance un poco más y recibir aquella mirada que lo busca desde hace tanto. Pero agarra la muñeca, firme y suave, y la aparta, se da la vuelta, se entierra bajo las mantas.

Cinco legionarios y yo entramos una noche en una casucha de un poblado del Rif y encontramos a dos mujeres desnudas besándose en la cama; aunque las bereberes conocían de sobra el sanguinario prestigio de los soldados del tercio y el destino que les esperaba, tuve la convicción de que miraban la boca de los fusiles con el profundo alivio de comprobar que no eran sus familiares quienes las habían descubierto.

Los tres esportilleros que acompañan a Vidal García se quedan en la plaza del Duque, en las proximidades de la estatua de Velásquez, guardándolo de lejos mientras el contrabandista se para ante la notaría de Anselmo de la Fuente, se sacude unas migajas del delantero del abrigo, se recoloca el sombrero y llama a la puerta.

El arreglo no engaña a la vieja gobernanta que se dispone a decirle que no, venda lo que venda.

—Buenos días. Vengo a ver a don Anselmo.

—¿Está usted citado?

—No, verá…

—La notaría está cerrada.

—Es sólo un momento —con voz suave, servil—. Dígale que a mí también me gustan las películas.

—Ya le he dicho que la notaría está cerrada.

—No vengo a contratar sus servicios, sino a ofrecerle los míos. No se olvide lo de las películas.

Ya está saliendo más de la cuenta Adalfina de su taller. Por mucho que tuviera prueba con una dienta a media mañana, con una de las mejores. Por mucho que le cueste hablar con extraños; es la única alcahueta tímida que conoce, aunque ha conocido a muy pocas, y no se puede decir que se conozca muy bien a sí misma; el origen de su retraimiento, y de su doble ocupación, estará en sus orígenes de familia bien venida a menos, de ahí la explicación de que no se parezca nadie; o no; los orígenes están para olvidarlos y no para explicar nada. Por mucho que lo que va a hacer sea, ni más ni menos, como otras veces, volver a ellos para conseguir información.

Adalfina recoge las piernas y se resguarda tras la capota del carruaje ante el frío del campo abierto; están cruzando las huertas de Ranilla, camino de Alcalá de Guadaira. El cochero no ha dicho una palabra desde que salieron. En uno de los nuevos autotaxis ya hubieran llegado a donde quiera que vayan, pero para este viaje no había alternativa.

Todo por hacerle un favor de unos duros a aquel tunante de tres al cuarto, Éctor, un canalla tan embalado en su cuesta abajo, tan enredado, que nunca sabes por dónde te va a salir; un individuo al que apenas soporta y al que siempre está deseando volver a ver.

En silencio, el cochero se desvía por un caminillo de tierra y va recogiendo riendas hasta que el Milord queda parado entre la maleza. Después baja despacio del pescante y se apoya en la portezuela, junto a Adalfina, que evita la proximidad de su mirada.

—Estás guapa así, pintada. ¿Tienes novio?

—Que me ha dado hoy por ahí —piensa y no piensa en Éctor.

El hombre se arrebuja en su viejo abrigo y se queda allí mirándola, los labios tapiados tras un espeso bigote grisáceo, los ojos abotargados por una resaca permanente semiocultos bajo la visera de la gorrilla.

—Tú dirás.

—Perdona que te haya hecho perder media mañana —no invita al hombre a entrar ni se decide a salir del carruaje.

—No te preocupes, el negocio está más muerto que vivo.

—¿Te acuerdas de Anselmo de la Fuente? El notario que me dijiste…

—Claro que me acuerdo.

—¿Qué sabes de él?

—…

—Hay quien me ha pedido que le informe.

—Adalfina… ya sabes que no me gusta meterme en lo tuyo, pero con el taller de costura, lo de las muchachas, y algún encargo extra, deberías tener bastante. No te metas en líos de chivateos. —Y, con la voz un tono más amargada—. Déjame eso a mí.

—Es un favor.

Resignado, tras una pausa.

—El notario es un tío discreto. Le gustan las fotos y las películas como te dije, no se le conoce nada aparte de eso. Pero hace dos años estuvo a punto de perderlo todo. No porque le gusten los hombres, eso no tuvo nada que ver, sino por un tejemaneje notarial. Por lo visto, falsificó una autorización para comprar y vender bienes, para poder actuar en nombre de un loco, uno que estaba ingresado en el manicomio de Nuestro Señor Extraviado; se puso en complot con parte de la familia, pero cuando la otra parte se enteró, lo denunciaron, y estuvo a punto de terminar en la cárcel. No recuerdo todos los detalles, pero si quieres, mañana mismo te los mando.

—¿Y cómo se libró?

—Esta gente siempre cae de pie. Recurrió a sus amistades. A lo más alto.

—¿Cómo de alto? ¿Al alcalde? ¿Al general Primo de Rivera? —Irónica.

—Más alto aún.

—¿A la casa del rey?

—Por eso te digo que no te metas en esta camisa. Que de cierta gente, mientras más lejos, mejor.

Adalfina hace cuentas en silencio antes de volver a preguntar:

—¿Conoces a uno que va últimamente con él? Unos cincuenta años, delgado, alto, calvo, con una cicatriz sobre el ojo derecho. Con pinta de militar.

—¿Una cicatriz…? Ese no debe de ser de Sevilla, porque me sonaría. Pero si está aquí, me entero y te mando respuesta con Manolito. —Baja un tono más con su castigada laringe—. ¿Quién te está preguntando por éstos?

—Éctor. Éctor Mena.

—¿El recadero de Vidal García? —Preocupado—. Te dije que no te fiaras de él. No es un profesional. De gente así te puedes esperar cualquier cosa.

—Podía vivir como le diera la gana a costa del negocio de la mujer. La camisería tiene fama.

—Salió amargado del castillo militar donde lo encerraron por desertor. Por eso te digo. No puede seguir dando clases como antes de la guerra ni conseguir un trabajo en condiciones; es demasiado fino para trabajar de peón y demasiado orgulloso para vivir de la mujer… La gente que nunca ha tenido nada lo tiene más fácil, se busca la vida como puede y no se plantea más —parece englobarles a ellos dos en la última sentencia.

Vuelven al silencio.

El caballo mordisquea algo en el suelo, tan grave como su dueño.

—¿Cómo sigue mamá? —Adalfina.

—Tiene días.

Son las ocho pasadas, y Lucio lo espera apoyado en el quicio del portal, sobrio y pensativo, con un abrigo de pelo de camello y jugando con su bastón. Cuando distingue a Éctor sale a su encuentro sonriente, moviendo la cabeza para ondear la melena.

—Buenas.

—Perdona el retraso. —Éctor no se siente muy cómodo con el tipo amanerado y descubierto, pero tampoco le preocupa mucho lo que la gente piense de él; se acostumbrará enseguida a su compañía.

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